33
El aparato de rayos
ultravioletas se apagó haciendo un clic. Ya me lo habían aplicado sobre el
pecho y sobre la espalda. Me saqué los lentes y empecé a vestirme. Entonces
entró la señorita Ackermann.
-Todavía no -me dijo-,
sacate la ropa.
¿Qué me va a hacer?,
pensé.
-Sentate al borde de la
mesa.
Después que me senté
empezó a untarme la cara con una pomada espesa y cremosa.
-Los doctores decidieron
aplicarte otro tratamiento. Vamos a vendarte la cara para acelerar el drenaje.
-Señorita Ackermann, ¿qué
pasó con aquel hombre que tenía una nariz que se le iba poniendo cada vez más
grande?
-¿El señor Sleeth?
-Sí. El narigueta.
-Ese era el señor Sleeth.
-No lo volví a ver. ¿Se
curó.?
-Se murió.
-¿Por culpa de la nariz?
-Se suicidió -siguió
embadurnándome con la pomada la señorita Ackermann.
Entonces escuché aullar a
un hombre en el cuarto de al lado:
-Joe, ¿dónde estás?
¡dijiste que ibas a volver! Joe, ¿dónde estás?
El alarido sonaba
terriblemente triste y agónico.
-Hace una semana que se
pasa gritando lo mismo toda la tarde -dijo la señorita Ackermann-, y Joe no
volvió a buscarlo.
-¿No lo pueden ayudar?
-No sé. Al final todos se
tranquilizan. Ahora dame un dedo y sostené este taco mientras te vendo. Así.
Muy bien.
-¡Joe! ¡Joe! ¡Dijiste
que ibas a volver! ¿Dónde estás, Joe?
-Dale, seguí sosteniendo
el taco. ¡Te voy a vendar muy bien! Aguantá hasta que te asegure los vendajes.
Y terminó enseguida.
-Muy bien, vestite. Te
espero pasado mañana. Adiós, Henry.
-Adiós, señorita
Ackermann.
Cuando salí de la sala y
crucé el pasillo hasta el vestíbulo de la entrada encontré un espejo sobre una
máquina de cigarrillos. Me miré. Era fantástico. Tenía la cabeza completamente
vendada. Absolutamente blanca. Lo único que se me distinguía eran los ojos, la
boca, las orejas y algún mechón de pelo. Me sentía escondido. Era
maravilloso. Prendí un cigarrillo mirando a algunos pacientes internos que
estaban sentados leyendo periódicos y revistas. Me sentí excepcional y maligno.
Nadie podía saber lo que me había pasado. Un accidente de auto. Una pelea a
muerte. Un intento de asesinato. Un incendio. Nadie podía hacerse una idea.
Cuando salí a la calle
todavía podía oír el alarido: ¡Joe! ¡Joe! ¿Dónde estás, Joe?
Joe no iba a venir nunca.
No valía la pena confiar en ningún otro ser humano. Ningún hombre se merecía
esa confianza.
Al volver a casa me senté
en el fondo del tranvía, haciendo sobresalir los cigarrillos de mi cabeza
vendada. La gente me miraba pero me importaba un pito. Tenían más miedo que
espanto en la mirada. Sentí ganas de que siempre fuera así.
Cuando me bajé del
tranvía ya empezaba a anochecer y me paré a observar a la gente en la esquina
del Boulevard Washington y la Avenida Westview. Los pocos que trabajaban ya
estaban volviendo a sus casas. Mi padre iba a llegar pronto desde su empleo
inexistente. Yo no iba a la escuela ni trabajaba. No hacía nada. Estaba vendado
y parado en una esquina, fumando. Me sentía un tipo duro, peligroso. Había
aprendido muchas cosas. Sleeth se había suicidado… Yo no iba a suicidarme.
Mejor matar a alguien. Podía matar a cuatro o a cinco y mostrarles lo peligroso
que es jugar conmigo.
De golpe una mujer cruzó
la calle en mi dirección. Tenía unas piernas preciosas. La miré directamente a
los ojos y después le miré mejor las piernas y después que pasó le fotografié
el culo. Pude memorizar cómo eran las costuras de sus medias de seda y la forma
del culo.
Nunca hubiera podido
hacer eso sin las vendas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario