Soy un hombre ridículo. Ahora ellos
me llaman loco. Y eso podría haberme supuesto un ascenso de grado, sí no me
siguieran considerando igual de ridículo que antes. Ahora no me enfado y todos
me parecen simpáticos; incluso cuando se burlan de mí siguen algún modo
pareciéndome especialmente dulces. De buena gana me reiría con ellos –no ya de
mí, sino por afecto hacia ellos- si no fuera por la tristeza que siento cuando
los miro. Y me siento triste porque ellos desconocen la verdad, y yo sí la sé.
¡Oh, qué difícil le resulta a uno conocer la verdad! Pero ellos no lo
entenderán.
No, no lo entenderán.
Antes me angustiaba porque les
parecía ridículo. Más que parecérselo lo era. Siempre fui ridículo, y lo sé
probablemente desde el día de mi nacimiento. Seguramente supe que era ridículo
desde que tenía siete años. Después estudié en la escuela, más tarde en la
universidad. Y ¿qué es lo que sucedió? Pues que cuanto más estudiaba, más me
convencía de que era ridículo. De modo que toda mi ciencia universitaria, a
medida que penetraba en ella, pareció a fin de cuentas haber existido para
demostrarme y explicarme que yo era un hombre ridículo. Lo mismo que ocurrió
con la ciencia, también sucedió en la vida real. A medida que pasaban los años
se acrecentaba y afianzaba en mí la conciencia de mi ridículo aspecto, en todos
los sentidos. Siempre se ha reído de mí todo el mundo, que si había un hombre
sobre la faz de la tierra que tenía consciencia de que era ridículo, ese hombre
era yo; esta era la cuestión que más me ofendía, cosa que ellos ignoran; pero
de esto sólo yo tengo la culpa: siempre he sido tan orgulloso que por nada del
mundo pude reconocérselo jamás a nadie. Ese orgullo crecía en mi interior a
medida que pasaban los años, y si me hubiera permitido reconocerme como
ridículo, ante cualquier persona, creo que al instante me habría volado la tapa
de los sesos. ¡Oh, cómo sufría en mi adolescencia pensando que no aguantaría
más y que en cualquier momento lo confesaría a mis compañeros! Pero desde que
me hice joven, y a pesar de ir tomando lentamente conciencia de mi horrible
cualidad, no sé por qué, me sentí más aliviado. Y digo que no sé por qué, pues
hasta hoy día no he encontrado la razón. Puede que fuera por aquello de que en
mi alma crecía una terrible melancolía debido a un hecho, que era infinitamente
superior a mí; para ser más exactos, se había apoderado de mí la única
convicción de que en el mundo todo daba igual. Lo venía presintiendo desde
hacía ya tiempo, pero la convicción completa se me presentó de pronto el último
año. De repente sentí que me daba igual que existiera el mundo o que no
existiera en absoluto. Comencé a percibir con todo mi ser que nada existía a mi
alrededor. Al principio creí que, a pesar de todo, en otros tiempos hubo muchas
cosas, pero más tarde llegué a la conclusión de que tampoco antes las hubo, de
que todo era una ilusión. Poco a poco me fui convenciendo de que jamás
existiría nada. Entonces de pronto dejé de enfadarme con la gente, y apenas me
percataba de ellos. La verdad es que eso afloraba incluso en las nimiedades más
insignificantes; por ejemplo, iba por la calle y me chocaba con la gente. Y no
era porque fuera ensimismado y pensativo: no tenía nada en que pensar; por
aquel entonces dejé de pensar completamente: todo me daba igual. Si al menos
hubiera resuelto algún problema; pero no resolví ninguno. ¡Y cuántos había! Pero
todo me daba igual, y todos los problemas se apartaban de mí por sí solos.
Fue después cuando conocí la verdad.
La conocí en noviembre del año pasado; concretamente, el tres de noviembre, y
desde aquel momento recuerdo cada instante de mi vida. Ocurrió en un anochecer
lúgubre, el más lóbrego que puede haber. Iba de regreso a casa, alrededor de
las once de la noche, y recuerdo haber pensado exactamente que no podía hacer
un tiempo más funesto. Incluso en el aspecto físico. Durante todo el día había
estado lloviendo a cántaros una lluvia fría, siniestra y terrible; recuerdo que
incluso resultaba hostil a la gente; y de pronto, a las once de la noche, dejó
de llover y se empezó a sentir una humedad espantosa, más pegajosa y fría que
cuando llovía, todo ello desprendía una especie de vapor, que salía de todos
los empedrados de la calle y los callejones cuando se mira en su interior desde
una cierta distancia. Y de repente, se me figuró que, de haberse apagado todas
las farolas de gas, sería menos espeluznante, ya que con el gas alumbrando y
proporcionando luz hacía que el corazón se sintiera más triste, porque
alumbraba todo eso. Ese día apenas comí, y desde la primera hora de la tarde
estuve en casa de un ingeniero, junto a otros dos compañeros suyos. Estuve completamente
callado y creo que les aburrí. Hablaban sobre un tema apasionante, y en un
momento incluso llegaron a acalorarse. Pero el tema les resultaba indiferente,
yo ya me había percatado de ello, y se enzarzaron en vano. De pronto les dije:
“Señores, si a ustedes les da igual todo”. Ellos no se ofendieron, pero se
rieron de mí. Debe ser porque lo que dije fue sin intención alguna, sino
únicamente porque a mí todo me daba igual. Se percataron de que a mí todo me
daba igual, y eso les hizo gracia.
Cuando de regreso a casa, en la
calle, pensé en las farolas de gas, miré hacia el cielo. Hacía una noche
terriblemente oscura, pero en algunos trozos se podían distinguir con claridad
las nubes despedazadas, y entre ellas unas insondables manchas negras, De golpe,
en una de esas manchas, reparé una estrellita, y la miré fijamente. Sucedió
porque la estrellita me había insinuado una idea: me había propuesto suicidarme
aquella noche. Desde hacía dos meses me rondaba la cabeza aquella idea fija, y,
a pesar de mi penosa situación económica, me compré un espléndido revólver y lo
cargué aquel mismo día. Desde entonces ya habían transcurrido dos meses, y el
revólver todavía permanecía en el cajón; y tanta era mi indiferencia que se me
ocurrió posponerlo hasta encontrar el momento en que no todo me diera igual; no
sé por qué razón. Y de ese modo, durante esos dos meses, cada noche cuando
regresaba a casa, pensaba que iba a suicidarme. No hacía más que esperar el
momento oportuno. Y he aquí que esa estrellita me dio la idea, y me propuse que
eso debía suceder irremisiblemente aquella noche. Sin embargo, ignoro la razón
por la que la estrella me dio la idea.
