A Madame la Princesa Alexandre de Caraman-Chimay,
cuyas Notas sobre Florencia habrían hecho las delicias de
Ruskin, dedico respetuosamente, como un homenaje de mi
profunda admiración por ella, estas páginas que he reunido porque han sido de
su agrado. M. P.
Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que
aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro
favorito. Todo lo que, al parecer, los llenaba para los demás, y que
rechazábamos como si fuera un vulgar obstáculo ante un placer divino: el juego
al que un amigo venía a invitarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el
rayo de sol molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a
cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevar y que dejábamos
a nuestro lado sobre el banco, sin tocarla siquiera, mientras que, por encima
de nuestra "cabeza, el sol iba perdiendo fuerza en el
cielo azul, la cena a la que teníamos que llegar a tiempo y durante la cual no
pensábamos más que en subir a terminar, sin perder un minuto, el capítulo
interrumpido; todo esto, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos
percibir otra cosa que su importunidad, dejaba por el contrario en nosotros un
recuerdo tan agradable (mucho más precioso para nosotros, que aquello que
leíamos entonces con tanta devoción), que, si llegáramos ahora a hojear
aquellos libros de antaño, serían para nosotros como los únicos almanaques que
hubiéramos conservado de un tiempo pasado, con la esperanza de ver reflejados
en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo.
Quién no recuerda
como yo aquellas lecturas hechas en tiempo de vacaciones, que íbamos a ocultar
sucesivamente en todas las horas del día que eran lo suficientemente apacibles
e inviolables para darles asilo. Por la mañana, al volver del parque, cuando
todo el mundo había salido a "dar un paseo", me deslizaba en el
comedor donde, hasta la hora todavía lejana de almorzar, no entraría nadie más
que la vieja Félicie relativamente silenciosa, y donde no tendría por
compañeros, muy respetuosos de la lectura, más que los platos pintados colgados
en la pared, el calendario cuya hoja de la víspera había sido recién arrancada,
el reloj de pared y el fuego que habla sin esperar respuesta y cuya amable
conversación vacía de sentido no viene, como las palabras de los hombres, a
superponerse a las palabras que estáis leyendo. Me instalaba en una silla,
cerca del pequeño fuego de troncos del que, durante el almuerzo, mi tío
madrugador y jardinero diría: "¡No viene mal! Se soporta bastante bien un
poco de fuego; os aseguro que a las seis hacía frío de verdad en el huerto ¡Y
pensar que sólo faltan ocho días para Pascua!" Antes del almuerzo que, por
desgracia, pondría fin a la lectura, quedaban todavía dos largas horas. De
cuando en cuando, se escuchaba el ruido de la bomba al dejar correr el agua,
que os hacía levantar los ojos hacia ella y observarla a través de la ventana
cerrada, allí, muy cerca, en la única alameda del jardinillo que bordeaba con
ladrillos y azulejos en media luna sus platabandas de pensamientos: unos
pensamientos cosechados, al parecer, en esos cielos tan hermosos, esos cielos
multicolores y como reflejados a través de las vidrieras de la iglesia que a
veces podían verse entre los tejados del pueblo, cielos tristes que aparecían
antes de las tormentas, o después, muy tarde ya. criando el día estaba a punto
de tocar a su fin. Por desgracia la cocinera venía a poner el cubierto con
excesiva antelación; ¡si al menos lo hubiera puesto en silencio! Pero se sentía
en la obligación de decir: "No puede estar cómodo así; ¿quiere que le
acerque una mesa?" Y sólo para responder: "No, gracias", había
que detenerse en seco y hacer volver uno su voz de lo lejos que, labios
adentro, repetía sin ruido, de corrido, todas las palabras que los ojos
acababan de leer; había que detenerla, hacerla salir, y, para decir
decorosamente: "No, gracias", infundirle una credibilidad aceptable y
una entonación de respuesta que había perdido. Transcurría una hora; a menudo,
mucho antes de la hora del almuerzo, empezaban a llegar al comedor los que,
cansados, habían abreviado el paseo, habían "tomado por Méséglise", o
los que no habían salido aquella mañana, pues "tenían que escribir".
Nada más entrar decían educadamente: "No te molestaré", pero acto
seguido empezaban a acercarse al fuego, a consultar la hora, a comentar que el
almuerzo no sería mal recibido. Se prodigaba una particular deferencia a aquel
o a aquella que se habían "quedado a escribir" y les preguntaban:
"¿Ha despachado usted ya su correspondencia?" con una sonrisa mezcla
de respeto, de misterio, de malicia y de reserva, como si aquella
"correspondencia" hubiera sido a la vez un secreto de estado, una
prerrogativa, una suerte y una indisposición. Algunos, sin esperar más, se
sentaban con anticipación a la mesa, en sus respectivos sitios. Aquello era mi
ruina, pues sería un mal ejemplo para los demás invitados, que creerían que ya
era mediodía y harían pronunciar demasiado pronto a mis padres la frase fatal:
"Venga, cierra ya el libro, vamos a comer." Todo estaba listo, todas
las piezas del cubierto dispuestas sobre el mantel donde sólo faltaba que
trajeran, una vez finalizada la comida, el aparato de vidrio en que el tío
horticultor y cocinero hacía él mismo el café en la mesa; un aparato tubular y
complicado como un instrumento de física que oliera bien y donde era tan
agradable ver subir en la campana de vidrio la ebullición repentina que dejaba
a continuación las paredes empañadas de un poso aromático y parduzco; y también
la nata y las fresas que el mismo tío mezclaba, en proporciones siempre
idénticas, deteniéndose exactamente en el rosa ideal con la experiencia de un colorista
y la intuición de un goloso. ¡Qué largo se me hacía el almuerzo! Mi tía abuela
no hacía más que probar los platos para dar su opinión con una calma que
soportaba, pero no admitía, la contradicción. Si se trataba de una novela, o de
versos, cosas en las que era una entendida, se sometía siempre, con humildad de
mujer, a la opinión de las personas más competentes. Pensaba que aquello
pertenecía al dominio fluctuante del capricho, donde el gusto de uno solo no
puede establecer la verdad. Pero sobre aquellas cosas cuyas reglas y principios
le habían sido enseñados por su madre, sobre la manera de preparar ciertos
platos, de interpretar las sonatas de Beethoven y de recibir a las visitas con
amabilidad, estaba convencida de tener una idea justa de la perfección, y de
distinguir cuando los demás se aproximaban más o menos. En las tres cosas, por
lo demás, la perfección consistía casi en lo mismo: era una especie de
sencillez en los medios, de sobriedad y de encanto. No admitía horrorizada que
se pusieran especias en aquellos platos que no las requieren en absoluto, que
se tocara el piano con afectación y abuso de pedales, que el
"recibir" a alguien no se hiciera con perfecta naturalidad y se
hablara de sí mismo con exageración. Al primer bocado, a las primeras notas, en
una simple tarjeta de visita, pretendía ya saber si tenía que vérselas con una
buena cocinera, con un verdadero músico, o con una mujer bien educada.
