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NIETZSCHE Y LA MÚSICA

por Carlos Javier González Serrano
En su esfuerzo por fomentar el acercamiento y estudio de la filosofía, la madrileña editorial Fórcola publica un notable ensayo del escritor y crítico musical Blas Matamoro, que se ocupa de un asunto del todo fundamental: Nietzsche y la música. No es la primera vez que Matamoro practica este tipo de atractiva disección; suyos son también los libros Marcel Proust y la música o Thomas Mann y la música. En esta ocasión pone su atención sobre un autor que, tanto en su vida como en sus escritos, resaltó la importancia del “supremo arte” a la hora de desarrollar, efectuar y ahondar en la vida.

En efecto, la música supuso para Nietzsche un apoyo biográfico que coadyuvó al nacimiento de numerosas de sus obras. Conocida por todos es la peculiar relación que mantuvo con Richard Wagner (también con su esposa Cosima), un influjo del que jamás logró emanciparse, así como su conflictivo y reactivo trato con la doctrina de Schopenhauer, a quien, sin embargo, siguió en lo fundamental en sus aseveraciones sobre la música. Elocuente es sin duda la cita que encabeza el texto de Matamoro, flechazo que un ya muy maduro Nietzsche envía, como declaración de intenciones -pasadas y futuras- a su amigo y confesor Peter Gast: “La vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio”.

Desde las primeras líneas de este agradable escrito, que se lee de principio a fin con verdadera fruición, Matamoro nos pone sobre la pista de un polifacético Nietzsche, que no es escritor, ni poeta, ni músico, ni filósofo, sino todo a la vez, en una suerte de incandescente genialidad que desborda con mucho, y hace insuficientes, los límites de las categorizaciones que al uso suelen emplearse para elogiar el trabajo de una personalidad como la de Nietzsche, tan plásticamente moldeada con el paso del tiempo por las vicisitudes que, paulatinamente, fue en su vida arrostrando. Como muy bien indica Matamoro, es característica de Nietzsche su capacidad para “contradecirse, pensar contra sí mismo, dar gratuitamente, disgustar, volverse superfluo a partir de la entrega al otro”.

Una condición, la de interlocutor de sí mismo, que el propio Nietzsche catalogó de Wanderer (caminante). Él mismo escribiría, en este sentido, uno de sus más contundentes libros, El caminante y su sombra (Der Wanderer und sein Schatten), en el que, con decidida conducta crítica, desea desembarazarse de ciertos prejuicios que Occidente nos ha prestado como hijos suyos, pero que, o bien han de ser redescubiertos en su sentido más originario (practicando un ejercicio de genealogía filosófica y filológica), o bien han de suspenderse hasta ser del todo pensados. A pesar de ello, como escribe Matamoro,

Nietzsche se pasó la vida escribiendo palabras, a sabiendas de que no le iban a conceder acceso a la Verdad: única, absoluta, eterna, inequívoca. Pero el cuerpo, el que baila y canta, le sugirió que el hombre puede imitar su capacidad conformadora, justamente, en la obra de arte.

A pesar de este desmembramiento de la realidad en dos estratos que nunca deberían haber sido dichos, estipulados, afirmados y, de alguna forma, revelados, los de verdad y apariencia, Nietzsche se pone de parte de la tradición heracliteana, frente a la parmenídea, y estipula y predica la radical pluralidad de lo dado, de lo que acontece. No hay hechos, explicará en uno de sus más célebres fragmentos póstumos, sino interpretaciones. Fruto de la quiebra de la distinción entre verdad y apariencia, Nietzsche propondrá una interpretación de la música que, en el fondo, no se adecua a sus más conocidos pensamientos. La música, si bien manifiesta aquella pluralidad a través de la melodía, nos informa, a la vez, de un substrato único que mora en el más hondo interior de nosotros mismos. Así, expresa Nietzsche en Ecce Homo que…

… la música es precisamente el movimiento del sentir, expresado en sonidos, del compositor, es decir: en fin, de un individuo.

Ahora bien, mientras que, por ejemplo, en el maestro Schopenhauer la música supondría una puesta en escena (la más pura y prístina) de una única e inconmensurable voluntad, de la esencia que domina y domeña el mundo, en Nietzsche asistimos a una aparición del todo distinta: la música, en su caso, muestra la cara trágica del universo, entendiendo “tragedia” como un poner cara al franco y continuo proceso de nacimiento y destrucción que parece darse en la realidad. Encontramos en este sentido la ya clásica distinción nietzscheana entre una parcela ejecutada por Apolo, y otra, muy distinta, casi antagónica (aunque ambas funcionan como complementarias), protagonizada por Dionisos. Como muy bien escribe Blas Matamoro, “Dioniso lo diviniza todo: el bien y el mal. En tanto, Apolo justifica la vida por la belleza […]. Lo dionísiaco es el retorno a la naturaleza y la negación de la historia”. Y prosigue Matamoro, párrafos más adelante, en una interesante exégesis:

En lo dionisíaco hay un anhelo mítico que en Nietzsche se intenta satisfacer mediante la música. También ella es unidad, es el significante soldado para siempre y desde siempre al significado. […] Cuando escuchamos música y nos fundimos con ella, nos confundimos con la madre, volvemos a su intimidad, a su protección, a nuestra prehistoria. La consecuencia obvia es decir que la música es materna y, por lo tanto, femenina.

La música es, en última instancia, la esencia más pura del arte, y como tal no intenta convencer ni demostrar nada. Como la naturaleza de Dionisos, la música despliega mediante un curioso lenguaje (anímico, a través de la melodía, y matemático, a través de la armonía) cuanto de enfermedad incurable albergamos en ese ente ficcional que la tradición occidental llama “alma”, es decir, todos aquellos movimientos insondables que, a fuerza de vivir ocultos, desean salir a escena. La música, así, no sólo es madre, sino partera (una aseveración que, sin duda, hará mella en Freud). Así, comenta Matamoros que “gracias a la música las pasiones gozan de sí mismas, o sea que se ponen más allá de sí mismas, como sujetos y objetos del gozo”. Aunque los efectos de la música poseen aristas donde esperan sentimientos y experiencias impredecibles. Dionisos impone la lucha cuando la fuerza (Macht) precede al disfrute de la música (hasta el punto de regocijarse en la propia lucha [el viejo e irrenunciable Kampfplatz del que hablara Kant], de gozarla, de venerarla incluso); pero Apolo retorna, como ciudadano desterrado, y reivindica su lugar en el litigio, que es la vida. Como escribía Nietzsche en los últimos estertores de su cordura…

La música me produce ahora unas sensaciones como nunca antes. Me libera de mí mismo, me devuelve a la sobriedad, como si yo me observara desde su lejanía, hipersensible.

Blas Matamoro escribe en Nietzsche y la música un libro tan compendioso en lo dogmático como prolijo en los detalles, tarea compleja, titánica, dada la amplitud del asunto. Un esfuerzo con el que el lector será ampliamente recompensado, al asistir a la compleja y nada lineal relación que Nietzsche mantuvo con el arte de “mover el alma”. Matamoro se ocupa de una rica pluralidad de temas que aborda con pluma de ensayista, historiador y cronista, y aporta detalles y descripciones que quizá pocos conozcan, como los nexos que el filósofo alemán mantuvo con diversos compositores (coetáneos o no), así como la peculiar y enrabietada relación que guardó con las “mujeres de su vida” (Cosima, Lou von Salomé, las soprano Emma Nevada o Lili Lehmann, así como las propias madre y hermana del pensador).

(El vuelo de la lechuza / 2-10-2015)

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