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ALBERTO MANGUEL “NECESITAMOS PENSAR PARA SABER QUE ESTAMOS SOBREVIVIENDO”


por Eliezer Budasoff

La crisis por el coronavirus trajo, entre otras cosas, el descubrimiento de lo que ya teníamos. Como esos niños saturados de novedades que, cuando se corta la luz, recurren a la caja de viejos juguetes en busca de consuelo, miles de personas en cuarentena descubrieron que podían amasar su propio pan y agotaron reservas de harina y levadura, otras encontraron que podían usar sus teléfonos para llamar a sus amigos y familiares, y en Europa se dispararon las ventas de una novela publicada hace más de 70 años, inspirada en una epidemia de cólera en una colonia francesa a mediados del siglo pasado. Mientras muchos franceses e italianos leían La peste de Albert Camus por primera vez, el escritor, traductor y editor argentino-canadiense Alberto Manguel, varado en París por una conferencia que lo habían invitado a dar en el Collège de France, se enteró de que Estados Unidos iba a cerrar sus fronteras y decidió volver a su casa en Nueva York, donde permanece encerrado desde principios de marzo.

“Los lectores siempre encontramos en nuestras bibliotecas algo que nos cuenta nuestro presente”, dice ahora Manguel por videoconferencia, mientras cae la noche del jueves en Nueva York. El autor de Una historia de la lectura, reconocido en el mundo por su erudición bibliológica y su vasta obra como crítico, narrador y ensayista, habla con una precisión hipnótica, como si pesara cada palabra. La multiplicación de ventas de La peste fue quizá el primero de una serie de fenómenos relacionados con la literatura que aparecieron cuando el virus se instaló en todos lados: la publicación de diarios corales de la pandemia se reprodujo casi tan rápido como los contagios, las descargas de libros digitales aumentaron a la par que cerraban las librerías y las iniciativas para contar y escuchar historias destinadas a los niños brotaron como hongos. Pero al comienzo del aislamiento, la sensación colectiva de irrealidad solo parecía encontrar reservas de sentido en escenas de libros publicados hace décadas, incluso siglos.

¿Por qué recurrimos a la literatura cuando no tenemos otro marco para interpretar el presente?

Nunca tenemos marcos adecuados para interpretar el presente. La realidad nos llega a través de fragmentos, a través de nuestros sentidos, que luego tenemos que recomponer en una narración para que podamos entender lo que está sucediendo. Cada uno de esos movimientos se reconstruye dentro de una frase que nos contamos a nosotros. O en situaciones más complicadas y más fragmentarias, como una guerra o durante movimientos políticos. Pero también tenemos que reconstruirlos en una narración. Somos una especie de la palabra, somos una especie que necesita la narración para construir nuestras experiencias, imaginarias o no. La literatura es el esfuerzo que hacemos para contar esas narraciones de la mejor manera posible. Entonces no es extraño que recurramos a esas narraciones para que pongan en palabras lo que nosotros estamos viviendo en todo momento.

Hay muchos momentos en que nos olvidamos de recurrir a la literatura porque no nos parecen apremiantes. Pero en otros momentos, en catástrofes individuales o colectivas, los lectores recurrimos a esas narraciones. Ahora, también tenemos que tomar en cuenta que la mayor parte de los habitantes del planeta no son lectores y entonces no sé cómo hacen. Recurren a imágenes, recurren a gente que les cuente historias, pero los lectores siempre encontramos en nuestras bibliotecas algo que nos cuenta nuestro presente.

Hay un fenómeno que se ha dado en paralelo a este afán de buscar sentido en los libros: una especie de furor en los medios por hacer diarios de la pandemia. Y tratan de hacerlos recurriendo a los escritores…

También a los no escritores. Todo el mundo está escribiendo un diario.

Tiene razón. Pero hay una cierta decepción frente a algunos de estos textos, porque estamos esperando que los escritores tengan las palabras que nosotros no tenemos para describir lo que estamos sintiendo. Y ellos tampoco las tienen en este caso. ¿Por qué recurrimos a los escritores como si tuvieran esa capacidad de ver más allá de lo que nosotros vemos?

En esta epidemia recurrimos a los médicos. Decimos: es una enfermedad, el médico cura, vamos a ver cómo me cura usted. Y cuando el médico nos contesta: no solo no puedo curarlo, sino que no puedo decirle ni siquiera con seguridad si tiene el coronavirus o no, porque los test pueden decirle que probablemente lo tenga o probablemente lo ha tenido, pero no pueden confirmar su diagnóstico, entonces culpamos a los médicos. Decimos: ¿por qué no son tan eficaces como queremos que sean? Lo mismo ocurre con los escritores.

