“SER MAESTRO SIGNIFICA
CONSTRUIR EN EL ESPÍRITU Y LA INTELIGENCIA”
En un artículo publicado en la Revista
Argentina en 1931, Julio Cortázar reflexiona sobre la esencia y la misión de un
auténtico docente y señala los frecuentes motivos del fracaso de la profesión.
“En el fondo de todo verdadero maestro existe un santo, y los santos son
aquellos hombres que van dejando todo lo perecedero a lo largo del camino”,
afirma el escritor e intelectual argentino, que también fue profesor, graduado
en letras en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta.
“Escribo para quienes van a ser maestros en un futuro que ya casi
es presente. Para quienes van a encontrarse repentinamente aislados de una vida
que no tenía otros problemas que los inherentes a la condición de estudiante; y
que, por lo tanto, era esencialmente distinta de la vida propia del hombre
maduro. Se me ocurre que resulta necesario, en la Argentina, enfrentar al
maestro con algunos aspectos de la realidad que sus cuatro años de Escuela
Normal no siempre le han permitido conocer, por razones que acaso se desprendan
de lo que sigue. Y que la lectura de estas líneas -que no tiene la menor
intención de consejo- podrá tal vez mostrarles uno o varios ángulos
insospechados de su misión a cumplir y de su conducta a mantener.
Ser maestro significa estar en posesión de los medios conducentes a la
transmisión de una civilización y una cultura; significa construir, en
el espíritu y la inteligencia del niño, el panorama cultural necesario para
capacitar su ser en el nivel social contemporáneo y, a la vez, estimular
todo lo que en el alma infantil haya de bello, de bueno, de aspiración a la
total realización. Doble tarea, pues: la de instruir, educar, y la de
dar alas a los anhelos que existen, embrionarios, en toda conciencia
naciente. El maestro tiende hasta la inteligencia, hacia el espíritu y
finalmente, hacia la esencia moral que reposa en el ser humano. Enseña
aquello que es exterior al niño; pero debe cumplir asimismo el hondo viaje
hacia el interior de ese espíritu y regresar de él trayendo, para maravilla de
los ojos de su educando, la noción de bondad y la noción de belleza: ética y
estética, elementos esenciales de la condición humana.
Nada de esto es fácil. Lo hipócrita debe ser desterrado, y he aquí el
primer duro combate; porque los elementos negativos forman también parte de
nuestro ser. Enseñar el bien, supone la previa noción del mal, permitir
que el niño intuya la belleza no excluye la necesidad de hacerle saber lo no
bello. Es entonces que la capacidad del que enseña -yo diría mejor:
del que construye descubriéndose pone a prueba. Es entonces que un
número desoladoramente grande de maestros fracasa. Fracasa
calladamente, sin que el mecanismo de nuestra enseñanza primaria se entere de
su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había tenido jamás el
concepto de su misión. Fracasa tornándose rutinario, abandonándose a lo
cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más, rindiendo rigurosa
cuenta de la conducta y disciplina de sus alumnos. Fracasa convirtiéndose en lo
que se suele denominar «un maestro correcto». Un mecanismo de relojería, limpio
y brillante, pero sometido a la servil condición de toda máquina.
Algún maestro así habremos tenido todos nosotros. Pero ojalá que quienes
leen estas líneas hayan encontrado también, alguna vez, un verdadero maestro.
Un maestro que sentía su misión; que la vivía. Un maestro como deberían
ser todos los maestros en la Argentina.
Lo pasado es pasado. Yo escribo para quienes van a ser educadores. Y la
pregunta surge, entonces, imperativa: ¿Por qué fracasa un número tan elevado de
maestros? De la respuesta, aquilatada en su justo valor por la nueva
generación, puede depender el destino de las infancias futuras, que es como
decir el destino del ser humano en cuanto sociedad y en cuanto tendencia
al progreso.
¿Puede contestarse la pregunta? ¿Es que acaso tiene respuesta?
Yo poseo mi respuesta, relativa y acaso errada. Que juzgue quien me
lee. Yo encuentro que el fracaso de tantos maestros argentinos obedece a
la carencia de una verdadera cultura que no se apoye en el mero acopio de
elementos intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento
de la esencia humana, de aquellos valores del espíritu que nos elevan por sobre
lo animal. El vocablo «cultura» ha sufrido como tantos otros, un largo
malentendido. Culto era quien había cumplido una carrera, el que había leído
mucho; culto era el hombre que sabía idiomas y citaba a Tácito; culto era el
profesor que desarrollaba el programa con abundante bibliografía auxiliar. Ser
culto era -y es, para muchos- llevar en suma un prolijo archivo y recordar
muchos nombres…
Pero la cultura es eso y mucho más. El hombre -tendencias filosóficas
actuales, novísimas, lo afirman a través del genio de Martín Heidegger- no es
solamente un intelecto. El hombre es inteligencia, pero también
sentimiento, y anhelo metafísico, y sentido religioso. El hombre es un
compuesto; de la armonía de sus posibilidades surge la perfección. Por
eso, ser culto significa atender al mismo tiempo a todos los valores y
no meramente a los intelectuales. Ser culto es saber el sánscrito, si
se quiere, pero también maravillarse ante un crepúsculo; ser culto es llenar
fichas acerca de una disciplina que se cultiva con preferencia, pero también
emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir el íntimo secreto de un
verso o de un niño. Y aún no he logrado precisar qué debe entenderse por
cultura; los ejemplos resultan inútiles. Quizá se comprendiera mejor mi
pensamiento decantado en este concepto de la cultura: la actitud integralmente
humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo estudio y de una amplia
visión de la realidad.