Y justo cuando estaba mirando al
cielo, de repente una niña me agarró por el codo. La calle estaba prácticamente
desierta y apenas había transeúntes. A lo lejos, sobre el pescante, dormitaba
un cochero. La niña tendría unos ocho años. Llevaba un pañuelo en la cabeza y
un vestidito. Estaba completamente empapada, y se me quedaron especialmente
grabadas sus botas mojadas y rotas, que aun recuerdo: me llamaron la atención
especialmente. La niña comenzó a tirarme del codo y a llamarme. No lloraba,
pronunciaba entrecortadamente algunas palabras, que no lograba articular bien,
porque tiritaba y tenía escalofríos y convulsiones. Estaba horrorizada por algo
y gritaba desesperadamente: “¡Mamita, mamita!”. Yo giré la cabeza hacia ella, y
sin decirle palabra continué andando; pero la niña siguió corriendo detrás de
mí tirándome del brazo. Su voz tenía el tono de desesperación de los niños
cuando están muy asustados. Conozco ese tono. Y aunque no llegara a articular y
terminar las palabras, comprendí que su madre se estaba muriendo en algún
lugar, o que algo por el estilo estaría sucediendo para que la niña saliera
corriendo a llamar a alguien, o encontrar algo, con tal de ayudar a su madre.
Pero yo no fui tras ella; antes al contrario, de pronto se me pasó por la
cabeza la idea de espantarla y echarla. Al principio le dije que buscara al
guardia municipal. Pero ella juntó las manitas y, sollozando y ahogándose,
continuó corriendo a mi lado sin apartarse de mí. Fue entonces cuando di una
patada en el suelo y lancé un grito. La niña sólo exclamó: “¡Señor, señor…!”;
pero de repente me dejó, y al momento cruzó la calle: en la otra acera había un
transeúnte, y al parecer la niña me había dejado para salir corriendo tras él.
Subí al quinto piso en el que vivo.
Vivo en una habitación de alquiler. Es mísera y pequeña, con un ventanuco
semicircular, de desván. Tengo un sofá cubierto con un hule, una mesa llena de
libros, dos sillas y un sillón, viejo a más no poder; pero eso sí, de estilo
volteriano. Me senté, encendí una vela y me puse a meditar. Al lado, en otra
habitación, detrás del tabique, continuaba la juerga. Llevaban así ya tres
días. Allí vivía un capitán retirado, que tenía invitados –unos seis troneras–
que bebían vodka y jugaban a las cartas con unos viejos naipes. La noche
anterior hubo pelea, y sé que dos de ellos se habían tirado de los pelos
durante un buen rato. La casera quiso presentar una denuncia, pero le tiene
mucho miedo al capitán. Aparte de nosotros, en otra habitación, vive de
alquiler una señora muy bajita y delgada, mujer de un militar, que había venido
a la pensión con tres niños que enfermaron allí. Tanto ella como los niños
temían al capitán hasta más no poder, y se pasaban la noche tiritando y santiguándose;
el más pequeño hasta tuvo una especie de ataque por el miedo que le daba el
capitán. Sé que ese tal capitán para a la gente en la avenida Nevski para pedir
limosna. No le admiten para prestar servicio, pero es cosa extraña (y por eso
lo cuento), pues durante todo el mes, desde que él se alojó aquí, no me
contrarió en absoluto. Desde el principio rehuí cualquier contacto amistoso con
él, y, además, desde el primer día él mismo se aburrió conmigo, y por más que
puedan gritar al otro lado del tabique, y por más gente que pueda haber allí, a
mí siempre me resulta indiferente. Permanezco toda la noche sentado, y la
verdad es que ni los oigo, hasta tal punto me abstraigo y me olvido de que
están allí. No me duerno en toda la noche hasta el amanecer; y así ha
transcurrido ya un año. Durante la noche entera estoy sentado en el sillón,
delante de la mesa sin hacer nada. Los libros los leo sólo durante el día.
Permanezco sentado y ni siquiera pienso, sino que dejo que algunas ideas me
ronden, y yo las dejo vagar a su libertad. Durante la noche se gasta toda la
vela.
Me senté despacio junto a la mesa,
saqué el revólver y lo puse delante de mí. Cuando lo coloqué, recuerdo que me
hice una pregunta a mí mismo: “¿Ha de ser así?”, y completamente convencido me
dije: “Así ha de ser”. Es decir, me suicidaré. Sabía que probablemente me
suicidaría aquella noche, pero ignoraba cuánto tiempo permanecería así sentado
junto a la mesa. Y sin duda alguna me habría dado un tiro en la cabeza, de no
ser por aquella niña.
II
Ya lo ven: aunque todo me daba igual,
yo -por poner un ejemplo- sentía dolor. De haberme dado alguien un golpe,
habría sentido dolor. Y lo mismo sucedía en el sentido moral: si hubiera
ocurrido algo muy penoso, habría sentido la pena de igual modo que entonces,
cuando todavía no todo en la vida me resultaba indiferente. Hacía un rato había
sentido compasión: podía haber ayudado a la niña. ¿Y por qué no la ayudé? Pues
por una idea que me asaltó: cuando ella me estaba tirando del brazo y me
llamaba, se me planteó una cuestión que no pude resolver. La pregunta era
ociosa, y eso me enfureció. Me enfadé porque si ya había tomado la decisión de
acabar con mi vida aquella misma noche, entonces todo cuanto ahora me rodeara
debía serme más indiferente que nunca. ¿Por qué razón sentí de pronto que no
todo me resultaba indiferente, y que sentía compasión hacia aquella niña?
Recuerdo que me provocó mucha lástima; incluso, hasta producirme un dolor
extraño, absolutamente inverosímil dada mi situación. Es cierto que no sé
expresar aquel sentimiento mío pasajero, pero este continuó cuando me encontré
ya en casa y me hube sentado a la mesa completamente alterado como hacía tiempo
que no lo estaba. Una reflexión sucedía a otra. Se me presentaba con toda
claridad que si yo era una persona, y aun no me había convertido en un cero, y
hasta que ello sucediera, en tal caso, estaba vivo, y por consiguiente era
capaz de sufrir, enfadarme y experimentar la vergüenza por mis actos. Que así
fuera. Pero si me suicidara, por ejemplo, al cabo de dos horas, ¿qué
importancia tendrían para mí la niña, la vergüenza, y todo cuanto hubiera en el
mundo? Si yo iba a convertirme en un cero, en un cero absoluto, ¿acaso la
conciencia de que dejaría totalmente de existir, y de que, por consiguiente, tampoco
nada existiría, no influiría mínimamente en el sentimiento de compasión hacia
aquella niña, ni en el de la vergüenza tras haber cometido aquel acto vil?
