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Un par de días más tarde
mi madre no salió a buscar trabajo y yo no tuve que ir al Hospital General del
Condado de Los Angeles. A mí eso no me gustaba nada quedarme con ella, porque
prefería sentirme el dueño de casa. Me encerré en el dormitorio a escucharla dar
vueltas. Los granos estaban peor que nunca. Miré mi esquema de idas y venidas
de los aviones. El vuelo de la 1.20 estaba a punto de llegar. De golpe lo
escuché. Recién cuando pasó por encima de casa comprobé que llegaba con tres
minutos de retraso. Entonces sonó el timbre de la puerta y mi madre fue a abrir.
-Emily, ¿cómo estás?
-Hola, Katty. Yo ando
bien. ¿Y vos?
Era mi abuela, que ya
estaba muy vieja. Después las escuché hablar sin entender lo que decían, cosa
que agradecí. Pero a los cinco minutos las escuché cruzar el comedor en
dirección a mi dormitorio.
-Los voy a enterrar a
todos -decía mi abuela. -¿Dónde está el muchacho?
Y abrió la puerta de mi
cuarto.
-Hola, Henry -me saludó.
-Tu abuela vino para
ayudarte -explicó mi madre.
La vieja sacó un gran
crucifijo de plata de su bolso y lo puso en la mesita.
-Ella vino a ayudarte,
Henry…
Mi abuela tenía más
verrugas que nunca y estaba más gorda. Parecía invencible, como si nunca fuera
a morirse. Ya estaba tan vieja que no tenía sentido que se muriera.
-Ponete boca abajo, Henry
-dijo mi madre.
Me puse boca abajo y pude
ver de reojo cómo empezaba a balancear el enorme crucifijo de plata. Yo ya
hacía dos años que no quería saber nada con la religión. Me parecía que aunque
lo que dijeran fuera verdad, idiotizaban a la gente. Y si no era verdad, la idiotizaban
peor.
Pero eran mi abuela y mi
madre, y las dejé sacarse el gusto. El crucifijo se movía pendularmente sobre
los granos de mi espalda.
-Dios -rezó mi abuela-,
¡sacá al diablo del cuerpo de este pobre muchacho! ¡Mirale las llagas! Me enferman.
¡Dios! ¡Miralas! ¡Es el diablo, Dios mío, que está metido en el cuerpo de este
pobre muchacho! ¡Sacáselo, Señor!
-¡Sacale al diablo del
cuerpo, Señor! -repitió mi madre.
Lo que yo necesito es un
buen doctor, pensé. ¿Qué les pasa a estas mujeres? ¿Por qué no me dejan solo?
-Dios -dijo mi abuela-, ¿por
qué permitís que el diablo viva en este cuerpo? ¿No estás viendo cómo le chupa
las llagas? Mirá esas llagas, Oh Señor. ¡Nada más que de verlas me dan ganas de
vomitar! ¡Son enormes y rojas y están llenas de peste!
-¡Sacá al diablo del
cuerpo de mi hijo! -chilló mi madre.
-¡Que Dios nos libre de
este diablo! -chilló mi abuela.
Y me clavó el crucifijo en
el medio de la espalda. Sentí cómo me brotaba una sangre caliente que de golpe
se heló. Entonces me di vuelta y me senté en la cama.
-¿Qué carajo están
haciendo?
-¡Estoy haciendo un
agujero para que Dios pueda sacar al diablo por allí! -dijo mi abuela.
-Bueno -dije-, lo que yo
quiero es que las dos se vayan de aquí. ¡Rápido! ¿Me entendieron?
-¡Todavía está poseído!
-dijo mi abuela
-¡LLÉVENSE A SU MALDITO
INFIERNO DE AQUÍ! -aullé.
Entonces ellas se fueron,
enloquecidas y molestas, y cerraron la puerta.
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