Así tiene que ser el maestro.
Y ahora, esta pregunta dirigida a la conciencia moral de los que se
hallan comprendidos en ella: ¿Bastaron cuatro años de Escuela Normal para
hacer del maestro un hombre culto?
No; ello es evidente. Esos cuatro años han servido para integrar parte
de lo que yo denominé más arriba «largo estudio»; han servido para enfrentar la
inteligencia con los grandes problemas que la humanidad se ha planteado y ha
buscado solucionar con su esfuerzo: el problema histórico, el científico, el
literario, el pedagógico. Nada más, a pesar de la buena voluntad que hayan
podido demostrar profesores y alumnos; a pesar del doble esfuerzo en procura de
un debido nivel cultural.
La Escuela Normal no basta para hacer al maestro. Y quien, luego
de plegar con gesto orgulloso su diploma, se disponga a cumplir su tarea sin
otro esfuerzo, ese es desde ya un maestro condenado al fracaso. Parecerá cruel
y acaso falso; pero un hondo buceo en la conciencia de cada uno probará que es
harto cierto. La Escuela Normal da elementos, variados y generosos, crea la
noción del deber, de la misión; descubre los horizontes. Pero con los
horizontes hay que hacer algo más que mirarlos desde lejos: hay que
caminar hacia ellos y conquistarlos.
El maestro debe llegar a la cultura mediante un largo estudio. Estudio de lo
exterior, y estudio de sí mismo. Aristóteles y Sócrates: he ahí las dos
actitudes. Uno, la visión de la realidad a través de sus múltiples
ángulos; el otro, la visión de la realidad a través del cultivo de la propia
personalidad. Y, esto hay que creerlo, ambas cosas no se logran por separado.
Nadie se conoce a sí mismo sin haber bebido la ciencia ajena en inacabables
horas de lecturas y de estudio; y nadie conoce el alma de los semejantes sin
asistir primero al deslumbramiento de descubrirse a sí mismo. La cultura
resulta así una actitud que nace imperceptiblemente; nadie puede despertarse
mañana y decir: «Sé muchas cosas y nada más». La mejor prueba de cultura
suele darla aquel que habla muy poco de sí mismo; porque la cultura no es una
cosa, sino que es una visión; se es culto cuando el mundo se nos ofrece con la
máxima amplitud; cuando los problemas menudos dejan de tener consistencia;
cuando se descubre que lo cotidiano es lo falso, y que sólo en lo más puro, lo
más bello, lo más bueno, reside la esencia que el hombre busca. Cuando se
comprende lo que verdaderamente quiere decir Dios.
Al salir de la Escuela Normal, puede afirmarse que el estudio recién
comienza. Queda lo más difícil, porque entonces se está solo, librado a la
propia conducta. En el debilitamiento de los resortes morales, en el
olvido de lo que de sagrado tiene el ser maestro, hay que buscar la razón de
tantos fracasos. Pero en la voluntad que no reconoce términos, que no sabe de
plazos fijos para el estudio, está la razón de muchos triunfos. En la
Argentina ha habido y hay maestros: debería preguntárseles a ellos si les bastaron
los cuatro años oficiales para adquirir la cultura que poseen. «El genio -dijo
Buffon- es una larga paciencia». Nosotros no requerimos maestros geniales;
sería absurdo. Pero todo saber supone una larga paciencia.
Alguien afirmó, sencillamente, que nada se conquista sin
sacrificio. Y una misión como la del educador exige el mayor
sacrificio que puede hacerse por ella. De lo contrario, se permanece en el
nivel del «maestro correcto». Aquéllos que hayan estudiado el magisterio y
se hayan recibido sin meditar a ciencia cierta qué pretendían o qué esperaban
más allá del puesto y la retribución monetaria, esos son ya fracasados y nada
podrá salvarlos sino un gran arrepentimiento. Pero yo he escrito estas
líneas para los que han descubierto su tarea y su deber. Para los que
abandonan la Escuela Normal con la determinación de cumplir su misión. A ellos
he querido mostrarles todo lo que les espera, y se me ocurre que tanto
sacrificio ha de alegrarnos. Porque en el fondo de todo verdadero maestro
existe un santo, y los santos son aquellos hombres que van dejando todo lo
perecedero a lo largo del camino, y mantienen la mirada fija en un horizonte
que conquistar con el trabajo, con el sacrificio o con la muerte.
Texto completo de “Esencia y misión del maestro” – Revista
Argentina (1939)
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