Porque si le lancé aquel salvaje grito a esa infeliz criatura dando una patada
al suelo, fue porque pensé que no sólo no sentía lástima por ella, sino que si
cometía aquella inhumana bajeza era porque podía hacerlo en aquel momento, ya
que pasadas dos horas todo se acabaría. ¿Pueden creerme que por eso lancé el
grito? Ahora estoy casi convencido de ello. Se me presentaba con claridad la
idea de que la vida y el mundo parecían ahora depender de mí. Incluso podría
decir que el mundo, en aquel momento, estaba hecho únicamente para mí: si me
suicidaba, el mundo desaparecería, al menos para mí. Por no hablar de que en
realidad era probable que ya nada existiera tras mi desaparición, y que cuando
se apagara mi conciencia, se apagaría y desaparecería al instante todo el
mundo, como si fuera una aparición de mi conciencia, pues tal vez todo ese
mundo, y toda esa gente, no eran únicamente más que yo. Recuerdo cómo, cuando
estaba sentado y reflexionando, les daba vueltas a todas estas nuevas
interrogantes, que se apretujaban las unas contra las otras, orientándose
incluso en otra dirección y ocurriéndoseme cosas completamente nuevas. Por
ejemplo, se me figuró una idea extraña: si yo hubiera vivido antes en la Luna o
en Marte, y hubiera cometido allí un acto de lo más atroz y deshonesto que el
hombre pueda imaginar, y se me hubiera reprendido y deshonrado allí por él, de
modo tal que un acaso sólo pudiera sentirlo e imaginarlo en un sueño, viviendo
el horror; y después, ya en la Tierra, continuara yo conservando la conciencia
de lo que había cometido en el otro planeta, y al margen de ello supiera que ya
jamás podría regresar a aquel lugar; en tal caso, si mirara la Luna desde la
Tierra ¿me daría todo igual o no? ¿Habría sentido vergüenza, o no, por aquel
acto? Las preguntas eran ociosas, y estaban de más, puesto que el revólver
yacía sobre la mesa frente a mí, y yo estaba completamente convencido de que
aquello ocurriría sin lugar a dudas, pero las preguntas no dejaban de
acalorarme y me enfurecían. Parecía que no me podía morir ahora sin haber
resuelto algo previamente. En una palabra, la niña me salvó, porque al hacerme
todas esas preguntas aplacé la idea del disparo. Entre tanto, en la habitación
del capitán también empezó a cesar el ruido; dejaron de jugar a las cartas, se
disponían para irse a dormir, y mientras tanto gruñían y reñían entre sí
perezosamente. Y he aquí que en aquel momento me quedé dormido, cosa que jamás
me había ocurrido antes, sentado y en el sillón. Me dormí sin haberme dado
cuenta. Los sueños, como es bien sabido, son algo extraordinariamente extraño:
algunas cosas se te presentan con una claridad pasmosa, con unos detalles
minúsculos, similares a la orfebrería, y otras transcurren como si estuvieras
sobrevolando el tiempo y el espacio, sin darte cuenta en absoluto. Parece que
los sueños no los dirige la razón, sino el deseo; que no es la cabeza, sino el
corazón, y mientras tanto, ¡qué cosas más astutas se le antojaban a mi razón
durante el sueño! Además, durante el sueño suceden cosas absolutamente
inconcebibles para la razón. Mi hermano, por ejemplo, había fallecido hacía
cinco años. A veces lo veo en sueños: participa de mis cosas, tenemos intereses
en común, y, mientras dura el sueño, yo sé perfectamente, y lo recuerdo, que mi
hermano está muerto y enterrado. ¿Cómo es que no me resulta extraño que, a
pesar de estar muerto, esté aquí, junto a mí, haciendo cosas? ¿Por qué mi razón
permite que eso ocurra? Pero dejémoslo aquí. Voy a contar mi sueño. ¡Sí,
entonces yo tuve un sueño, mi sueño del tres de noviembre! Ellos ahora se
burlan de mí diciendo que sólo se trataba de un sueño. Pero ¿acaso no da igual
que fuera o no un sueño? ¡Si ese sueño me ha aportado la Verdad! Ya que una vez
que has conocido y visto la verdad, es cuando reconoces que no hay otra, ni
puede haberla, bien esté uno dormido o despierto. ¡Qué más da que sea un sueño,
pues esta vida, que ustedes tanto ensalzan, quise apagarla yo con un suicido!
¡Mientras que mi sueño, mi sueño! ¡Oh! ¡Me ha revelado una vida nueva,
grandiosa, renovada y fuerte!
III
Ya he dicho que me dormí sin darme
cuenta e incluso continué reflexionando sobre las mismas materias. Y soñé que
cogía el revólver, y sentado lo dirigía directamente al corazón… al corazón, y
no a la cabeza; puesto que, cuando me lo propuse, tenía pensado dispararme
precisamente en la sien derecha. Lo dirigí hacia el pecho, esperé un par de
segundos, y tanto mi vela como la mesa y la pared de enfrente se movieron y se
sacudieron de repente. Me disparé lo más aprisa que pude.
A veces, cuando uno sueña, cae desde
una gran altura, o le están dando un navajazo, o le pegan, pero en ningún momento
siente dolor, al margen, claro está, de que realmente se dé un golpe desde la
cama hasta despertarse a causa del dolor. Del mismo modo me sucedió a mí: yo no
sentí dolor, pero se me figuró que con mi disparo todo en mi interior se
sacudió; todo se había apagado y alrededor de mí oscureció terriblemente.
Pareció que me había quedado ciego y mudo; y he aquí que permanezco tumbado
sobre algo duro, completamente estirado y boca arriba, sin ver nada y sin poder
moverme en absoluto. Alrededor de mí va y viene gente gritando; se oye tronar
la voz de un capitán, grita la casera; y de pronto otra pausa, y ya me están
llevando metido en un ataúd cerrado. Puedo sentir cómo se mueve el ataúd,
pienso en ello, y, por primera vez, me impresiona la idea de estar muerto, de
estar completamente muerto, de saber y no dudarlo; no veo y no me muevo,
mientras que siento y pienso. Pero pronto me conformo con ello, y con
normalidad, igual que en el sueño, acepto la realidad sin rechistar.