"Puede que tenga una digitación mejor que la mía, pero demuestra no tener
gusto al tocar con tanto énfasis un andante tan sencillo." "Quizá sea
una mujer muy brillante y llena de otras muchas cualidades, pero es una falta
de tacto hablar de sí mismo en semejante circunstancia." "Quizá sea
una cocinera muy experimentada, pero no sabe preparar el bistec con
patatas." ¡El bistec con patatas! fragmento ideal para un certamen,
difícil por su misma sencillez, especie de Sonata patética de
la cocina, equivalente gastronómico de lo que representa en la vida de sociedad
la visita de una dama que viene a pediros informes sobre un criado, y que en
una acción tan simple puede demostrar tanto tacto y educación, corno que carece
de ambos. Mi abuelo tenía tanto amor propio, que le hubiese gustado que todos
los platos estuviesen en su punto, y entendía tan poco de cocina que nunca
sabía cuando un plato había salido mal. Estaba dispuesto a admitir que en
ocasiones no saliesen bien, muy rara vez por lo demás, y únicamente por un puro
efecto del azar. Las críticas siempre justificadas de mi tía abuela, dando por
supuesto, por el contrario, que la cocinera no había sabido preparar tal plato,
no podían dejar de parecer particularmente intolerables a mi abuelo. A menudo,
para evitar discusiones con él, después de haber probado el plato apenas con
los labios, no daba su parecer, cosa que, por lo demás, nos indicaba claramente
que éste era desfavorable. Permanecía muda, pero nosotros leíamos en sus dulces
ojos una desaprobación inquebrantable y legítima que tenía la virtud de sacar
de quicio a mi abuelo. Este le rogaba irónicamente que diera su opinión, se
impacientaba con su silencio, la acosaba a preguntas, se enfurecía, pero era
evidente que antes se habría dejado conducir al martirio que hacerla confesar
la creencia de mi abuelo: que el pastel no estaba demasiado azucarado.
Después del
almuerzo, volvía a retomar mi lectura inmediatamente; sobre todo si el día era
demasiado caluroso, subíamos "a retirarnos a la habitación", lo que
me permitía, por la pequeña escalera de peldaños simétricos, alcanzar
rápidamente la mía, en el único piso tan bajo que desde la ventana abierta
bastaba con un pequeño salto para encontrarse en la calle. Me dirigía a cerrar
mi ventana sin poder evitar el saludo del armero de enfrente, que con el
pretexto de bajar sus toldos, salía todos los días después del almuerzo a
fumarse un cigarrillo delante de su puerta y saludar a los transeúntes que, en
ocasiones, se detenían a charlar. Las teorías de William Morris, que con tanta
constancia han sido aplicadas por Maple y los decoradores ingleses, dictaminan
que una habitación no puede ser hermosa más que a condición de contener
exclusivamente aquellos objetos que nos sean de alguna utilidad, y que
cualquier cosa útil, ya fuera un simple clavo, no tiene que estar disimulada,
sino bien a la vista. A la cabecera de la cama de armazón de cobre y sin ningún
adorno, en las paredes desnudas de estas higiénicas habitaciones, algunas
reproducciones de obras maestras. Juzgándola de acuerdo con los principios de
esta estética, mi habitación no era hermosa en absoluto, pues estaba repleta de
objetos que no podían servir para nada y disimulaba púdicamente, hasta
convertir su uso en algo extraordinariamente complicado, los que servían para
algo. Pero eran precisamente aquellos objetos que no estaban en función con mi
comodidad, sino que más bien parecían haber llegado allí por su capricho, los
que hacían que mi habitación me pareciese hermosa. Aquellas enormes cortinas
blancas que ocultaban a las miradas la cama, escondida como en el interior de
un santuario; el revoltijo formado por el edredón de muselina, el cubrecama de
flores, la colcha bordada, las fundas de almohada de batista, bajo la que
desaparecía el día, como un altar en el mes de María bajo los festones y las
flores, y que, al anochecer, para poder acostarme, depositaba con precaución
sobre un sillón donde consentían en pasar la noche; al lado de la cama, la
trinidad compuesta por un vaso con motivos azules, un azucarero parecido y una
vasija (siempre vacía desde el día siguiente a mi llegada, por orden de mi tía
que temía que la "derramase"), especies de instrumentos de culto
–casi tan santos como el precioso licor de azahar que había junto a ellos en un
frasquito de cristal– que nunca me hubiera permitido profanar ni pensado en la
posibilidad de utilizarlos para mi uso personal, como si se tratara de cálices
consagrados, pero que observaba detenidamente antes de desnudarme, por miedo a
volcarlos con un falso movimiento; aquellas pequeñas estolas caladas de
ganchillo que ponían en el respaldo de los sillones un manto de rosas blancas a
las que no debían faltar sus correspondientes espinas, ya que cada vez que
había terminado de leer y quería levantarme, me había quedado prendido de
ellas; aquella campana de cristal, en cuyo interior, aislado de vulgares
contactos, el reloj susurraba en la intimidad a unas caracolas venidas de lejos
y a una ajada flor sentimental, pero que era tan pesada de levantar que, cuando
el reloj se paraba, nadie, excepto el relojero, hubiera cometido la imprudencia
de atreverse a darle cuerda; aquel blanco mantel de encaje que, colocado como
un paño sagrado sobre una cómoda adornada con dos jarrones, una imagen del
Salvador y un boj bendito, la hacían parecer un altar (un reclinatorio, que
ponían allí todos los días después de haber "terminado la habitación",
contribuía a evocar esta idea), pero cuyos flecos enredados siempre en la
ranura de los cajones, los atascaban de tal forma que nunca podía coger un
pañuelo sin que se cayeran a la vez imagen del Salvador, cálices y boj bendito,
y sin tropezar yo mismo, agarrándome para no caer al reclinatorio; en fin,
aquella triple superposición de cortinillas de estameña, grandes cortinas de
muselina y otras mayores todavía de bombasí, siempre resplandecientes en su
blancura de majuelo demasiado expuesto al sol, pero en el fondo bastante
molestas por su torpeza y su terquedad a correr por las guías de madera
paralelas y enredarse las unas en las otras y todas en la ventana en cuanto
