por Silvina Friera
“No sé quién soy,
/ no tengo nombre”, dice la voz extraviada de la madre, llamada
Cleofé, como el título del poema. La voz de la hija –atravesada por la “lengua
madre”- vuelve a pasar por su corazón los ecos de una identidad desgarrada. O a
prestar oído para, como escribirá en otro poema, “sentir en carne viva/
que toda madre lleva una mujer colgada al cuello”. La Poesía
reunida de María Teresa Andruetto, publicada en Ediciones en
Danza, se despliega en las voces y en las vidas de otras y otros: Cleofé, la
madre biológica; la poeta Beatriz Vallejos, una especie de “madrecita” poética;
Patti Smith y esa frase emblema “Jesús murió por los pecados de alguien, no por
los míos”; y el diálogo con un Cesare Pavese imaginario. La poeta polifónica
–una simultaneidad de sonidos diferentes que los lectores percibimos como una
unidad- intuye que los muertos y las pérdidas son herencias que se diseminan en
los poemas con ánimo de narrar y ganar una modesta batalla contra el olvido.
“Tere” –como la
llaman amigos y lectores en la lengua de los afectos- es la escritora
desobediente que en marzo de este año puso de pie al público en el
teatro Del Libertador San Martín, durante el cierre del VIII Congreso
Internacional de la Lengua Española (CILE) en Córdoba. La narradora,
poeta y ensayista –autora de las novelas La mujer en cuestión, Lengua
madre y Stefano, entre otras- ganó en 2012 el
premio Han Christian Andersen, considerado el pequeño Nobel de la literatura
infantil y juvenil. Ahora reunió en un único volumen los seis libros
de poesía que publicó entre 1993 y 2017. El libro comienza con varios poemas
inéditos y continúa con Cleofé (2017), Sueño americano (2008), Beatriz (2005), Kodak (2001), Pavese
y otros poemas (1998) y Palabras al rescoldo (1993).
“La poesía de Andruetto regresa al origen de todos los relatos donde debe
hallarse la voz de Scheherezade, el habla de una mujer que burla y dilata la
muerte con belleza, que conjura la violencia y celebra y alimenta, la que urde
la trama de todas las historias y cuenta cada día y canta los días”, plantea
Jorge Monteleone en el prólogo.
La sonrisa de “Tere”
acaricia a los que almuerzan en el restaurante de un hotel sobre la avenida de
Mayo. Cualquier drama doméstico parece insignificante o absurdo cuando ella
sonríe. “Me impactó la idea de hacer Poesía reunida porque uno
la piensa en el final de una vida y yo quiero que todavía no sea el final; pero
ahora veo ediciones reunidas de poetas más jóvenes –cuenta la escritora a Página/12-.
Me gratificó mucho el ofrecimiento del editor Javier Cófreces. El libro tiene
cierto cuerpo o sea que no ha sido tan poca la poesía que publiqué. Javier
quiso poner al final unas fotos que son muy personales. Las fotos remiten a
algunas escenas que aparecen en los poemas. Cuando leí el prólogo que escribió
Jorge Monteleone, quedé muy impactada por la profundidad con la que leyó todo;
dice unas cosas tan reveladoras que hasta yo misma me sorprendí por lo que
Jorge vio en la escritura”.
Tanto en “Cleofé”
como “Beatriz”, dos de tus libros de poemas con nombres de mujeres, aparecen
dos voces que establecen un diálogo. ¿Por qué en tu poesía siempre hay un
diálogo con otra u otro?
En esos dos libros es
indudable ese diálogo; pero también está en un libro muy anterior, Pavese
y otros poemas, donde hay una conversación con un Pavese imaginario. En
mi poesía aparecen ecos de lo real. Hay mucho diálogo entre dos mujeres y
por eso me gusta mucho esa frase de Hélène Cixous, que cito en Cleofé,
antes de las “Conversaciones con mi madre”, que dice: “la lengua que se hablan
las mujeres cuando nadie las escucha para corregirlas”. En mi caso, esa idea de
diálogos funciona con diálogos reales o internos con otras y otros que están en
mí, a veces autores leídos. Y está la pregnancia de las palabras de los otros
en mí. Yo escribo con los otros; muchas veces son lecturas y otras
veces son palabras de otros oídas alguna vez. En La mujer en
cuestión todo lo que le dicen al informante son cosas que alguna vez
escuché; es como si tuviera un archivo sonoro, me quedan frases de poemas,
palabras de otros, y entran de un modo pastiche en mí, en el sentido de que se
cruzan el registro elevado con el habla popular.
“Cleofé” y “Beatriz”
comparten un tema doloroso que atraviesa esas conversaciones: la desmemoria.