Y ya me están enterrando. Todos se van
y me quedo solo, completamente solo. No me muevo. Antes, cuando me figuraba el
día de mi entierro, imaginaba siempre que lo único que me relacionaría con la
tumba sería la sensación de la humedad y el frío. El mismo frío que sentí
también en ese momento, especialmente en la punta de los dedos de los pies; y
nada más.
Estaba tumbado y, cosa extraña, ya
nada esperaba, aceptando sin discusión alguna que un muerto nada podía esperar.
Pero había humedad. No sé cuánto tiempo transcurrió, si una hora, si algunos
días o si muchos. Sobre mi ojo izquierdo, que estaba cerrado, cayó una gota de
agua que había calado la tapa del ataúd; a continuación de esta, otra, al cabo
de un minuto, una tercera, y así sucesivamente, con el intervalo de un minuto.
Una profunda indignación prendió de repente en mi corazón, y pude sentir dolor
físico en su interior: “Es mi herida”, pensé, “es el tiro; ahí está depositada
la bala…”. Mientras, la gota no cesaba de caer a cada minuto en mi ojo cerrado.
De repente llamé, y no ya con la voz, puesto que estaba inmóvil, sino con todo
mi ser, al artífice de todo cuanto me estaba sucediendo.
-Seas quien fueres, pero si existes y
hay algo más racional que cuanto ahora me está sucediendo, en tal caso,
permítele que también se persone aquí. Si, por el contrario, te estás vengando
de mí por mi irracional suicido con el horror y el absurdo de una existencia
ulterior, has de saber que ¡jamás me perseguirá sufrimiento comparable con el
desprecio que sentiré en silencio, aunque mi martirio se prolongue millones de
años…!
Imploré y me quedé callado. Un
silencio profundo se prolongó durante casi un minuto, e incluso cayó otra gota
más; pero estaba completa e irremisiblemente seguro de que ahora todo cambiaría
inmediatamente. Y he aquí que mi tumba se removió. Es decir, no sé si fue
abierta o desenterrada, pero fui tomado por un ser oscuro y desconocido, y
ambos nos encontramos en el espacio. De golpe recuperé la vista: hacía una
noche profunda, y yo jamás había visto una oscuridad igual. Nos trasladábamos
por el espacio ya muy alejados de la Tierra. Yo no le hacía ninguna pregunta al
que me transportaba; sólo esperaba y estaba orgulloso. Me convencía a mí mismo
de que no tenía miedo, y me sentía petrificado al fascinarme con la idea de no
tenerlo. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos volando y no me lo imagino: todo
transcurrió del mismo modo como sucede en los sueños, dando saltos, dejando
atrás el tiempo, el espacio y las leyes de la existencia y la razón para
detenerse únicamente sobre algunos puntos que anhela el corazón. Recuerdo que
de pronto vi en la oscuridad una estrellita.
-¿Es Sirio? –pregunté yo, ya sin
poderme contener, pues no quería preguntar nada.
-No, es la misma estrella que viste
entre las nubes, cuando estabas de regreso a casa –me respondió aquel ser que
me transportaba.
Yo sabía que él parecía tener un
aspecto similar al humano. Cosa extraña, yo no quería a ese ser, e incluso
sentía hacia él una profunda aversión. Esperaba una inexistencia absoluta, y
con aquella idea me disparé al corazón. Y he aquí que estaba en manos de un
ser, aunque no humano, pero que indudablemente existía: “¡Ah! ¡Debe ser que
también hay vida de ultratumba!”, pensé, con la extraña ligereza del sueño;
pero la esencia de mi corazón continuaba conmigo en su profundidad: “¡Y si he
de vivir de nuevo…!”, pensé, “¡…haciéndolo, otra vez, conforme a la ineludible
voluntad de alguien! ¡En tal caso no quiero que me dobleguen y humillen!”.
-¿Sabes que te temo, y por eso me
desprecias? –le dije a mi acompañante sideral, sin poderme contener la
humillante pregunta, que incluía reconocimiento, y sintiendo a la vez, en mi
humillado corazón, el pinchazo de un alfiler. Él no respondió a mi pregunta,
pero percibí que no me despreciaba ni se burlaba de mí; que tampoco me
compadecía, y que nuestro viaje tenía un sentido, desconocido y secreto, que
sólo me atañía a mí. El miedo crecía dentro de mi corazón. Algo sordo, pero
torturador, me llegaba desde mi silencioso acompañante y parecía penetrarme.
Nos trasladábamos por espacios oscuros y desconocidos. Llevaba ya un buen rato
sin ver las estrellas que me eran conocidas. Sabía que existían estrellas de
ese tipo en los espacios siderales y que sus haces de luz llegaban a la tierra
al cabo de miles y millones de años. Puede que ya hubiéramos sobrevolado esos
espacios. Estaba a la espera de algo terrible en el interior de mi angustiado
corazón. Y, de repente, me estremeció un sentimiento familiar y sugestivo en
grado sumo. ¡Acababa de ver nuestro sol! Yo sabía que eso no podía ser nuestro
sol, él que había dado a nuestra Tierra, y que estábamos a una infinita
distancia de él, pero no sé por qué reconocí, con todo mi ser, que se trataba
de un sol exactamente igual que el nuestro, su repetición y su doble. Un
sentimiento dulce calmó con asombro en mi interior: la fuerza familiar de la
luz, la misma que me dio vida, resonó dentro de mi corazón, al que resucitó, y
me sentí vivo, igual que antes y por vez primera después de ser enterrado.
-Pero si esto es el sol, si este es
exactamente el mismo sol que el nuestro –exclamé-, entonces ¿dónde está la
Tierra? –y mi acompañante me indicó la estrellita que brillaba en la oscuridad
con un brillo de color verde esmeralda. Nos dirigíamos directamente hacia ella.
-¿Acaso son posibles repeticiones de
este tipo en el universo? ¿Son así las leyes de la naturaleza…? Y si aquello de
allí es una Tierra, ¿acaso es igual que la nuestra…?, ¿exactamente igual,
infeliz, pobre, pero querida y eternamente amada, que engendra el mismo amor
torturador incluso en sus hijos más desagradecidos, contenible y asombroso amor
hacia aquella querida Tierra de antes que había abandonado. La imagen de la
pobre niña que había ofendido pasó fugazmente delante de mí.
-Lo verás todo –respondió mi
acompañante, y un tono triste resonó en aquellas palabras.
Pero enseguida nos aproximamos al
planeta. Éste crecía ante mi vista, podía ya diferenciar el océano, los
contornos de Europa, cuando un sentimiento extraño, de enorme y sacro celo,
prendió en mi corazón: “¿Cómo es posible una repetición así? ¿Y con qué
finalidad? Yo amo, y todavía puedo amar, aquella Tierra que abandoné, sobre la
que quedó salpicada mi sangre, cuando el desagradecido de mí terminó con su
vida de un disparo en el corazón. Pero jamás dejé de amar yo aquella Tierra,
incluso durante aquella noche en que me despedí de ella; es posible que la
amara de un modo más torturador que nunca. ¿Y en esta nueva Tierra existe el
sufrimiento? ¡En la nuestra, amar de verdad es sólo posible con el sufrimiento
y a través de él! No sabemos amar de otro modo y desconocemos otro tipo de
amor. Yo necesito el sufrimiento para amar. Deseo, ansío, en este instante,
besar y regar de lágrimas sólo aquella otra Tierra que abandoné; ¡y no quiero,
no me haré a vivir en ninguna otra…!”.
Pero mi acompañante ya me había
dejado. De pronto, sin darme cuenta, me encontré en esa otra Tierra sumergido
en un día claro, tan maravilloso como el paraíso, bañado en la luz de sol. Creo
que me encontré en una de esas islas que componen el archipiélago griego en
nuestra Tierra, o en algún punto del litoral del continente cercano al
archipiélago. ¡Oh! Todo era igual que en nuestra Tierra, pero por todas partes
parecía irradiar festividad y la consecución finalmente alcanzada de un
grandioso y santo triunfo. El plácido mar, de color esmeralda, salpicaba
suavemente la orilla, la acariciaba cariñosa, visible y casi conscientemente.
Los altos y maravillosos árboles crecían en todo el lujo y esplendor de la luz,
y estoy convencido de que sus innumerables hojas me saludaban con su suave
rumor acariciador que parecía pronunciar palabras de amor. La hierba ardía
desprendiendo luz de aromáticas flores. Los pajarillos revoloteaban por el
cielo en bandadas, y sin temor se posaban sobre mis hombros y mis manos, aleteando
alegremente con sus tiernas y trémulas alitas. Finalmente vi y conocí a la
gente que habitaba esta feliz Tierra. Se acercaron a mí. Me rodearon y
empezaron a besarme. ¡Hijos del sol! ¡Eran los hijos de su sol! ¡Oh! ¡Qué
maravillosos eran! Jamás había visto en nuestra Tierra hombres tan bellos.
Quizás pudiera encontrarse algún reflejo de aquella belleza, aunque lejano y
algo debilitado, entre nuestros sueños en su más tierna infancia. Los ojos de
esta gente feliz brillaban con un esplendor claro. Sus rostros irradiaban
raciocinio y algún grado de conciencia reconciliadora; pero a su vez caras eran
alegres; en las palabras y las voces de aquella gente se percibía una alegría
infantil. ¡Oh! Al instante de ver aquellos rostros, lo comprendí todo. Era una
Tierra que no estaba mancillada por el pecado original, y donde vivía gente que
no había caído; vivían en el mismo paraíso en que, según la tradición, también
habitaron nuestros procreadores, con la única diferencia de que toda la Tierra
aquí era el mismo paraíso. Esas personas, sonriendo alegremente, se acercaban a
mí y me acariciaban; me condujeron consigo, y cada uno de ellos deseaba
tranquilizarme. ¡Oh! No me hacían ningún tipo de preguntas, pero parecían
saberlo todo, o eso es lo que me parecía a mí; deseaban borrar cuanto antes el
sufrimiento de mi rostro.
IV
Volvemos a lo mismo: ¡pues que ha
sido sólo un sueño! Pero el sentimiento de amor de aquellas inocentes y
maravillosas personas se me quedó grabado para siempre, y aun ahora puedo
sentir cómo, desde aquel lugar, se derrama amor sobre mi persona. Los vi con
mis propios ojos; los conocí y me convencí de que los amaba, y después sufrí
por ellos. ¡Oh! Ya entonces me di cuenta al instante de que en absoluto
lograría comprenderlos en muchos aspectos; a mí, como ruso contemporáneo y
progresista, como triste petersburgués, me parecía inconcebible, por ejemplo,
que ellos, sabiendo tanto, no tuvieran nuestra ciencia. Pero enseguida
comprendí que sus conocimientos se llenaban y alimentaban de pretensiones
distintas de las que nosotros teníamos en la Tierra, y que sus aspiraciones
también eran completamente diferentes. No deseaban nada y estaban tranquilos,
no ansiaban conocer la vida como lo hacemos nosotros, porque su vida había alcanzado
toda la plenitud. Sin embargo, sus conocimientos eran más profundos y elevados
que los de nuestra ciencia, pues esta busca explicar la vida, tendiendo a su
vez a adquirir conciencia de ella con el fin de enseñar a vivir a otros; ellos,
por el contrario, sabían cómo habían de vivir incluso sin la ciencia, y yo lo
entendí, pero no conseguí comprender sus conocimientos. Me mostraban sus
árboles, y yo no conseguía comprender el grado de amor con que los
contemplaban: parecía enteramente que hablaban con seres semejantes. Y ¿saben?:
probablemente no me equivocaría si dijera que hablaban con ellos. Sí, habían
encontrado su idioma y estoy convencido de que los árboles lo entendían. Del
mismo modo contemplaban toda la naturaleza: a los animales que vivían en
armonía con ellos, sin atacarlos y amándolos, subyugados por su amor. Me
indicaban las estrellas y me decían algo sobre ellas que no conseguía entender,
pero estoy convencido de que, de alguna manera, estaban en contacto con
aquellos cuerpos celestes, y ya no sólo con la idea, sino de un modo vivo. ¡Oh!
Aquella gente ni siquiera se esforzaba para que la entendiese, pues me amaban
sin necesidad de ello; pero, a pesar de todo, yo sabía que ni siquiera ellos
llegarían jamás a entenderme, y por eso apenas les hablaba de nuestra Tierra.