intentaba abrirla o cerrarla, siempre una segunda cortina dispuesta, si conseguía
desenredar la primera, a tomar inmediatamente su lugar en las junturas,
trabadas tan completamente como lo hubiesen estado por un matorral de
auténticos majuelos, o por nidos de golondrinas que hubieran tenido el capricho
de instalarse allí, de manera que esta operación, en apariencia tan sencilla,
consistente en abrir o cerrar mi ventanal, no conseguía culminarla nunca sin la
ayuda de alguien de la casa; todos aquellos objetos, que no sólo no podían
responder a ninguna de mis necesidades, sino que añadían incluso alguna
dificultad, por lo demás ligera, a su satisfacción, que de toda evidencia jamás
habían estado allí para el servicio de alguien, poblaban mi habitación de
pensamientos de alguna manera personales, con ese aspecto de predilectos, de haber
escogido vivir allí y congratularse de ello, que tienen a menudo, en un
calvero, los árboles, y, al borde de los caminos o sobre viejas tapias, las
flores. Aquellos objetos la llenaban de una vida silenciosa y plural, de un
misterio en el que mi persona se encontraba a la vez perdida y fascinada;
hacían de aquella habitación una especie de capilla donde el sol –cuando pasaba
a través de las pequeñas cristaleras rojas que mi tío había intercalado en la
parte alta de las ventanas–, después de haber teñido de rosa el majuelo del
cortinaje, salpicaba las paredes de resplandores tan extraños corno si la
pequeña capilla hubiese estado en el interior de una gran nave con vidrieras; y
donde el ruido de las campanas llegaba con tanto estrépito a causa de la proximidad
entre nuestra casa y la iglesia, a la que por lo demás, durante la fiesta
mayor, las estaciones sacramentales nos unían por un camino de flores, que
podía imaginarme que sonaban en nuestro tejado, justo encima de la ventana
desde donde saludaba a menudo al cura con su breviario, a mi tía volviendo de
vísperas o al monaguillo que nos traía el pan bendito. En cuanto a la
fotografía de La Primavera de Botticelli por Brown, o al
vaciado de la Mujer desconocida del museo de Lille, que, en
las paredes y sobre la chimenea de las habitaciones de Maple, son el margen
concedido por William Morris a la inútil belleza, debo confesar que en mi
habitación habían sido sustituidas por una especie de grabado representando al
príncipe Eugenio, terrible y hermoso bajo su dormán, y que me asombró encontrar
una noche, entre el estruendo de las locomotoras y el granizo, igual de
terrible y hermoso, a la puerta de la fonda de la estación anunciando una
especialidad de bizcochos. Me imagino ahora que sería algún obsequio hecho a mi
abuelo por algún fabricante generoso, antes de venir a parar para siempre a mi
habitación. Pero entonces no me preocupaba su origen, que me parecía histórico
y misterioso, y no podía imaginarme que pudieran existir varios ejemplares de
aquella imagen que yo trataba como a una persona, como un habitante permanente
de la habitación que yo compartía con él y con el que volvía a encontrarme año
tras año, siempre idéntico a sí mismo. Hace ya mucho tiempo que no le veo, y
supongo que no volveré a verle más. Pero si la fortuna hiciera que me lo
encontrase, creo que tendría bastantes más cosas que decirme que La
Primavera de Botticelli. Dejo para las personas de buen gusto el
trabajo de adornar sus viviendas con las reproducciones de las obras de arte
que admiran, y aliviar así a su memoria del esfuerzo de recobrar una imagen
preciosa confiándola a un marco de madera labrada. Dejo para las personas de
buen gusto el trabajo de configurar su habitación a su imagen y semejanza y
amueblarla únicamente con aquellos objetos con que se sienten identificados.
Por lo que a mí respecta, sólo soy capaz de vivir y de pensar en una habitación
donde todo es producto de la creación y del lenguaje de unas vidas
profundamente diferentes a la mía, de un gusto opuesto al mío, donde no pueda
encontrar nada que me recuerde a mi pensamiento consciente, donde mi
imaginación se exalta sintiéndose zambullir en las profundidades de una
personalidad extraña; y no me siento feliz más que cuando pongo los pies –bien
sea en el Paseo de la Estación, en el Puerto o en la Plaza de la Iglesia– en
uno de esos hoteles de provincia de interminables corredores fríos, donde el
viento que entra de la calle hace inútiles los esfuerzos del calorífero, donde
el plano ampliado del distrito es como mucho la única decoración de sus
paredes, donde cada ruido sólo sirve para poner de manifiesto el silencio que
rompe, donde las habitaciones conservan un olor a cerrado que la ventilación no
logra suprimir, y que las fosas nasales aspiran cientos de veces, excitando la,
imaginación, que se siente fascinada, que lo toma como modelo e intenta recrear
en ella todos los pensamientos y los recuerdos contenidos en ese olor; donde al
anochecer, cuando uno abre la puerta de su habitación, tiene la sensación de
violar toda la vida que se ha quedado allí dispersa, de tomarla atrevidamente
de la mano cuando, una vez cerrada la puerta, pasamos a su interior, nos
acercamos a la cama o a la ventana; de sentarse en una especie de libre
promiscuidad con ella sobre el canapé fabricado por el tapicero de la capital
imitando lo que él creía que era la moda de París; de tocar por doquier la
desnudez de aquella vida con el propósito de sentir la emoción de su
familiaridad, dejando por todas partes sus objetos personales, enseñoreándose
de esa habitación llena hasta los topes del alma de sus antiguos inquilinos y
que conserva hasta en la forma de los morillos de la chimenea y los dibujos de
las cortinas la huella de su sueño, caminando con los pies descalzos sobre su
irreconocible alfombra; entonces, aquella vida secreta, uno tiene la sensación
de encerrarla consigo cuando se decide, temblando de emoción, a echar el
cerrojo; de acompañarla hasta la cama v de acostarse finalmente con ella entre
las inmensas sábanas blancas que os ocultan el rostro, mientras que, muy cerca,
la iglesia, hace sonar por toda la ciudad las horas del insomnio de los
moribundos y los enamorados.
