Hace unos días murió en Nueva York
una rumana de cien años llamada Hedda Sterne. La maquinaria necrológica se puso
en marcha a la manera habitual y los titulares fueron: “Muere la última de los
abstractos expresionistas”. Se referían a la pandilla de Jackson Pollock, Mark
Rothko, Willem de Kooning y compañía, que durante los primeros años de la
Guerra Fría, con la colaboración activa de la CIA y el Departamento de Estado
norteamericano, exportó al mundo entero la noticia de que había una nueva forma
de pintar y que la capital por excelencia del arte ya no era París, sino Nueva
York. Los abstractos expresionistas eran todos hombres, todos ególatras, todos
pontificadores y bebedores, y ardieron como bonzos después de pelearse como
perros rabiosos, después de descubrir con estupor que habían triunfado. Una
foto a doble página aparecida en la revista Life en 1951, con el título “Los
Irascibles”, los había hecho famosos. En la foto, entre todos aquellos machos
cabríos, asomaba la cabecita de Hedda Sterne, en la última fila, la única
mujer. “Soy más conocida por esa foto que por ochenta años de trabajo. Si
tuviera ego, me deprimiría”, declaró Sterne en el único reportaje que le
hicieron al inaugurar su última muestra, cuando tenía 97 años.
Su aparición en aquella foto fue un
malentendido. Los belicosos varones se enfurecieron en masa con ella y con
Life, porque la presencia de una mujer le quitaba toda seriedad al asunto
(Hedda aparecía en la foto con sombrerito y coqueta cartera colgando del
brazo). Hasta el día anterior le decían con condescendencia: “Pintas como un
hombre. Podrías ser uno de nosotros”. A partir de ese día decretaron que no era
ni abstracta ni expresionista, cosa que ella misma les refrendó con una frase
que mucha gracia no les hizo: “Es cierto, abstracto es Mondrian. Y, para
expresionista, nadie mejor que mi Saul”. Su Saul era Saul Steinberg, que para
aquellos pintores era, sí, un dibujante brillante, incluso un dotado, pero un
mero caricaturista del New Yorker. Steinberg era rumano como Hedda, ambos
habían nacido en Bucarest y frecuentado los mismos ambientes, pero recién se
conocieron en Nueva York (“Yo era cuatro años mayor que él, y a los diecinueve
años no me andaba fijando en muchachitos de quince”), cuando Hedda venía de
París, de donde huyó con lo puesto antes que la deportaran por judía, y
Steinberg hizo lo propio desde Milán, adonde estudiaba arquitectura hasta que
empezaron las purgas antisemitas. Steinberg apareció de visita en su
departamentito de la calle 71 un mediodía de 1943 y se quedó dieciocho años. En
la bañadera de ese departamento pintó en 1949 su archifamosa “Chica en la
tina”, que es por supuesto un retrato de Hedda.
A diferencia de la foto de Life, a
ella nunca le molestó ser la chica de la bañadera de Steinberg, aunque se
separaran en 1961. Hedda siguió viviendo en ese mismo departamentito hasta su
muerte, cuando ya hacía mucho que el dibujo en la bañadera se había despintado.
Tampoco descolgó nunca de la pared de la cocina un hermoso diploma que le había
hecho Steinberg consagrándola cocinera en jefe de la casa y de la ciudad
(aunque no cocinó nunca más, ni siquiera para sí misma, después de Steinberg).
Peggy Guggenheim le reprochó que abandonara la cocina y que se negara con la
misma tozudez a que su pintura tuviese una marca de fábrica, un logo-style
(Hedda le corregía: “Te refieres, sospecho, a ego-style”). Desde su llegada a
América, se había fascinado con lo concreto y lo inmediato: “Estados Unidos era
más extraordinariamente surrealista que cualquier cosa que hubiesen imaginado
los surrealistas”. Con Steinberg recorrieron todo el país en auto (“Sólo nos
faltó Hawaii; Saul no encontró el camino”). Sterne empezó a pintar autos en
movimiento, gigantescas hortalizas vistas desde adentro, piezas de avión en
forma de tótems, naturalezas muertas con sanitarios (una de sus obsesiones: las
diferencias entre los sanitarios europeos y los del nuevo mundo), pero para su
estupor y la hilaridad de Steinberg, todo lo que hacía era abstracto a los ojos
de sus colegas: “Podrías ser uno de nosotros”, “Pintas como un hombre”.
Sterne confesaba sin pudor que sus
momentos de sequía habían sido abundantes, por el simple hecho de vivir
dieciocho años junto a un hombre que nunca trabajaba más de tres cuartos de
hora seguidos y que confiaba a ciegas en una sola cosa en el mundo: su
formidable primer trazo (según Steinberg, ese trazo era su modo de pensar).
Durante esas crisis de confianza, Hedda hacía para distraerse psicorretratos a
mano alzada de sus colegas y amigos: no eran fisonómicos; eran exclusivamente
de la psique, en su opinión.
Los acumuló durante años y cuando los
expuso, creyendo que eran lo más abstracto que había sido capaz de hacer en su
vida, la acusaron de haber traicionado a la abstracción y (¡en 1971!) la
defenestraron una vez más. Steinberg había dibujado una vez una historia que
Hedda le contó. La tenían colgada en la cocina: una nena está dibujando. La
madre le pregunta qué dibuja. La nena dice que a Dios. ¿Cómo puedes dibujarlo
si no sabés cómo es?, dice la madre. Para eso lo dibujo, contesta la chica.
Rothko y Barnett Newman estaban bebiendo una noche en esa cocina. Barnett le
señaló el dibujo a Rothko. “Eso es lo que estamos olvidando todos”, dijo.
Desde el momento en que empezó a
perder la vista hasta que se quedó ciega, Sterne llevó una suerte de bitácora
en forma de dibujos diarios, hechos en crayones blancos sobre papel blanco.
Había instalado su mesa de trabajo contra la ventana más grande de su
departamento y ahí se sentaba cada día, crayón en mano, buscando la luz con sus
ojos lechosos. En un reportaje filmado que le hicieron antes de morir, está
sentada a la misma mesa, la luz entra de costado y le ilumina los ojos, tiene
el pelo blanquísimo y esa serenidad en la cara que sólo los ciegos: es
literalmente refulgente. “Los doctores dicen que no puedes gastarte los ojos.
Lo que los gasta son otras cosas, no el uso”, dice en determinado momento. “El
ego es la herramienta que usan algunos para que el talento parezca genio”, dice
en otro momento. Uno la ve hablar, relatar su vida, y ve aparecer todas las
mujeres que fue, todas ellas a la vez: la de diez y la de veinte y la de
treinta y la de cuarenta y la de cincuenta, la jovencita fatal de la que se
enamoraron Hans Arp y Duchamp, la perseguida por judía, la rescatada por Nueva
York, la siempre atenta a la sensualidad del mundo, la artista inmune al ego,
la solitaria, la anciana sabia. Como si de alguna manera, en ese envase, se
preservaran todas, se preservara lo que la mayoría pierde de sí en el camino.
Montherlant dijo que sólo había un modo de retratar la felicidad: con tinta
blanca sobre papel blanco. Hedda Sterne lo hizo.
Para Carlos Trillo, in memoriam.
1 comentario:
Aplausos, y me lo llevo. Gracias!!!
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