Cuando presentamos el
libro en Córdoba, alguien me preguntó algo en relación a Cleofé y Beatriz y
ahí me di cuenta de que Beatriz es como una precuela de
“Conversaciones con mi madre”, en el sentido en que yo tuve dos momentos de
encuentro con la poeta Beatriz Vallejos: en una época cuando estaba bien, en
2001, y después en 2004, cuando empezaba a perderse. Hay un poema en Beatriz que
empieza: “¿Cómo está Teresa?/ ¿Escribe?”. Ella me recibió como quien era yo,
pero después en el curso de la conversación me preguntó si yo sabía algo de mí…
Ese momento en que la cabeza se va me conmovió mucho. Me acuerdo que me senté
en un bar y tomé notas porque estaba muy triste por lo que había presenciado,
sin saber que después a mi mamá le iba a pasar lo mismo. Cleofé y Beatriz están
vinculados con el tema de una mujer que todavía no se ha perdido frente a otra
mayor que ya entra en el desvarío. A veces pienso que Cleofé fue
como llegar a un núcleo de un modo no buscado expresamente: yo me lanzo a
escribir y el camino es el que va abriendo algo. Ese hablar con otras y de
otras, que está en mi poesía y en la narrativa, va yendo cada vez más hacia mí
misma y termino hablando con mi madre, que es el origen y el final. A mi mamá
le hubiera gustado escribir; tenía una linda escritura doméstica; me refiero a
cartas, notas, cosas así. Entonces siento que escribí un libro con mi
madre, porque las palabras en cursiva son de ella y eso está sacado
quirúrgicamente a lo largo de cuatro años de conversaciones.
“¿De qué trabajás?/
Yo trabajo de escribir libros./ ¿Es práctico eso?/ Sí, es
práctico./ Mirá vos qué maravilla”, se lee en el poema “Van
picando”. Hay algo muy luminoso en los desvaríos de tu madre y también en tu
actitud, en el sentido de que tratás de seguirla, ¿no?
Me reconozco en esas
conversaciones con mi madre, de las cuales el libro es una depuración. Intenté
seguirla en ese desvarío porque yo presentía que íbamos hacia alguna parte.
Cuando ella se perdió, se dulcificó muchísimo y seguimos hablando en esa lengua
loca. Lo práctico sobre lo que preguntaba es si daba o no dinero. Mi madre –creo
yo- no hizo la vida que hubiera querido hacer; tenía una subjetividad muy rica
como ama de casa de un pueblo. Había enseñado de chica, aunque solo tenía el
primario, y había sido muy buena maestra. El deseo de escribir y leer se lo
insufló a otros, no solamente a mí, sino también a sobrinas o hijas de amigas.
Algo de eso persistió en su desvarío. Esa expresión “van picando” que ella usa
la entendí como “me han corroído”, “no me han dejado”, “me han puesto
obstáculos”. Durante la escritura de Cleofé, mi madre se hundió en
el Alzheimer y a la vez una de mis hijas fue madre y entonces hay toda una cosa
con las madres y las hijas, que ya era un tema que me atravesaba.
¿Cómo lográs hacer
poesía con el desvarío?
Hay un fuerte trabajo
de edición; siempre que no viajara yo iba todos los días a verla. Los últimos
dos años –hasta que murió en septiembre de 2017- estuvo en una residencia,
cerca de casa. Antes estaba en su pueblo, con cuatro personas, y yo la iba a
ver los fines de semana. A veces grababa con el celular los delirios de mi
madre y los míos incluidos (risas). Después los escuchaba y tomaba notas. Otras
veces recordaba una frase y la anotaba apenas salía. Cuando las personas se
pierden, aparecen como revelaciones filosóficas de la vida. Esto no era exclusivo
de mi madre, aunque en ella yo lo veía mucho porque estaba alimentada de
relatos, había sido muy lectora y le interesaba contar. En el trabajo con la
poesía uno busca cómo romper ciertas jaulas de la lógica, ¿no? Y ahí están
rotas. Esos resplandores están en medio de una cantidad de hojarasca y aprendí
la escucha amorosa con mi madre. Al principio la corregía o le explicaba que
“no era así”… Después yo entraba en su lógica.
¿Por qué en “Sueño
americano” aparece la figura de Patti Smith?
En el 2001 me
invitaron a un congreso de literatura en Kentucky y con una amiga nos fuimos a
Nueva York una semana. En ese momento vi en el Guggenheim una muestra de Robert
Mapplethorpe. De Patti Smith conocía su música, sus letras y algunos poemas;
pero ahí, durante el viaje, pasó algo al ver esas fotos, muchas de ellas
sacadas por él. Fue mucho antes de la publicación de los libros de Patti acá.