No llevaba mucho
tiempo leyendo en mi habitación cuando ya había que salir para el parque, a un
kilómetro del pueblo. Pero después del obligado juego, acortaba cuanto podía el
final de la merienda, traída en las cestas y repartida a los niños a la orilla
del río, sobre la hierba donde había dejado el libro con la prohibición de
cogerlo todavía. Un poco más lejos, al atravesar determinados parajes bastante
agrestes y misteriosos del parque, el río dejaba de ser un agua rectilínea y
artificial, con cisnes en la superficie y bordeada de alamedas con estatuas
sonrientes y, de cuando en cuando, carpas saltarinas, precipitaba su curso,
atravesaba a la carrera las lindes del parque, convirtiéndose en un verdadero
río en el sentido geográfico de la palabra –un río que debía de tener un
nombre–, y que enseguida se ensanchaba (pero era realmente el mismo que corría
entre las estatuas y bajo los cisnes) entre los pastos donde dormitaban algunos
bueyes y donde anegaba los botones de oro, especies de praderas pantanosas por
su causa, y que lindando una orilla con el pueblo y sus torres irregulares,
restos, decían, de la Edad Media, se fundían por la otra, por caminos
escarpados cubiertos de escaramujos y de majuelos, con la
"naturaleza" que se perdía en el horizonte, pueblos con otros
nombres, lo ignoro. Dejaba que los demás terminaran de merendar en la parte
baja del parque, junto a los cisnes, y subía corriendo por un laberinto hasta
cualquier enramada donde me sentaba, escondido, pegado a los avellanos podados,
y desde donde podía ver el plantel de espárragos, los fresales, la alberca de
donde los caballos, algunos días, sacaban agua dando vueltas a su alrededor, el
portón blanco que marcaba el "final del parque" por la parte de
arriba, y más allá, los campos de acianos y de amapolas. En aquella enramada el
silencio era profundo, el peligro de ser descubierto casi nulo, la seguridad la
hacían todavía más dulce los gritos lejanos que, desde abajo, me llamaban en
vano, a veces incluso se acercaban, subían los primeros ribazos, buscándome por
todas partes, y luego se volvían, sin haberme encontrado; entonces cesaban los
ruidos; sólo de cuando en cuando el sonido áureo de las campanas a lo lejos,
atravesando los valles, parecían tañer tras el cielo azul, y me hubieran podido
advertir de la hora que acababa de pasar; pero, sorprendido por su dulzura y
turbado por el silencio más profundo todavía que le sucedía, una vez apagado el
sonido de las últimas campanadas, nunca llegaba a estar seguro de su número.
Aquello no era las campanadas estruendosas que oíamos al volver al pueblo
–cuando nos acercábamos a la iglesia que, de cerca, volvía a recobrar su tamaño
destacado y solemne, con su alta cúpula de pizarra donde se posaban los cuervos
recortándose sobre el azul del atardecer– una especie de tañidos secos que
sobrevolaban la plaza "por los bienaventurados de la tierra". Cuando
se las oía en el otro extremo del parque su sonido era débil y agradable y ya
no se dirigían a mí, sino a toda la campiña, a todos los pueblos, a los
campesinos solos en su campo, ni siquiera me hacían levantar la cabeza, pasaban
a mi lado llevando la hora a regiones lejanas, sin verme, sin conocerme y sin
interrumpirme.
Y alguna vez en
casa, en mi cama, mucho después de la cena, las últimas horas de la jornada
abrigaban también mi lectura, aunque esto sólo sucedía los días en que había
llegado a los últimos capítulos de un libro, en que ya no quedaba mucha lectura
para llegar al final. Entonces, afrontando el riesgo al castigo si llegaba a
ser descubierto y el insomnio que, una vez terminado el libro, podía llegar a
prolongarse durante toda la noche, en cuanto mis padres se habían acostado
volvía a encender la lámpara; mientras, allí mismo en la calle, entre la casa
del armero y la estación, bañadas en el silencio, lucían montones de estrellas
en el cielo oscuro y sin embargo azul, y a la izquierda, en la callejuela
empinada donde arrancaba su progresiva y circular ascensión, se sentía velar,
monstruoso y negro, al ábside de la iglesia cuyas esculturas no dormían por la
noche, la iglesia lugareña y no obstante histórica, morada mágica del Señor, de
la hostia consagrada, de los santos policromados y de las damas de los
castillos vecinos que, en los días festivos, después de atravesar el mercado
alborotando a las gallinas y provocando las miradas de las comadres, venían a
misa "en sus carruajes", comprando siempre a la vuelta, en la pastelería
de la plaza, nada más dejar la sombra del porche que los fieles al empujar la
puerta giratoria sembraban de los rubís errantes de la nave, algunos de
aquellos pasteles en forma de torre, protegidos del sol por una cortinilla
–"feos", "San Honoratos" y "almendrados"–, cuyo
olor insubstancial y azucarado asocio a las campanadas de la misa mayor y a la
alegría de los domingos.
Una vez leída la
última página, el libro estaba acabado. Había que frenar la loca carrera de los
ojos y de la voz que los seguía en silencio, deteniéndose únicamente para
volver a tomar aliento con un profundo suspiro. Entonces, para conseguir con
otros movimientos calmar los tumultos desencadenados en mí desde hacía tanto
tiempo, me levantaba, me ponía a andar a lo largo de la cama, con los ojos
todavía fijos en algún punto que en vano hubiéramos buscado dentro de la
habitación o fuera de ella pues estaba situado a una distancia anímica, una de
esas distancias que no se miden por metros o por leguas, como las demás, y que
es por otra parte imposible confundir con ellas cuando se mira a los ojos
"perdidos" de aquellos que están pensando "en otra cosa".
Entonces, ¿qué es lo que pasaba? Aquel libro, ¿no significaba nada más?
