Existe una anomalía en la historia, cuyas consecuencias asoman en la actividad
social, cultural, política y moral con regularidad asombrosa. Desde los tiempos
ya lejanos en que nacieron las sociedades modernas existe un profundo desfasaje
entre la ciencia y el ser humano originario, cuyo fósil mental permanece y asoma
en las ideas y en la acción. Quizá todo se inicia con el sacudimiento de las
creencias religiosas en la Baja Edad Media, muy arraigadas y radicalizadas en
los hábitos bucólicos del terruño y el feudo, con el importante desarrollo de las
ciudades, el intercambio del comercio regular entre ellas y la consecuente interpenetración
de culturas, etnias, costumbres, lenguas y valores.
No termina de evolucionar y de coordinarse entre sí lo que atañe a la
física y lo que atañe a psicología, a los sentidos del cuerpo y a los
sentimientos del alma. Pues, si avanza la física, se queda atrás la psicología y,
si avanza la psicología, la otra se repliega. Si predomina lo subjetivo, la
cultura, el arte, el sentimiento, la solidaridad, se queda atrás lo objetivo,
la ciencia, la tecnología, el conocimiento de la realidad, el cálculo y las magnitudes.
Las grandes direcciones por las que se encamina la modernidad facilitan la
evolución de la física: la libertad facilita el desempeño del ingenio y
de las habilidades prácticas, de la educación, del orden y la justicia, que
luego la igualdad se encarga de emparejar, diseminar, aunque no lo logre
completamente y sólo inicie el movimiento que lleva a la democracia y al estado
de derecho. La fraternidad, en cambio, no se orienta con facilidad por
ese camino, y en lenta marcha va quedando atrás, a la retaguardia.
Jamás se equilibran definitivamente el ansia de libertad, la equidad entre
las personas y la solidaridad y la fraternidad que deberían regularse y actuar
como una especie de termóstato que controlara la interacción y el pensamiento.
Ocurre inevitablemente la particularización de los intereses y la egotización
general, todo en el marco de una puja por el poder y el dominio de todos por
parte de uno solo. Ocurre la sublimación de la libertad y de la igualdad
como principios, y el relegamiento de la fraternidad.
Dada la primacía de lo físico, de lo palpable y tocable, de lo menos
vulnerable, como los sentimientos, la fraternidad cae bajo la égida de la
libertad y la igualdad, proclamadas como principios universales a raíz de la
Revolución Francesa en 1789. Este hecho se asume como se asumen las grandes
verdades de la historia, las de los mitos y las religiones que sirvieron de
pretexto para que dinastías de reyes, príncipes y emperadores gobernaran las
naciones durante centurias o milenios. Hasta que los principios de la nueva doctrina
prevalecieran y consolidaran el fin de la mitificación, de la superstición, de las
primacías de castas, clases sociales, grupos secretos de interés, con lo que se
consagra el triunfo de la moderna humanización.
Sin embargo, es una humanización renga, la del homo sapiens, que no
incluye al homo eligente, o int-eligente como lo describía Ortega
y Gasset. Este homo es el hombre originario, el que elige, el
hombre de la ética, es decir, el hombre que cultiva el arte de elegir. Esta
renguera representa el famoso punto de inflexión, la frontera entre dos grandes
estaciones o zafras culturales en la historia de la humanidad. A partir
de ese punto revolucionario, el avance del conocimiento y su maravillosa
consagración en la tecnología succionan los intereses y modifican las ideas y
la acción, ocasionando un vacío en la conciencia y en los sentimientos. Así ocurre
con las grandes innovaciones científicas y tecnológicas, ante las cuales la
conciencia reacciona en un falso plano de correspondencia. La libertad y la
igualdad se modifican, eventualmente se amplían y evolucionan hasta configurar
una nueva forma de comportamiento en la inmediatez de la vida. La persona adquiere
más libertad y adopta las novedades, se aggiorna, acicala con sus
primores, aunque tenga que enfrentar dificultades, asumir costos, exponerse a sacrificios
y penas.
Pero, para el sustrato espiritual no es tan fácil, y una criatura invisible
rezonga por lo bajo y se estremece por esa falta de correspondencia que tarda mucho
en corregirse y equilibrarse. Quien rezonga es la fraternidad, pues se resiente
con el tratamiento generalizado que trasplanta lo físico a lo psicológico. No
ha evolucionado como han evolucionado la libertad y la igualdad. Y, si éstas
disponen de instituciones que las protegen y promueven, el estado de derecho,
la justicia, los poderes del Estado, la fraternidad queda sin institución que la
ampare o apenas cuenta con un ministerio social que no puede sino burocratizar
la fraternidad, sistematizarla como hace con los principios, porque no puede
sistematizar un sentimiento semejante a la misericordia y la compasión ‒que sustentan la fraternidad.
Porque la fraternidad, a diferencia de la libertad y la igualdad, no funciona
como un principio sino, más bien, como un sentimiento, como emoción y hasta como
pasión. La fraternidad se
siente así como se siente el amor, la amistad, la caridad, la piedad. Y
no se puede incluir con facilidad en el orden estatuido en que figuran las
bases de la sociedad liberal, democrática, republicana, en la que predominan
las instituciones bajo la sombra abarcadora del contrato social. Hay que
reconocer que la humanidad extraña el desamparo, el estado de éxtasis debido a
las viejas creencias que subsanaban mágicamente las desgracias y los sinsabores.
Extraña lo poco que la modernidad no ha podido darle.
Extraña la caricia de los Evangelios,
la prepotencia de los dioses profanos y la falsedad encantada de las leyendas. Y
no se ha podido recrear la palpitación de los sentimientos en las instituciones
de las sociedades modernas, pues no se ha podido imbuir de espiritualidad al
cuerpo social. Tratada como
derecho sin ser un derecho, tratada como principio sin ser un principio, la
fraternidad termina bajo una falsa condición ajena a la órbita indiferenciada
de la subjetividad a la que pertenece. Tratada como sujeto de derecho, se
deshace en su condición de hecho, de sujeto aislado y diferenciado. Esa es la
historia oculta del mal que nos golpea, la larga serie de ideas y conductas que
mojonan el camino y desembocan en nuestro tiempo.
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