Yo me limitaba a besar en su presencia la Tierra en que vivían y, sin decir
palabra, los adoraba, y ellos lo percibían y se dejaban amar, pero
intimidándose a su vez porque les adorara, ya que ellos mismo amaban mucho. No
sufrían por mí cuando, empapado en lágrimas, a veces besada sus pies,
reconociendo felizmente en mi corazón con qué gran amor me responderían. A
veces me preguntaba con asombro: ¿cómo durante tanto tiempo podían no ofender a
alguien como yo, ni suscitar una sola vez en mí el sentimiento de celos o
envidia? Muchas veces me preguntaba cómo podía un ser tan petulante y mentiroso
como yo no hablarles de mis conocimientos, que ellos, claro está, ignoraban, al
igual que tampoco desear asombrarles con ellos, aunque sólo fuera por amor a
ellos. Ellos eran tan veloces y alegres como los niños. Paseaban por sus
maravillosos sotos y bosques, cantando sus bellas canciones, se alimentaban de
un modo frugal, con los frutos de los árboles, la miel de sus bosques y la
leche de sus queridos animales. Le dedicaban muy poco tiempo a conseguir comida
y confeccionar la ropa. Entre ellos había amor y nacían los niños, pero jamás
observé entre ellos crueles arrebatos de la lujuria que se apodera de casi todo
el mundo en nuestra Tierra, y que es la fuente de la mayoría de los pecados de
nuestra humanidad. Se alegraban cuando nacían sus hijos por ser nuevos
partícipes de su dicha. No había disputas entre ellos, ni celos, y ni siquiera
comprendían lo que eso significaba. Sus hijos eran de todos, porque todos
componían una familia. Apenas tenían enfermedades, aunque existía la muerte;
sus ancianos morían despacio, como si se quedaran dormidos, rodeados de gente
que se despedía de ellos, bendiciéndolos, y despidiéndose con alegres sonrisas.
No se veían ni el dolor ni las lágrimas cuando esto sucedía, sino un amor que
parecía multiplicado hasta el éxtasis, pero un éxtasis tranquilo, completo y
contemplativo. Hasta cabía pensar que se comunicaban con sus difuntos aun
después de la muerte y que con la muerte no se interrumpía entre ellos la unión
terrenal. Apenas me comprendían cuando les preguntaba acerca de la vida eterna,
pero al parecer estaban tan convencidos de su existencia que eso no provocaba
en ellos inquietud alguna. No tenían templos, pero sí un contacto vital e
ininterrumpido con el Todo universal; no practicaban la religión, pero estaban
firmemente convencidos de que, cuando su alegría alcanzase los límites
naturales de la Tierra, llegaría para todos, los vivos y los muertos, una unión
aun más estrecha con el Universo. Esperaban con alegría ese instante, pero sin
prisas ni sufrimiento, como si ya lo presintieran en sus corazones, y se lo
comunicaban los unos a los otros. Por las tardes, antes de dormir, les gustaba
reunirse para cantar en cordiales y armoniosos coros. Con esas canciones
comunicaban las sensaciones que les había deparado el día, que bendecían y del
que se despedían. Alababan la naturaleza, la tierra, el mar, los bosques.
Gustaban de componer canciones los unos de los otros halagándose, como los
niños; eran canciones muy sencillas, pero fluían del corazón y lo penetraban. Y
ya no sólo en las canciones, sino que parecía que toda su vida se la pasaban
ellos adorándose los unos a los otros. Era lo suyo una especie de enamoramiento
mutuo, general y completo. Yo apenas entendía algunas de sus canciones
triunfales y solemnes. Comprendiendo las palabras, jamás conseguí entender todo
su significado. Permanecían inaccesibles a mi entendimiento y, sin embargo,
parecían penetrar cada vez más en mi corazón. A menudo les decía que ya había
presentido aquello antes, que todas aquellas alegrías y glorias las intuía yo
cuando vivía en nuestra Tierra, pero en forma de evocadora melancolía, rayana,
a veces, en un terrible dolor; que en los sueños de mi corazón y las ilusiones
de mi inteligencia, los presentía a todos ellos junto a su gloria; que estando
en la Tierra, a menudo no podía mirar la puesta del sol sin que me brotaran
lágrimas… Que mi odio hacia la gente de nuestra Tierra siempre conllevaba
tristeza: ¿por qué no podía odiarlos sin amarlos? ¿por qué no podía
perdonarles? ¿por qué en mi amor hacia ellos siempre había angustia? ¿por qué
no podía amarlos sin dejar de odiarlos? Ellos me escuchaban, y yo veía que
advertían que no podían imaginarse lo que les decía, pero no me arrepentía de
decírselo: sabía que entendían el gran pesar que me producían aquellos a los
que abandoné. Sí, cuando me miraban con sus maravillosos ojos repletos de amor,
cuando sentía que, en su presencia, también mi corazón se tornaba igual de
inocente y veraz que el de ellos, no sentía lastima por no comprenderlos. Al
experimentar la totalidad de la vida me quedaba sin aliento, y en silencio
rezaba por ellos.
¡Oh! Todos se ríen ahora mirándome a
los ojos y me intentan persuadir de que durante el sueño es imposible los
detalles que yo les transmito ahora; de que en mi sueño había visto o tenido
sólo una sensación, nacida de mi propio corazón delirante, y de que los
detalles los había añadido yo mismo al despertarme. Y cuando les confesé que
probablemente así es como sucedió en realidad. ¡Dios mío, qué carcajadas
soltaron así en mi cara! ¡Y cuánta gracia les hizo aquello! ¡Oh! Claro que
únicamente yo estaba convencido del sentimiento de aquel sueño y de que tan sólo
había sobrevivido en mi profundamente herido corazón, es decir, aquellas que vi
durante el tiempo que duró, estaban tan henchidas de armonía, y hasta tal punto
eran fascinantes, maravillosas y verdaderas, que al despertarme no tuve fuerzas
para encarnarlas en nuestras palabras, de modo que parecieron esfumarse de mi
cabeza, y puede que realmente fuera así; que, inconscientemente, yo mismo me
viera obligado después a inventar detalles, desfigurándolos, sobre todo
teniendo en cuenta mi apasionado deseo de trasladarlos lo antes posible, aunque
sólo fueran algunos de ellos. Sin embargo, ¿cómo no voy a creer que todo ello
fue realidad? ¿Puede que haya sido mil veces mejor, más claro y alegre de lo
que yo haya contado? Que sea un sueño, pero aquello no pudo no haber sucedido.