Aquellos seres a los que habíamos prestado más atención y ternura que a las
personas de carne y hueso, no atreviéndonos nunca a confesar hasta qué punto
los amábamos, e incluso cuando nuestros padres nos sorprendían leyendo y
parecían reírse de nuestra emoción, cenando el libro con una indiferencia
afectada o un aburrimiento fingido; aquellas personas por las que habíamos
temblado de emoción y sollozado, no volveríamos a verlas, no volveríamos a
saber ya nada de ellas. El autor, desde hacía ya algunas páginas, en el cruel
"Epílogo", había tomado buen cuidado en "distanciarlas" con
una indiferencia inusitada en quien sabía con qué interés se les había seguido
paso a paso hasta aquel momento. El empleo de cada hora de su vida nos había
sido narrado. Y al final, súbitamente: "Veinte años después de estos acontecimientos
podía encontrarse por las calles de Fougéres a un anciano todavía erguido,
etc." Y la boda en la que se habían empleado dos volúmenes para darnos a
entrever su posibilidad deliciosa, alarmándonos y acto seguido regocijándonos
ante cada obstáculo que se interponía en su camino pero que después era
salvado, nos enteramos que había sido celebrada a través de una frase
-intrascendente de un personaje secundario, sin llegar a saber a ciencia cierta
cuándo, en aquel asombroso epílogo escrito al parecer desde las nubes por una
persona indiferente a nuestras pasiones anteriores que había suplantado al
autor. Nos hubiera gustado tanto que el libro continuara y, en el caso de que
esto fuera imposible, saber alguna cosa más de todos aquellos personajes,
conocer algo de sus vidas, emplear la nuestra en cosas que no fuesen tan ajenas
al amor que nos habían inspirado y cuyo objeto de pronto nos faltaba, no haber
amado en vano, durante una hora, a unos seres que mañana no serían más que un
nombre sobre una página olvidada, en un libro sin relación con la vida y sobre
cuyo valor nos habíamos equivocado completamente puesto que su función aquí en
la tierra, ahora lo comprendíamos y nuestros padres nos lo hubieran hecho
saber, si hubiera sido preciso, con una frase desdeñosa, no era en absoluto,
como habíamos creído, la de contener el universo y el destino, sino la de
ocupar un lugar bastante limitado en la biblioteca del notario, entre los
fastos anodinos del Journal de Modes illustr y la Géographie
d'Eure-et Loir .
... Antes de intentar demostrar en el comienzo "De los Tesoros de
los Reyes", por qué a mi parecer la Lectura no debe desempeñar en la vida
el papel preponderante que le asigna Ruskin en esa obrita, debía poner fuera de
toda duda las fascinantes lecturas de la infancia cuyo recuerdo debe ser para
cada uno de nosotros una bendición. Sin duda he demostrado de sobra, por la
longitud y la. forma de exposición que precede, lo que había ya anunciado de
ellas: que lo que dejan sobre todo en nosotros, es la imagen de los lugares y
los días en que las hicimos. No he podido librarme de su sortilegio: queriendo
hablar de ellas, he hablado de cosas que nada tienen que ver con los libros
porque no ha sido de ellos de lo que ellas me han hablado. Pero tal vez los
recuerdos que uno tras otro me han restituido se habrán despertado también en
el lector y le habrán conducido, demorándose por sendas floridas y apartadas, a
recrear en su mente el acto psicológico original llamado Lectura, con
fuerza suficiente como para poder seguir ahora, como si se las hiciera él
mismo, las pocas reflexiones que me quedan por hacer.
Sabemos que
"De los Tesoros de los Reyes" es una conferencia sobre la lectura que
Ruskin dio en el Ayuntamiento de Rusholme, cerca de Manches-ter, el 6 de
diciembre de 1864 para contribuir a la creación de una biblioteca en el
Instituto de Rusholme. El 14 de diciembre pronunciaba una segunda, "De los
Jardines de las Reinas", sobre la función social de la mujer, para
contribuir a fundar escuelas de Ancoats. "Durante todo aquel año de 1864,
dice Collingwood en su admirable obra Life and Work of Ruskin, permaneció at
home, y sólo salía para hacer frecuentes visitas a Carlyle. Y cuando
en diciembre dio en Manchester los cursos que, con el título de Sésamo
y Lirios, se convirtieron en su obra más popular, se hace patente su
buen estado de salud, tanto física como intelectual, en la brillantez de
colorido de su pensamiento. Podemos percibir el eco de sus conversaciones con
Carlyle en el ideal heróico, aristocrático y estóico que propone y en la
insistencia con la que plantea el valor de los libros y de las bibliotecas
públicas. No hay que olvidar que Carlyle fue el fundador de la London
Library..."
Para nosotros, que
no pretendemos más que refutarla en sí misma, sin ocuparnos para nada de sus
orígenes históricos, podemos resumir la tesis de Ruskin con bastante exactitud
en estas palabras de Descartes: "la lectura de todos los buenos libros es
como una conversación con los hombres más ilustres de otros siglos que fueron
sus autores". Ruskin tal vez no llegó a conocer este pensamiento, por lo
demás un poco rancio del filósofo francés, pero es el mismo en realidad que
encontramos por todas partes en su conferencia, teñido únicamente por un dorado
apolíneo que hace derretirse las brumas inglesas, muy parecido a aquel cuya
gloria ilumina los paisajes de su pintor favorito. "Suponiendo, dice, que
tengamos voluntad e inteligencia para escoger bien a nuestros amigos, qué pocos
de nosotros tienen la posibilidad de hacerlo, cuán limitada es la esfera de
elección. No podemos conocer a quien nos gustaría... Podemos, con mucha suerte,
llegar a entrever a un gran poeta y escuchar el sonido de su voz, o hacer una
pregunta a un científico que nos responderá amablemente. Podemos arrebatar diez
minutos de conversación en el gabinete de un ministro, gozar una vez en la vida
del privilegio de la mirada de una reina. Y a pesar de todo codiciamos estos
azares fugaces, gastamos años de nuestra vida, nuestras pasiones y nuestras
facultades en obtener poco menos que eso, mientras que, durante todo ese
tiempo, hay una sociedad en todo momento a nuestro alcance, una sociedad de
personas que hablarían con nosotros tanto como quisiésemos, sin importarles
nuestro rango. Y esta sociedad, tan numerosa y tan educada que podemos tenerla
esperando a nuestro lado todo un día –reyes y gobernantes suelen esperar
pacientemente, no precisamente para conceder audiencia, sino para obtenerla–
nunca vamos a buscarla en esas antecámaras sencillamente amuebladas que son los
estantes de nuestras bibliotecas, jamás escuchamos una palabra de todo lo que
podrían decirnos." "Tal vez me digáis, añade Ruskin, que si preferís
hablar con seres vivos es porque podéis verles el rostro, etc.", y
refutando esta primera objeción, después una segunda, demuestra que la lectura
es precisamente una conversación con hombres mucho más sabios y más
interesantes que todos aquellos que podemos tener la ocasión de conocer en
torno nuestro. He intentado demostrar en las notas que acompañan a este
volumen, que la lectura no puede compararse sin más a una conversación, ya
fuera ésta con el más sabio de los hombres; que la diferencia esencial entre un
libro y un amigo, no es su mayor o menor sapiencia, sino la manera en cómo se
establece la comunicación con ellos, consistiendo la lectura para cada uno de
nosotros, al revés de la conversación, en recibir comunicación de otro
pensamiento pero continuando solos, es decir, sin dejar de disfrutar de la
capacidad intelectual de que se goza en la soledad y que la conversación disipa
inmediatamente, conservando la posibilidad de la inspiración y toda la
fecundidad del trabajo de la mente sobre sí misma. Si Ruskin hubiera sacado
consecuencias de otras verdades que enuncia algunas páginas más adelante, es
probable que hubiese llegado a una conclusión análoga a la mía. Pero
evidentemente su propósito no era llegar hasta el fondo de la idea de lectura. Para
demostrarnos el valor de la lectura, no ha hecho más que contamos una especie
de hermoso mito platónico, con esa simplicidad con que los Griegos nos han
descubierto casi todas las ideas verdaderas, mientras dejaban a los escrúpulos
modernos el trabajo de profundizarlas. Pero si yo creo que la lectura, en su
esencia original, en ese milagro fecundo de una comunicación en el seno de la
soledad, es algo más, algo distinto de lo que ha dicho Ruskin, no creo que a
pesar de todo pueda reconocérsele en nuestra vida espiritual el papel
preponderante que él parece asignarle.
