25 / EL HIJO DEL
RABINO
…¿Te acuerdas de Jitomir, Vassili? ¿Te acuerdas, Vassili, del río Téterev,
y de aquella noche en que el joven sábado se deslizaba a lo largo del
crepúsculo, aplastando con sus tacones rojos las estrellas?
La fina medialuna bañaba sus puntas en las aguas negras del Téterev. El
gracioso Guedali, fundador de la IV Internacional, nos llevó a casa del rabino
Motale Bratslavski para la oración de la tarde. El gracioso Guedali balanceaba
las plumitas de gallo de su sombrero de copa en la semipenumbra rojiza de la
tarde. En el cuarto del rabino parpadeaban las pupilas rapaces de las velas.
Inclinados sobre sus libros de oraciones, unos judíos de anchas espaldas gemían
en voz baja y el viejo bufón de los sabios de Chernobyl hacía tintinear monedas
de cobre en sus bolsillos rotos.
…¿Te acuerdas todavía de aquella noche, Vassili…? Afuera relinchaban los
caballos y se oían los gritos de los cosacos. El desierto de la guerra
bostezaba más allá de la ventana y el rabino Motale Bratlavski aferraba con sus
dedos huesudos su taleth de seda blanca y rezaba junto a la pared de
Oriente. Luego se descorrieron las cortinas del arca y al fúnebre brillo de las
velas vimos los rollos de la Torah envueltos en terciopelo púrpura y seda azul
pálido. Inclinado sobre los pergaminos, vimos, inanimado, como sin vida, el
hermoso rostro de Ilia, el hijo del rabino, el último príncipe de la dinastía…
Han pasado Vassili, dos días desde que los regimientos del XII ejército
dejaron descubierto el frente en Kovel. Antes de ayer tronaba insolente sobre
la ciudad el cañoneo de los vencedores. Nuestras tropas se habían dispersado y
entremezclado. El tren de la Sección Política se alejaba, en retirada, sobre
los campos muertos. Y una Rusia monstruosa, increíble, como un rebaño de
piojos, pasaba al borde de nuestros vagones con un pisoteo de zapatillas. La
turba de campesinos repetía el cuadro familiar de la muerte del soldado.
Saltaban a los estribos de nuestro tren y caían derribados a golpes de culata.
Sólo se oían jadeos, golpes, caídas hacia adelante, y silencio. Después de doce
verstas, cuando ya no me quedaba ni una papa para ellos, les arrojé unas
proclamas de Trotsky. Pero sólo uno alargó su mano, muerta y sucia, para
tomarla. Y reconocí a Ilia, el hijo del rabino de Jitomir. Lo reconocí
enseguida, Vassili. Y fue tan terrible ver aquel príncipe, sin pantalones,
encorvado bajo el peso de su mochila que, contra todas las instrucciones, lo
subimos al vagón. Sus rodillas desnudas, torpes como las de una vieja, se
golpearon contra el oxidado hierro de los peldaños. Dos mecanógrafas de grandes
pechos, con blusas de marinero, arrastraron el largo y pudoroso cuerpo del
moribundo. Lo depositaron en un rincón de la redacción, en el suelo. Unos
cosacos de pantalón rojo le arreglaron la ropa caída. Las muchachas contemplaban
sin malicia las partes genitales, la masculinidad marchita y arrugada de aquel
judío desfalleciente. Y yo, que lo había conocido en uno de mis vagabundeos
nocturnos, empecé a recoger los efectos desparramados del soldado rojo Bratlavski.
Todo estaba revuelto: los textos del propagandista y los papeles del poeta
judío. Los retratos de Lenin y Maimónides uno al lado del otro, el abollado
cráneo de hierro de Lenin y la seda pálida de las imágenes de Maimónides. Un
rizo de mujer entre las páginas de las “Conclusiones del VI Congreso del
Partido”, y en los márgenes de unos volantes comunistas había anotadas unas
líneas de versos hebreos. Como una triste lluvia caían sobre mí las páginas del
Cantar de los Cantares y los cartuchos del revólver. Le dije a aquel
adolescente agonizante, echado en el rincón sobre un jergón agujereado:
-Hace unos cuantos meses, un viernes por la noche, el tendero Guedali me
llevó a casa de tu padre, el rabino Motale. Entonces no eras miembro del Partido,
Bratlavski.
-Sí, estaba en el Partido -me contestó el muchacho, más calmado-. Le llegó
el turno a mi letra, la letra B, y la organización me envió al frente…
-¿Y fuiste a parar a Kovel, Ilia?
-Sí, fui a Kovel -gritó, en un impulso desesperado-. Los kulaks habían roto
nuestro frente. Tomé el mando de un regimiento recién formado, pero ya era
tarde. Me faltó artillería.
Murió antes de entrar a Rovno. Estaba muerto, el último príncipe, en medio
de sus poemas y sus filacterias (15).
Lo enterramos durante una parada en una estación olvidada. Y yo, que
escondo con tanta pena las tormentas de mi imaginación, permanecí al lado de mi
hermano hasta su último suspiro.
Notas
(15) Pequeñas cajitas o envoltorios de cuero donde se guardan pasajes de la
Ley. Se fijan a la frente o al brazo izquierdo durante ciertas plegarias.
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