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Al otro día me cansé de
esperar que pasaran aviones y bajé de la cama para buscar el gran cuaderno
amarillo que usaba en el instituto. Estaba en blanco. Encontré una lapicera y
me volví a acostar. Hice varios dibujos de mujeres que usaban taco alto y cruzaban
las piernas para que se les subiera el vestido.
Y de golpe empecé a
escribir. Era una historia sobre un aviador alemán de la Primera Guerra
Mundial, el barón Von Himmlen. Piloteaba un Fokker rojo y ni siquiera se
hablaba con sus compañeros. Bebía solo y volaba solo. Tampoco le importaban las
mujeres, aunque todas lo amaban. Pero él estaba por encima de eso. Tenía mucho
que hacer. Vivía obsesionado en derribar los aviones aliados. Su Fokker rojo,
al que él llamaba “El Pájaro de la Muerte de Octubre”, era muy conocido. Hasta
la infantería enemiga lo reconocía porque a veces volaba muy bajo sobre ellos, arrebatándoles
las armas y riéndose mientras les tiraba botellas de champán colgadas en
pequeños paracaídas. Al Barón Von Himmel nunca lo atacaban menos de cinco
aviones aliados al mismo tiempo. Era un tipo feo y con cicatrices en la cara,
pero si se lo observaba con atención resultaba atractivo: por sus ojos, su
estilo, su valentía, su fiereza solitaria.
Escribí páginas y páginas
sobre los combates aéreos del barón: cómo podía derribar a tres o cuatro
aviones y volver con su Fokker rojo hecho un colador. Aterrizaba a los saltos y
se escapaba del avión mientras todavía estaba en marcha, iba directamente al
bar, agarraba una botella y se sentaba solo para vaciar las copas de un trago y
depositarlas con un golpe sobre la mesa. Nadie bebía como el barón. Los demás
se quedaban duros mirándolo.
-¿Qué te pasa, Himmlen?
¿Te sentís muy superior a nosotros?
Eso se lo dijo Willie
Schimidt, el tipo más grande y más fuerte de todo el escuadrón. El barón apuró
otra copa, se levantó y caminó lentamente hasta el pie de la barra. Los demás
pilotos se escaparon.
-Jesús, ¿qué vas a hacer?
-le preguntó Willie al barón mientras se le acercaba.
Pero el barón siguió
avanzando sin decir una palabra.
-¡Jesús, fue una broma!
¡Te lo juro por mi madre! Jesús, barón, nuestros enemigos son los otros. ¡Jesús!
El barón le encajó un derechazo
casi invisible en la cara. Willie cayó sobre la barra dando una voltereta y se
reventó contra el espejo con la fuerza de una bala de cañón, haciendo caer
todas las botellas de los estantes. El barón sacó un cigarrillo, lo encendió,
volvió a su mesa y se sirvió otra copa. Willie quedó caído con la cara hecha
una masa sanguinolienta. Después de ese día nunca más lo volvieron a molestar.
El barón seguía
derribando aviones del cielo sin parar. Nadie podía entender cómo podía pelear con
tanta habilidad ni cómo había hecho para dominar el complicado Fokker rojo. Él
seguía caminando con un aire orgulloso y no paraba nunca de luchar, aunque a veces
le fallara la suerte. Un día volvía de destruir a tres aviones aliados y mientras
practicaba un vuelo rasante sobre sus enemigos lo alcanzó la metralla de una
explosión que le destrozó una mano, aunque se las arregló para volver a seguir
peleando con una mano metálica que no le afectó su habilidad como piloto. Y cuando
estaban en el bar los compañeros le hablaban con más cuidado que nunca,
Después del accidente le
pasaron muchas otras cosas al barón. Se estrelló dos veces en tierra de nadie y
logró arrastrarse medio muerto hasta su escuadrón, entre alambrados de púa y
antorchas y fuego enemigo. Una vez desapareció durante ocho días y fue dado por
muerto por sus camaradas, que se sentaban bar añorándolo y comentando el gran
hombre que había sido. Hasta que un día lo vieron de repente erguido en la
puerta con una barba de ocho días, el uniforme roto y embarrado, los ojos
lagañosos y enrojecidos y su mano de acero muy brillante. Entonces se les
acercó y dijo:
-¡Mejor sirvanme un poco
de whisky o destrozo el local!
El barón seguía
realizando sus fantásticas hazañas. La mitad de mi cuaderno estaba llena de las
hazañas del barón Von Himmlen. Me hacía sentir bien escribir sobre él. Un
hombre siempre necesita a alguien. Y como no había nadie a mi alrededor, tuve
que construir un hombre que fuese como se debería ser. No era una
cuestión de autoengañarme o fantasear, sino de no vivir la vida sin un hombre
de esa clase al lado mío.
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