Si pedimos a un escritor que tenga un diario de este momento, probablemente el diario será anodino o, quizás, milagrosamente, una obra maestra. Esto no lo podemos saber hasta mucho después. En el momento de la peste bubónica en Europa había mucha gente que escribía, que tomaba notas en las clases letradas, y de eso nos queda nada. Queda esa ficción que escribió Daniel Defoe diez años después de la peste [Diario del año de la peste], que sí es una obra maestra, en el sentido de que es un fake news muy bien construido, que da la impresión de la cotidianeidad. Defoe no quiere hacer literatura, es un periodista, aunque no haya estado en esa situación, contando como ese personaje. Pero aun así yo creo que, por un lado, vamos a ver después de que esto pase, si sobrevivimos, los que sobrevivimos, qué se produjo en la literatura y quizás haya, como digo, alguna obra maestra. Pero al mismo tiempo podemos ir a nuestras bibliotecas y buscar en ella textos que ya son obras maestras, y textos no necesariamente referidos a una plaga o una epidemia.

Yo tengo en mis estantes el libro de Defoe. Tengo Los prometidos, de [Alessandro] Manzoni, con esos capítulos extraordinarios sobre la peste en Milán. Tengo el Decamerón, por supuesto. Tengo Muerte en Venecia, de Thomas Mann. Tengo La peste de Camus, claro. Y Ensayo sobre la ceguera, de Saramago. Esos son los obvios. Menos obvio y para mí muy útil es releer Robinson Crusoe ahora. Está aislado, tiene que construirse una sociedad, un mundo con lo que tiene y, hasta la llegada de Viernes, tiene que reconsiderar todo lo que tuvo y lo que ya no tiene. Tiene que construir, de alguna manera, hacer con lo que tiene, y de esa manera prepararse para sobrevivir lo que está ocurriendo. Puedo darle muchos ejemplos.

Ahora, por ejemplo, estoy leyendo una novela del escritor griego-sueco Theodor Kallifatides que se llama La guerra de Troya. Y durante la invasión nazi de Grecia, la ocupación de Grecia, una maestra se lleva los niños y se refugian. Y entonces es como una clausura cuando está esa epidemia política alrededor, y les cuenta la guerra de Troya, les cuenta la Ilíada. Y a través de esa epopeya, los niños no solamente se distraen de lo que está ocurriendo, sino que empiezan a entender lo que está ocurriendo, porque toda guerra es la guerra de Troya.

Nosotros tenemos la ilusión de que lo que nos ocurre siempre ocurre por primera vez. Tenemos esa fantasía de la originalidad, que no hemos tenido siempre. Para los escritores de la Edad de Oro ser original no tenía ningún sentido. Usted contaba historias que todo el mundo conocía. La cuestión era cómo las contaba, cómo las construía. Pero nosotros, desde mediados del siglo XX y en parte gracias a la tecnología electrónica, tenemos la ilusión de vivir en un presente constante donde no existe el pasado y el futuro no es más que un presente prometido. Entonces nos sorprende que ocurran cosas. A veces inesperadas, a veces catastróficas, pero ya han ocurrido miles de veces, solo que nosotros, como no tenemos una relación con el pasado, nos parece que ocurren por primera vez.

Hay una pregunta que surge de una especie de broma entre algunos lectores: así como tal vez sentimos que hay escritores que todavía no pueden decirnos lo que queremos que nos digan, hay ciertos cientistas sociales o pensadores o académicos que han salido a hacer análisis sobre la pandemia con un nivel de certeza que también hace sospechar. O sea, Slavoj Zizek ya sacó un libro…

(Risas) No me sorprende, no me sorprende para nada. Siempre cree que tiene que tener la palabra que él cree justa antes que todo el mundo, sin reflexionar…

La pregunta es si usted cree que este es el momento de la literatura o es el momento de las ciencias sociales, aunque no sean excluyentes. Digo, como herramienta para tratar de interpretar el presente, si cree que en este momento es más poderosa la imaginación o el análisis en base a teorías sociales. Aunque, claro, las teorías sociales también pueden ser consideradas un género literario.