¿Saben una cosa? Les confiaré un secreto: es posible que todo aquello no haya
sido un sueño, puesto que sucedió algo tan terriblemente real que era imposible
que se presentara en forma de sueño; vale que mi sueño fuera engendrado por mi
corazón, pero ¿acaso mi corazón, solo, estaba en condiciones de engendrar
aquella terrible verdad que me sucedió después? ¿Cómo podía inventarla yo solo?
¿Acaso mi pequeño y caprichoso corazón y mi insignificante inteligencia podían
alzarse con semejante revelación de la verdad? Júzguenlo ustedes mismos: hasta
hoy día lo he estado ocultando, pero ahora también declararé esta verdad. ¡La
cuestión estriba en que yo… los pervertí a todos!
V
¡Sí, sí, la cosa terminó con que yo
los pervertí a todos! Ignoro cómo pudo haber sucedido aquello, no lo sé, no lo
recuerdo con claridad. El sueño sobrevoló milenios, dejando en mí únicamente la
sensación de totalidad. Sólo sé que la causa del pecado fui yo. Igual que la
espantosa triquina, como el átomo de la peste que contagia a países enteros,
del mismo modo también yo contagié aquella Tierra, feliz y sin pecado antes de
mi llegada. Aprendieron a mentir y les gustó, hasta ver belleza en ello. ¡Oh!
Eso puede que ocurriera de un modo inocente, como una broma, una coquetería, o
un juego amoroso, de veras, puede que se iniciara como un átomo, pero ese átomo
de la mentira penetró en sus corazones y les gustó. A continuación nació
rápidamente la lujuria, ésta engendró los celos, y los celos la crueldad… ¡Oh!
No lo sé, no lo recuerdo, pero pronto, muy pronto, brotaron las primeras gotas
de sangre: ellos se asombraron y se horrorizaron y comenzaron a dispersarse y a
separarse. Comenzaron a crearse las alianzas, pero ya de los unos en contra de
los otros. Aparecieron los reproches, las recriminaciones. Conocieron la
vergüenza y la convirtieron en virtud. Nació el conocimiento del honor, y en
cada agrupación apareció su bandera. Empezaron a torturar a los animales y estos
se alejaron de ellos penetrando en el bosque y se convirtieron en sus enemigos.
Comenzó la lucha por la separación, el aislamiento, la individualidad, y la
propiedad privada. Empezaron a hablar diferentes lenguas. Conocieron el dolor y
lo amaron, ansiaron el sufrimiento. Fue entonces cuando surgió entre ellos la
ciencia. Cuando se hicieron malvados, empezaron a hablar de la hermandad y la
humanidad, y comprendieron esas ideas. Cuando se hicieron criminales,
inventaron la justicia, prescribiéndose a sí mismos códigos enteros para
custodiarla; y con el fin de salvaguardar su vigencia, impusieron la
guillotina. Apenas se acordaban de lo que habían perdido y no querían creer que
hubo un tiempo en que fueron inocentes y felices. Se reían incluso de la
posibilidad de su felicidad pasada, denominándola sueño. No podían darle forma
en su imaginación pero, cosa rara y curiosa: una vez perdida la fe en la
felicidad pasada, a la que llamaron cuento, sintieron tantas ganas de ser
nuevamente inocentes y felices que, como niños, cayeron ante el deseo de su
corazón, lo divinizaron y construyeron templos y empezaron a rezar a su misma
idea, a su mismos “deseos”, creyendo plenamente a su vez en la imposibilidad de
su cumplimiento y su realización, pero adorándolo y venerándolo con lágrimas.
Y, sin embargo, si se les hubiera dado la posibilidad de retornar a aquel
estado de felicidad e inocencia que perdieron, y si alguien se lo hubiera
mostrado de nuevo preguntándoles si deseaban regresar a ese estado,
probablemente se habrían negado. Me respondieron: “Sabemos que somos falsos,
malos e injustos, pero lo sabemos y lloramos por ello; nosotros mismos nos
torturamos por ello, y probablemente nos castigamos más que aquel
misericordioso Juez que nos juzgará y cuyo nombre desconocemos. Pero tenemos la
ciencia, y por medio de ella buscaremos nuevamente la verdad, aunque la
acogeremos ya más conscientemente. El conocimiento está por encima del
sentimiento, la conciencia de la vida está por encima de la vida misma. La
ciencia nos proporcionará sabiduría, y esta nos descubrirá leyes, y el
conocimiento de las leyes, la felicidad que está por encima de la felicidad”.
Esto fue lo que dijeron y, después de esas palabras, empezaron a quererse más a
sí mismos que a sus prójimos, y les resultó imposible obrar de otro modo. Todos
empezaron a ser tan celosos de su persona que procuraban, por todos los medios,
humillar y menoscabar a los demás, convirtiendo esto en la finalidad de su
vida. Surgió la esclavitud, incluso voluntaria: los débiles, de buena voluntad,
se supeditaron a los más fuertes, con la finalidad de ayudarles a oprimir a los
más débiles que ellos mismos. Surgieron los defensores de la justicia que, con
lágrimas en los ojos, veían a ver esa gente y le hablaban de su orgullo, de la
pérdida del equilibrio, la armonía y el pudor. La gente se reía de ellos o los
apedreaba. A las puertas de los templos se derramaba sangre santa. Y, a pesar
de todo, empezó a surgir gente que se planteó la forma de volver a unir a todos
de nuevo, con el fin de que cada cual, sin dejar de amarse a sí mismo más que a
sus prójimos, no molestara a su vez a nadie, y se pudiera continuar viviendo de
ese modo juntos, como si se tratara de una sociedad conforme consigo misma. A
causa de esta idea se desencadenaron guerras enteras. Todos cuantos luchaban
creían fielmente que la ciencia, la sabiduría y el sentimiento de
autoprotección obligarían finalmente al hombre a reunirse en una sociedad de
concordia y racionalidad, y mientras tanto, para acelerar su llegada, los “más
sabios”, ansiosos de ver triunfar su idea, aniquilaban a los “menos sabios” que
no la entendían. Pero el sentimiento de autoprotección comenzó pronto a
debilitarse; aparecieron los orgullosos y los voluptuosos que exigían
directamente todo o nada. Para obtenerlo recurrían al crimen, y de no
conseguirlo, al suicidio. Surgieron religiones de culto al no ser y a la
destrucción, con el único placer de la eterna futilidad. Finalmente esa gente
se cansó del absurdo esfuerzo, y en sus rostros se dibujó el sufrimiento, y
proclamaron que el sufrimiento era la belleza, ya que únicamente este tenía
sentido. Dedicaban canciones a sus sufrimientos. Yo daba vueltas sin saber qué
hacer, y lloraba por ellos, pero los amaba probablemente más que antes, cuando
en sus rostros aún no había sufrimiento y eran tan inocentes y maravillosos. Llegué
a amar su mancillada Tierra más que antes, cuando aun era paraíso, sólo porque
en ella había aparecido el dolor. ¡Ay! Siempre amé el dolor y la pena, pero
única y exclusivamente para mí, mientras que ahora lloraba por ellos, y me
compadecía de ellos. Les tendí las manos desesperado, culpándome, maldiciéndome
y despreciándome a mí mismo. Les decía que todo aquello lo había hecho yo, y
sólo yo, que yo les había llevado la perversión, el contagio y la mentira. Les
rogué que me crucificaran, les enseñé cómo se hacía la cruz. No podía ni tenía
fuerzas para quitarme la vida yo mismo, pero deseaba cargar con sus penas,
ansiaba las penas, ansiaba que sobre esas penas se derramara hasta la última
gota de mi sangre. Pero ellos se limitaban a burlarse de mí y a tomarme por un
chiflado. Me disculpaban, diciendo que recibieron aquello que ellos mismos
habían deseado, y que todo cuanto entonces sucedía no podía no haber sucedido.