Los límites de su
papel derivan de la naturaleza de sus virtudes. Y estas virtudes, de nuevo será
a las lecturas de infancia a las que interrogaré para saber en qué consisten.
Aquel libro que me habéis visto leer hace un momento en un rincón junto al
fuego en el comedor, en mi habitación, hundido en una butaca cubierta con
orejas de ganchillo, y durante las dulces horas de la siesta bajo los avellanos
y los majuelos del parque, donde todas las brisas de los campos infinitos
venían de tan lejos a jugar silenciosamente junto a mí ofreciendo, sin decir
palabra, a mi nariz distraída el perfume de los tréboles y las esparcetas,
sobre los que mis ojos cansados se posaban a veces, aquel libro, puesto que
aunque dirijáis vuestros ojos hacia él no podréis descifrar su título a veinte
años de distancia, mi memoria, cuya vista es más apropiada a este género de
percepciones, va a deciros cuál era: Le Capitaine Fracasse, De
Théophile Gautier. Me gustaban sobre todo dos o tres frases que se me antojaban
las más originales y las más bellas de toda la obra. Me parecía imposible que
otro autor hubiera escrito nunca frases comparables a aquellas. Pero tenía la
sensación de que su hermosura correspondía a una realidad de la que Théophile
Gautier no nos dejaba entrever, una o dos veces por volumen, más que un pequeño
resquicio. Y como yo pensaba que él la conocería sin duda toda entera, me
habría gustado leer otros libros suyos donde todas las frases fueran tan bellas
como aquellas y tuvieran por asunto temas sobre los que hubiera deseado saber
su opinión. "La risa, por naturaleza, no es nunca cruel; distingue al
hombre del animal y es, como consta en La Odisea de Homero,
poeta grecisco, el atributo de los dioses inmortales y bienaventurados que ríen
olímpicamente hasta saciarse durante sus ocios eternos. Esta frase me producía
una auténtica embriaguez. Tenía la sensación de estar asistiendo a una
antigüedad maravillosa a través de aquella Edad Media que sólo Gautier podía
descubrirme. Aunque me hubiera gustado que en lugar de decir aquello
furtivamente después de la fastidiosa descripción de un castillo, cuya excesiva
abundancia de términos que yo no conocía impedía que pudiera hacerme una idea
de él, hubiera escrito todo a lo largo del volumen frases de este tipo y me
hablara de cosas que una vez terminado el libro yo pudiera continuar
aprendiendo y amando. Me hubiera gustado que me dijese, él, el único sabio en
posesión de la verdad, la opinión que debía tener de Shakespeare, de Saintine,
de Sófocles, de Eurípides, de Silvio Pellico al que había leído durante un mes
de marzo muy frío, paseando, pisando con fuerza, corriendo por los caminos,
cada vez que cerraba el libro, con la exaltación de la lectura terminada, de
las fuerzas acumuladas mientras había estado sin moverme, y del viento
saludable que soplaba por las calles del pueblo. Me hubiera gustado sobre todo
que me dijese si tendría más posibilidades de alcanzar la verdad repitiendo o
no mi primer curso de bachillerato o haciéndome más tarde diplomático o abogado
del Tribunal Supremo. Pero tan pronto como la bella frase acababa, se ponía a
describir una mesa cubierta "de una capa tal de polvo, que se hubiera
podido escribir sobre ella con un dedo", cosa bastante insignificante para
mí como para que pudiese siquiera prestarle atención; y no tenía más remedio
que preguntarme qué otros libros había escrito Gautier que pudieran satisfacer
mejor mi aspiración y me dieran a conocer por fin su pensamiento todo entero.
Y es esta,
efectivamente, una de las grandes y maravillosas cualidades de los bellos
libros (y que nos hará comprender el papel a la vez esencial y limitado que la
lectura puede desempeñar en nuestra vida espiritual) algo que para el autor
podrían llamarse "Conclusiones" y para el lector
"Incitaciones". Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza
donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo
lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él
no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que
el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar. Pero por una singular
ley, providencial por añadidura, de la óptica de la mente (ley que significa
tal vez que no podemos recibir la verdad de nadie y que debemos crearla
nosotros mismos), aquello que es el término de su sabiduría no se nos presenta
más que como el comienzo de la nuestra, de manera que cuando ya nos han dicho
todo lo que podían decirnos surge en nosotros la sospecha de que todavía no nos
han dicho nada. Por lo demás, si les planteamos cuestiones que no pueden
resolver, les estamos pidiendo también respuestas que no nos aclararían nada.
Pues no es más que una consecuencia del amor que los poetas despiertan en
nosotros por lo que concedemos una importancia literal o cosas que no son para
ellos más que la expresión de emociones personales. En cada cuadro que nos
muestran, no parecen darnos más que una ligera idea de un paraje maravilloso,
diferente del resto del mundo, y en cuyo secreto quisiéramos que nos hiciesen
penetrar. "Conducidnos", nos gustaría poder decir al señor
Maeterlinck, a Madame de Noailles, "al jardín de Zélande donde se cultivan
flores de otras épocas", por el sendero perfumado "de trébol y
artemisa", y a todos los lugares de la tierra de los que no habláis en
vuestros libros, pero que en vuestra opinión sean de igual hermosura. Nos
gustaría ir a ver ese campo que Millet (pues los pintores nos enseñan tanto
como los poetas) nos muestra en su Printemps, nos gustaría que
el señor Claude Monet nos condujese a Giverny, a orillas del Sena, a aquel
recodo del río que nos deja distinguir apenas a través de la bruma matinal. Sin
embargo, todas estas cosas no son en realidad más que simples azares de
amistades o de parentesco que, proporcionándoles la ocasión de pasear o de
residir junto a ellas, han hecho que Madame de Noailles, Maeterlinck, Millet,
Claude Monet, escojan para sus cuadros aquel sendero, ese jardín, ese campo,
aquel recodo de río, en lugar de cualquier otro. Lo que hace que a nuestros
ojos parezcan distintos y más hermosos que el resto del mundo es que contienen,
como un reflejo imperceptible, la impresión que han producido en el genio, la
misma que veríamos vagar tan singular y despótica por la superficie indiferente
y sumisa de cualquier paisaje que pintasen. Esta apariencia con la que nos
seducen y nos decepcionan a la vez y que quisiéramos atravesar, es la esencia
misma de esa cosa en cierto modo sin espesor –ilusión fijada sobre un lienzo–,
que constituye una visión. Y aquella bruma que nuestros ojos ávidos quisieran
penetrar, es la última palabra del arte del pintor. El supremo esfuerzo del
escritor como el del artista no alcanza más que a levantar parcialmente en
nuestro honor el velo de miseria y de insignificancia que nos deja indiferentes
ante el universo. En ese momento, es cuando nos dice:
"Observa, observa
Perfumados de trébol y artemisa,
Ceñidos por angostos arroyos de aguas vivas,
Los paisajes del Aisne y del Oise."
"Observa la
casa de Zélande, rosa y brillante como una concha. ¡Observa! ¡Aprende a
ver!" Y en ese mismo instante desaparece. Tal es el valor de la
lectura y esta es también su insuficiencia. Es conceder un papel demasiado
grande, a lo que no es más que una iniciación, erigirla en disciplina. La
lectura se encuentra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en
ella; pero no la constituye.
Se dan no obstante ciertos casos, ciertos casos patológicos por decirlo
así, de depresión espiritual, en los que la lectura puede convertirse en una
especie de disciplina terapéutica y encargarse, por medio de incitaciones
reiteradas, de volver a introducir a perpetuidad a una mente perezosa en la
vida del espíritu. Los libros desempeñan entonces para ésta un papel análogo al
de los psicoterapeutas con ciertos neurasténicos.
Se sabe que, en
determinadas dolencias del sistema nervioso, el enfermo, sin que ninguno de sus
órganos se vea afectado, está sumido en una especie de anquilosamiento de la
voluntad, como si se hubiera metido en un atolladero del que es incapaz de
salir por sus propios medios, y en el que terminaría por perecer si alguien no
le tendiera una mano firme y caritativa. Su cerebro, sus piernas, sus pulmones,
su estómago están intactos. No tiene ninguna incapacidad real para trabajar,
para andar, para exponerse al frío, para comer. Pero cualquiera de estas
actividades, que podría perfectamente llevar a cabo, se siente incapaz de
desearlas.
Y un deterioro orgánico, que terminaría por convertirse en el
equivalente de las enfermedades que no padece, sería la consecuencia
irremediable de la inercia de su voluntad, si el estímulo que no puede
encontrar en sí mismo no le viniera del exterior, de un médico que pueda
decidir en su lugar, hasta el día en que, poco a poco, se consiga la
rehabilitación de sus facultades orgánicas. Ahora bien, existen determinados
espíritus que podríamos comparar a esos enfermos y que una especie de pereza o
de frivolidad les impide adentrarse espontáneamente en las regiones profundas
de uno mismo donde empieza la verdadera vida del espíritu. Basta que se les
haya guiado una sola vez para que sean capaces de descubrir y de explotar en su
interior auténticos tesoros, pero, sin esta intervención foránea, vegetan en la
superficie en un perpetuo olvido de sí mismos, en una especie de pasividad que
hace de ellos el juguete de todas las pasiones, los rebaja a la altura de
aquellos que los rodean y excitan sus ánimos, y, semejantes a aquel caballero
que, compartiendo desde su infancia la vida de unos salteadores de caminos, ya
no recordaba su nombre después de tanto tiempo sin usarlo, terminarán por
destruir en ellos todo sentimiento y todo recuerdo de su nobleza espiritual, si
un estímulo exterior no viniera a devolverlos, en cierto modo por la fuerza, a
la vida del espíritu, donde vuelven a encontrar súbitamente la facultad de
pensar por sí mismos y de crear. Ahora bien, este estímulo que la mente
perezosa no puede encontrar en sí misma y que debe venirle de algún otro, es
evidente que debe recibirlo en total soledad, fuera de la cual, ya lo hemos
visto, no puede producirse esa actividad creadora que se trata precisamente de
resucitar en ella. De la pura soledad la mente perezosa no podrá obtener nada,
puesto que es incapaz por sí sola de poner en marcha su actividad creadora. Sin
embargo, la conversación más elevada, los consejos más sabios tampoco le
servirían de nada, ya que no pueden producir directamente esta original
actividad. Lo que hace falta por tanto es una intervención que, proviniendo de
otro, se produzca en cambio en nuestro interior; un estímulo desde luego de
otra mente, pero recibido en perfecta soledad. Y ya hemos visto que ésta era
precisamente la definición de la lectura, y que sólo a la lectura se ajustaba.