Pero usted está tomando exactamente la posición que describía: como si en el siglo XIX, o a principios del siglo XX, o en el siglo XIII, la literatura o las ciencias sociales no tenían importancia. Y para quien tienen importancia, tienen importancia siempre. Y para otros no tienen importancia. Para Trump no tienen importancia, y para ciertos lectores inteligentes tienen importancia, tanto ahora como en el pasado. ¿Por qué? Porque tantas veces, desde la historia del diluvio, si creemos en el diluvio, hasta ahora con el coronavirus, los seres humanos, como estamos condenados a un cierto poder de razonar y a una cierta idea del tiempo y del espacio, creemos que el universo nos responde de la misma manera. Creemos que el universo es nuestro interlocutor. Al universo no le importa un carajo de nosotros. El universo no tiene ni conciencia, ni inteligencia, ni percepción, ni sentimientos.

Es una idea que nace con el monoteísmo. Los griegos también la tenían, pero la idea de que hay un Dios que tiene manos y pies y conversa con nosotros y tiene recuerdos y... Yo no creo en Dios, pero los que creen en Dios dicen creer en un ser omnipotente, omnisciente. No se puede aplicar a ese ser, como no se puede aplicar al universo, ninguna de estas cualidades y aspectos antropomórficos.

Entonces, ¿qué sucede? Hay una cosa que se llama el coronavirus, que es un virus. Es algo que no tiene conciencia ni siquiera de sí mismo, ciertamente no de nosotros, y que existe. Y nosotros queremos enfrentarlo en una relación intelectual. Queremos que alguien o nosotros lo analicemos y le demos motivos: por qué ocurre esto, por qué ocurre ahora, en qué contexto ocurre y cuáles son las consecuencias. Todo eso no tiene absolutamente ningún sentido. Y lo peor es que no sirve para nada.

(Manguel sonríe de pronto y recuerda una película de ciencia ficción de los años cincuenta que a él y a su hijo les hacía soltar carcajadas: The thing from another world (en español se conoció como La cosa o El enigma de otro mundo). Un grupo de exploradores descubre en el Polo Norte los restos de una nave y una cosa congelada que llegó del espacio. “Entonces la desentierran, la sacan del hielo y se dan cuenta de que esa cosa, que parece algo inerte, vegetal, tiene una forma de actuar. Y uno de los personajes dice esta línea inmortal: «¡Una zanahoria pensante!»”).

Creemos que este virus es una criatura que tiene intenciones y eso es peligroso. Yo creo que, como en todo momento, hay preguntas que tenemos que hacernos, que podemos hacernos. Tendríamos que hacernos esas preguntas en todo momento de nuestra vida, pero es solamente cuando nos enfrentamos con una catástrofe, cuando alguien que amamos muere, cuando sucede un evento político extraordinario que nos hacemos estas preguntas muy básicas: qué estoy haciendo en el mundo, cuáles son mis responsabilidades hacia los otros, hasta qué punto necesito sacrificarme sin ser un acto egoísta de suicidio, cuáles son los matices que tengo que dar a mi vida cotidiana y qué puedo cambiar en lo que estoy haciendo, no sólo para ayudarme a mí mismo, sino para ayudar a los otros que están ahí en la calle. Esas preguntas tendríamos que hacernos todos los días, como dice Próspero, el protagonista de La Tempestad: que cada tercer pensamiento que tenga sea de la muerte.

Pero eso tenemos que hacerlo todos los días y lo hacemos solamente cuando estamos confrontados a este peligro o con el lobo en la puerta. Creo también que en estos momentos surge una antigua superstición de creernos inmortales, y creernos inmortales en un sentido vasto. Somos inmortales hasta el último momento de nuestra vida, pero pensamos que no nos tiene que tocar nada de lo que les toca a los otros.

Hay una expresión en inglés que a mí me parece fundamental. Es una expresión que se ha convertido en un lugar común: There but by the grace of God go I. “Allí —indicando cualquier persona que sufre que le pasa algo—, salvo por la gracia de Dios, voy yo”. Ese soy yo. Nos olvidamos de eso y quizás estas catástrofes nos pueden servir para recordarnos esa obviedad.

Otro fenómeno que también ha surgido es que hay mucha gente produciendo historias para que escuchen niños, mucha gente tratando de contar y escuchar historias. Que es como nivel un nivel más primario...

No, no, es el mismo. Que sea Shakespeare que le cuenta la historia, o que sea su abuelita, es exactamente el mismo impulso y tiene exactamente el mismo vuelo…

¿Recuerda otro episodio histórico, otra referencia en la literatura, donde la narración de historias haya sido central para sobrellevar la situación?

