EL TEATRO INMEDIATO (14)
En Francia, el actor
llega a una prueba de examen, solicita que le muestren la escena más violenta
de la obra y sin el menor escrúpulo de conciencia se lanza a ella para
demostrar sus progresos. El actor francés que interpreta un papel clásico se
eleva y luego se sumerge en la escena: juzga el éxito o el fracaso de su actuación
por el grado en que se rinde a sus emociones, por la posibilidad de que su
carga interior alcance su máximo tono, de donde deriva su creencia en la Musa,
en la inspiración, etcétera. La inconsistencia de su trabajo radica en que le
lleva a interpretar generalizaciones. Quiero decir que en una escena violenta
dicho actor “se monta” en su nota colérica o, más bien, se sumerge en ella y
esta fuerza le conduce por la escena. Eso puede darle cierta potencia e incluso
cierto poder hipnótico sobre el público, poder que falsamente se considera “lírico”
y “trascendental”. Lo cierto es que tal actor queda prisionero de su cólera,
incapacitado de salir de ella si un sutil cambio del texto exige algo nuevo. En
un párrafo que contenga elementos naturales y líricos, todo lo declama como si
cada una de las palabras estuviera igualmente preñada de sentido. Esta torpeza
es la que hace que los actores parezcan estúpidos, e irreal la interpretación
grandiosa.
Jean Genet desea que el
teatro salga de lo trivial; en una serie de cartas que escribió a Roger Blin
cuando este dirigía Las persianas le apremiaba a empujar a los actores
hacia el “lirismo”. El consejo suena bastante bien en teoría, pero ¿qué es el
lirismo? ¿Qué es la interpretación “que se sale de lo ordinario”? ¿Exige una
voz especial, una manera hinchada? ¿Acaso es reliquia de alguna válida y
antigua tradición la manera que tienen de cantar los párrafos los viejos
actores del teatro clásico? ¿En qué punto la búsqueda de la forma es aceptación
de la artificialidad? Este es uno de los mayores problemas con que nos
enfrentamos hoy día, y mientras sigamos creyendo -aunque sea de manera oculta-
que las máscaras grotescas, los maquillajes acentuados, los trajes hieráticos,
la declamación, los movimientos de ballet, son de algún modo “ritualistas” por
derecho propio y, en consecuencia, líricos y profundos, nunca saldremos de la
tradicional rutina del arte teatral.
Al menos uno puede
comprender que todo es lenguaje para algo y que nada es lenguaje para todo.
Cada acto acaece por derecho propio y al mismo tiempo es analogía de algo más.
Arrugo un trozo de papel, y este gesto es completo por sí mismo; lo que hago
sobre un escenario no necesita ser más de lo que parece en el momento en que
ocurre. Puede ser también una metáfora. Quien haya visto a Patrick Magee en The
Birth-day Party hacienda tiras una hoja de periódico exactamente como en la
vida cotidiana y al mismo tiempo de manera ritualista, comprenderá lo que eso
significa. Una metáfora es un signo y una ilustración, o sea que es un
fragmento de lenguaje. Cada tono, cada modelo rítmico, es un fragmento de
lenguaje y corresponde a una experiencia diferente. A menudo nada es tan mortal
como un actor de buena escuela cuando recita el verso; claro está que existen
normas prosódicas que ayudan a clarificar ciertas cosas a un actor que se halla
en determinada etapa de su desarrollo, pero ha de descubrir finalmente que los
ritmos de cada personaje son tan distintivos como las huellas dactilares. Luego
ha de buscar a qué corresponde cada nota de la escala musical.
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