Finalmente me hicieron saber que yo comenzaba a ser un peligro para ellos, y
que sí, si no me callaba, me encerrarían en un psiquiátrico. Entonces el dolor
penetró con tanta fuerza en mi alma que mi corazón se estremeció y me sentí
morir; en ese instante… bueno en ese instante, me desperté.
Ya había amanecido o, mejor dicho, aun
no había luz pero eran cerca de las seis. Me desperté sentando en el mismo
sillón, mi vela se había consumido; en la habitación del capitán todos estaban
durmiendo, y alrededor reinaba un silencio como en pocas ocasiones se daba en
nuestra pensión. Lo primero que hice fue pegar un salto, extraordinariamente
asombrado; jamás me había ocurrido nada semejante, ni siquiera en los detalles
más absurdos e insignificantes: por ejemplo, jamás me había quedado dormido en
el sillón, como me acababa de suceder. He aquí que, mientras permanecía de pie
recobrando el sentido, de pronto centelleó ante mí el revólver, preparado y
cargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh! ¡Ahora sólo quería vivir y vivir!
Alcé las manos y clamé por la Verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el
asombro, el incalculable asombro, elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y
predicar! Decidí dedicarme a la predicación en aquel mismo instante y,
lógicamente, para el resto de mi vida. Quería predicar, lo quería. ¿Y qué iba a
predicar! ¡Pues la Verdad, ya que la había visto con mis propios ojos y había
descubierto toda su gloria!
Y desde entonces predico. A parte de
ello, amo a todo el mundo, y más aun a los que se burlan de mí. Ignoro por qué
sucedió de ese modo, no sé ni puedo explicarlo, pero que así sea. Ellos dicen
que ahora me embrollo, es decir, que si ya ahora me embrollo, entonces ¿qué
será más adelante? La verdad es inapelable: me confundo, y más adelante
probablemente me confundiré aún más. Y claro que me confundiré hasta que
encuentre el modo de más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo
de predicar mejor, es decir, hasta dar con las palabras adecuadas y los hechos
que vaya a exponer, pues es sumamente difícil de llevar a cabo. Sí, todo ello
lo estoy viendo ahora tan claro como el día, pero atiéndame: ¿quién no se
embrolla? Y mientras tanto, todos tienen la misma finalidad, o al menos tienden
hacia ello, desde el más sabio hasta el último bandido, sólo que por distintos
caminos. Esta es una verdad antigua, pero he aquí que hay algo nuevo en ella:
no debo desviarme, puesto que yo vi la verdad; yo vi y sé, que la gente puede
ser maravillosa y feliz, sin perder la cualidad de vivir en la Tierra. No
quiero ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas. Y,
sin embargo, ellos no paran de burlarse de esa fe mía. Pero ¿cómo podría no
creer? Si yo vi la verdad; y no es que la haya inventado en mi cabeza, sino que
la vi; la vi, y su viva imagen llenó mi alma para toda la eternidad. La vi con
tanta plenitud e integridad que no puedo admitir que no exista entre los
hombres. ¿Además, cómo voy a embrollarme? Claro que es posible que me confunda
unas cuantas veces, pero seguiré hablando incluso con otras palabras, aunque no
por mucho tiempo: la viva imagen de lo que vi siempre estará a mi lado y me
corregirá y orientará. ¡Oh! Estoy optimista y lleno de lozanía, e iré siguiendo
mi propósito aunque necesite mil años. ¿Saben una cosa? Al principio incluso
quise ocultar que los había pervertido a todos, pero fue un error. ¡He aquí el
primer error! Sin embargo, la verdad me susurró que estaba mintiendo, me
protegió y me dirigió. Pero ignoro cómo se construye el paraíso, porque no sé
transmitirlo con palabras. Después de mi sueño, perdí las palabras. O al menos
los vocablos más importantes, los más necesarios. Que más da: yo marcharé y
predicaré sin descanso, porque, a pesar de todo, lo vi con mis ojos, aunque no
sepa transmitirlo. Pero esto es algo que no entienden aquellos que se burlan de
mí, que dicen: “¡Fue un sueño, un delirio, una alucinación!”. ¡Oh! ¿Acaso eso
es de sabios? ¡Y están tan orgullosos! ¿El sueño? ¿Qué es el sueño? ¿Acaso
nuestra vida no es un sueño? Diré algo más: ¡que sea cierto que nunca se cumpla
y que no exista nuestro paraíso (eso ya lo entendí yo), pero, a pesar de todo,
predicaré! No obstante, sería tan sencillo: en un día, en tan sólo una hora,
todo podría hacerse realidad. Lo más importante es que ames a tus semejantes
como a ti mismo, y eso es lo fundamental; creo que no se necesita nada más: al
instante encontrarías cómo ordenar tu existencia. ¡Además, sólo se trata de una
verdad antiquísima, leída y repetida billones de veces, pero que no terminó de
arraigar! Porque “la conciencia de la vida está por encima de la vida misma, el
conocimiento de las leyes de la felicidad excede a la propia felicidad”.
¡Contra eso es contra lo que hay que luchar! Y yo lo haré. Si todos lo
desearan, las cosas cambiarían al instante. Por fin encontré a aquella pequeña…
¡Y seguiré adelante, seguiré!
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