El texto clásico es el Decamerón. Es decir: está la peste, se van y se cuentan historias. El otro texto clásico, que está en el futuro y no es un virus, sino que es el antiintelectualismo, es Fahrenheit 451. Y el personaje emblemático que sobrevive contando historias, que se salva contando historias, es Sherezade [de Las mil y una noches]. No importa que sea un virus, que sea un rey misógino y asesino, que sean burócratas que quieran eliminar la cultura. La frase de Flaubert, que le escribe a una amiga en una carta: “Lea para vivir”, es absolutamente cierta para los lectores. Yo no sé, como decía antes, cómo hace la gente que no lee para sobrevivir. Porque sí, están las otras artes, pero ninguna como la literatura nos presta palabras. Las otras artes son extensión del oído, como la música, extensión de la vista, como la pintura o el cine... La literatura es una extensión del pensamiento y necesitamos pensar para saber que estamos sobreviviendo. Y también para darle sentido al momento que vivimos y aceptar que ese momento va a terminar.

En Italia acaba de surgir un debate porque el Gobierno ha permitido que las librerías puedan volver a abrir bajo la consigna de que el libro es también un bien esencial. En esta situación, los libreros más pequeños, que igual están golpeados de muerte, han denunciado que en realidad la medida solamente favorece a las grandes cadenas, porque son las únicas que están en condiciones de tener la infraestructura para brindar seguridad a sus clientes...

Le cuento: yo quise comprar un par de libros, ahora, de libreros de segunda mano, y me escriben que no me los pueden mandar porque no pueden salir siquiera para ir al correo. Amazon, en cambio, lo hace porque es una compañía que depende de sus esclavos y no le importa si el esclavo muere llevando el libro el cliente. Y claro, así pueden funcionar, pero tenemos que aceptar que estamos viviendo en una sociedad de esclavitud.

Mi pregunta es un poco retórica, pero igual quería conocer su reflexión. Quería saber, primero, si cree que el libro es un artículo de primera necesidad. Y después, si cree que las librerías deberían abrir.

Son dos preguntas distintas. Cuando, después de la guerra, [Charles] De Gaulle declaró que, para ciertos objetos de primera necesidad, el precio tendría que ser controlado por el Estado para que no suba y usted no pueda comprarse un litro de leche, los cuatro productos que caían bajo ese rótulo eran: el pan, la leche, (estamos en Francia) el vino y el livre de poche [“libro de bolsillo” en francés). Eso me parece de una enorme sabiduría. Ahora bien, la segunda parte de la pregunta es que, de la misma manera, los negocios ahora tienen esclavos que le traen la leche, el pan, el vino de primera necesidad, pero corren el riesgo de infectarse. Quieren que los libreros hagan lo mismo. El librero pequeño, de la misma manera que el pequeño almacenero, no puede arriesgarse a poner su canasto de frutas en la vereda. Tampoco puede llevárselo a usted. Entonces, los que se aprovechan de esta situación son las grandes empresas.

Ahora, digo esto y no conozco la respuesta a este problema moral. Si usted necesita pan y leche, y agreguemos libros para sobrevivir, y si usted no puede salir a la calle porque, como yo, tengo 72 años, tengo asma, diabetes, tuve un ataque al corazón...en fin, todo lo que no hay que tener en estos casos, ¿Tengo el derecho de arriesgar la vida de la persona que me trae esos productos y que me permite sobrevivir a mí? No lo sé...

Sobre el final de la entrevista, mientras Manguel explica con hábito docente que, eso que llamamos “literaturas del yo” o “autoficción” —la tendencia que ha dominado cierto mercado editorial en los últimos años— ya existía desde las Confesiones de San Agustín, su respuesta se interrumpe por un ruido de golpes metálicos. “Es el momento de la solidaridad con los trabajadores médicos”, dice Manguel. “A mí me parece muy lindo que se haga esto, yo salgo con mis cacerolas a la ventana”. En Nueva York son las 7 de la tarde. No hace falta mirar el reloj: lo sabemos por el ruido de las cacerolas. Del mismo modo que, en algunas escenas de ciencia ficción, sabemos que algo ha pasado en el mundo porque solo se escucha el silencio o las calles están vacías. Y ahí es donde comienza la historia.

(EL PAÍS / MÉXICO / 18-4-2020)

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