Lo que empecé a descubrir es que Patti era de un pueblo, no era de Nueva York;
que quería ser pintora, después música. Que como no tenía qué ponerse para ir a
las fiestas se vistió con un pantalón de él y una blusa de no sé quién, y que
cuando la vio Calvin Klein se quedó asombrado de la elegancia; una elegancia
hecha de retazos y de pobreza. Todo esto me resultaba súper interesante.
También el hecho de que ella se hubiera ido al campo, se hubiera retirado de
todo, con su pareja y sus hijos. Lo que disparó el libro fue el dolor por la
muerte de su pareja y de su hermano. Ella decía que esa rebelde a la que
parecía que todo le daba igual cuidaba a los otros. Yo me reconocí mucho en esa
cosa cuidadora que tengo. Entonces empecé a escribir los poemas, comparando una
chica y otra chica, mi pueblo y el de Patti, aunque no somos de la misma edad
porque ella tiene unos diez años más que yo. Yo vivía en un pueblo que tenía un
ambiente muy chato; iba a clases de piano y pensaba a lo mejor hago otra cosa,
vivo en una gran ciudad, toco un concierto… ese sueño de una niña de respirar
otros aires.
“Tere” se pone de pie
y camina hasta el mostrador del restaurante para avisar que quiere un café. “De
chica me gustaba inventar historias; pero nada de eso tenía que ver con ser
escritora –aclara-. En la adolescencia escribí algunos poemas, pero a los 28
años, cuando tuve un cáncer de cuello de útero recién nacida mi hija más
grande, empecé a escribir mi primera novela y demoré diez años en publicarla.
En esos diez años escribí mucho, más narrativa que poesía”. Los poemas que
escribía al principio, revela Andruetto, eran muy melodramáticos. “Hacia el final
de los años 80 y comienzos de los 90, empecé a leer a los objetivistas y en mi
corazón los crucé con los neorrománticos y ahí se moderó lo lloroso. Pero a la
vez se vuelve más sensible la mirada objetivista, que a mi juicio es muy
fría. Aunque tengo 65 años, me siento más emparentada con los que
tienen diez años menos, porque empecé a publicar tarde y encontré mi voz más
tarde. La escritura es un acto de libertad. Nunca tuve la presión interna del
‘tengo que escribir’, ‘tengo que publicar’”, reconoce la escritora.
Esa libertad que
sentís con la escritura, ¿te permitió acercarte más a lo autobiográfico, por lo
menos desde la poesía?
La poesía es más
autobiográfica. En la narrativa he jugado siempre en un borde donde hay muchos
elementos autobiográficos, aunque nunca es mi vida, sino que aparecen como
esquirlas mezcladas con otras cosas. La novela que estoy escribiendo ahora
tiene que ver con algo autobiográfico. Yo viví seis años en una piecita de
trastos en lo alto de un hotel de citas entre 1977 y 1983. Ahí nació Juana, mi
hija más grande. Ahí tuve una hemorragia, casi me muero y me descubrieron el
cáncer. Un día volvía de un viaje y estaba en el aeropuerto de Córdoba y
alguien me llamaba “Tere”, “Tere”, “Tere” y vi a un hombre que no conocía. Y me
dijo: “Soy Marcelo, del hotel”, porque todos le decíamos “el hotel”. Él me
avisó que había muerto Juan, el último de los tres hermanos que eran dueños del
hotel. Y apareció la voz de alguien que va narrando todo lo que ve en el hotel.
El tema central de la novela es un mosaico de lo humano; una voz en primera
persona que cuenta sobre los abandonados del mundo.
La ficha
María Teresa
Andruetto nació el 26 de enero de 1954 en Arroyo Cabral, hija de un piamontés
que había adherido al movimiento partisano y llegó a Argentina en 1948, y de
una descendiente de piamonteses afincados en la llanura. Se crió en Oliva, en
el corazón de la Córdoba cerealera, un pueblo marcado por la existencia de un
asilo de enfermos mentales que, en tiempos de su infancia, era considerado el
más grande de Sudamérica. En los años ’70 estudió Letras en la Universidad
Nacional de Córdoba y militó en una fracción maoísta del Partido Comunista
Revolucionario. Es autora de las novelas Tama (2003), La
mujer en cuestión (2009), Lengua madre (2010) y Los
manchados (2015); de los libros de cuentos Cacería (2012)
y No a mucha gente la gusta esta tranquilidad (2017); y de los
ensayos Hacia una literatura sin adjetivos (2008). Ha
publicado también nouvelles y cuentos para chicos, como Stefano (2001), Veladuras (2005), El
país de Juan (2005) y La niña, el corazón y la casa (2011),
entre otros. Recibió el Premio SM de Literatura Infantil y Juvenil (2010) y el
Han Christian Andersen en 2012.
(Página 12 / 25-11-2019)
(Página 12 / 25-11-2019)
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