La única disciplina que pueda ejercer una influencia favorable en tales
espíritus es, por tanto, la lectura: como queríamos demostrar, que dicen los
matemáticos. Pero, incluso en estos casos, la lectura no actúa más que corno un
estímulo que no puede en absoluto substituir a nuestra actividad personal;
tiene que contentarse con devolvernos su uso, como, en las dolencias nerviosas
a las que hacíamos alusión hace un rato, el psicoterapeuta no hace más que
restituir al enfermo la voluntad de servirse de su estómago, de sus piernas o
de su cerebro que estaban sanos. Ya sea, por otra parte, que todas las mentes
participen en mayor o menor grado de esta pereza, de este estancamiento en los
más bajos niveles, ya sea que, sin serle necesaria, la exaltación que producen
determinadas lecturas tenga una influencia propicia sobre el trabajo personal,
se suele citar a más de un escritor que tenía por costumbre leer algunas bellas
páginas antes de ponerse a escribir. Emerson lo hacía raramente sin haber antes
releído algunas páginas de Platón. Y Dante no es el único poeta que Virgilio ha
acompañado hasta las puertas del paraíso.
Mientras la lectura
sea para nosotros la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en nuestro
interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos, su
papel en nuestra vida es saludable. Se convierte en peligroso por el contrario
cuando, en lugar de despertarnos a la vida personal del espíritu, la lectura
tiende a suplantarla, cuando la verdad ya no se nos presenta como un ideal que
no esté a nuestro alcance por el progreso íntimo de nuestro pensamiento y el
esfuerzo de nuestra voluntad, sino como algo material, abandonado entre las
hojas de los libros como un fruto madurado por otros y que no tenemos más que
molestarnos en tomarlo de los estantes de las bibliotecas para saborearlo a
continuación pasivamente, en una perfecta armonía de cuerpo y mente. A veces
incluso, en determinados casos algo excepcionales, aunque como vamos a ver,
menos peligrosos, la verdad, concebida todavía como algo exterior, se encuentra
lejos, oculta en algún lugar de difícil acceso. Se trata entonces de algún
documento secreto, alguna correspondencia inédita, o unas memorias que pueden
arrojar sobre determinados caracteres una luz inesperada, y de las que es
difícil llegar a tener noticia. Qué felicidad, qué descanso para una mente
fatigada de buscar la verdad en su interior, descubrir que se encuentra fuera
de ella, entre las páginas de un infolio celosamente conservado en un convento
de Holanda, y que si, para llegar hasta ella, hay que hacer un gran esfuerzo,
este esfuerzo sólo será material, y una distracción llena de encanto para el
pensamiento. Sin duda, habrá que hacer un largo viaje, atravesar en chalana las
llanuras azotadas por el viento, mientras en la orilla las cañas se cimbrean
con un movimiento de ondulación continuo; habrá que detenerse en Dordrecht, que
refleja su iglesia cubierta de hiedra en los almocárabes de los canales
soñadores y en el Mosa agitado y dorado, donde al atardecer las embarcaciones
turban al deslizarse los reflejos simétricos de los tejados rojos y del cielo
azul; y por fin, llegados al término del viaje, todavía no estaremos seguros de
poder tener acceso a la verdad. Para ello habrá que mover poderosas
influencias, entablar amistad con el venerable Arzobispo de Utrecht, de hermoso
rostro cuadrado de viejo jansenista, y con el devoto guardián de los archivos
de Amersfoort. La conquista de la verdad se concibe en estos casos como el
éxito de una especie de misión diplomática, donde no faltan ni los accidentes
del viaje, ni los azares de la negociación. Pero ¿qué importa? Todos los
miembros de la vieja y pequeña iglesia de Utrecht, de cuya buena voluntad
depende que entremos en posesión de la verdad, son gentes encantadoras, cuyos
rostros del siglo XVII son completamente distintos de los que estamos
habituados a ver, y con los que será muy agradable conservar alguna relación,
al menos por correspondencia. La estima de la que continuarán dándonos, de
cuando en cuando, testimonio nos reconfortará y conservaremos sus cartas como
si se tratara de documentos preciosos o piezas de coleccionista. Y no dejaremos
de dedicarles un día uno de nuestros libros, que es lo menos que puede hacerse
por aquellas personas que os han hecho el don... de la verdad. Y por lo que
respecta a las investigaciones, a los pequeños trabajos que no tendremos más
remedio que hacer en la biblioteca del convento y que serán los preliminares
indispensables al acto de toma de posesión de la verdad –de la verdad que para
mayor seguridad y para evitar el riesgo de perderla, tomaremos en nota–
seríamos muy ingratos si nos quejáramos de las molestias que han podido
ocasionarnos: la calma y la austeridad del viejo convento son tan exquisitas,
donde las religiosas llevan todavía el puntiagudo capirote de alas blancas con
el que aparecen representadas en el Roger Van der Weyden del locutorio; y,
mientras trabajamos, los carillones del siglo XVII adormecen con tanta ternura
las aguas puras del canal, que basta un tenue rayo de sol para hacerlas titilar
entre la doble hilera de árboles desnudos desde finales del verano, que rozan
los espejos colgados en las casas de aguilones de ambas orillas.
Este concepto de una verdad sorda a las llamadas de la reflexión y dócil
al juego de las influencias, de una verdad que se obtiene con cartas de
recomendación, que os la pone en las manos alguien que la poseía materialmente
sin tal vez llegar siquiera a conocerla, de una verdad que se deja copiar en un
cuaderno, este concepto de la verdad está lejos sin embargo de ser el más
peligrosa de todos. Pues muy a menudo para el historiador, incluso para el
erudito, esta verdad que van a buscar lejos en un libro, es menos, propiamente
hablando, la verdad misma, que su indicio o su prueba, dejando por consiguiente
lugar a una verdad distinta que no hace más que anunciar o verificar y que,
ésta sí, es al menos una creación individual de su mente. No sucede lo mismo
con el ilustrado. Éste, lee por leer, para recordar lo que ha leído. Para él,
el libro no es el ángel que levanta el vuelo tan pronto como nos ha abierto las
puertas del jardín celestial, sino un ídolo petrificado, al que adora por él
mismo, y que, en lugar de dignificarse por los pensamientos que despierta,
transmite una dignidad falsa a todo lo que le rodea. El ilustrado cita
sonriendo tal o cual nombre que se encuentra en Villehardouin o en Boccacio,
tal o cual costumbre descrita en Virgilio. Su mente, carente de actividad
original, no sabe extraer de los libros la substancia que podría fortalecerla;
carga con ellos íntegramente, y en lugar de contener para él algún elemento
asimilable, algún germen de vida, no son más que un cuerpo extraño, un germen
de muerte. No es necesario decir que si califico de malsano este gusto, esta
especie de respeto fetichista por los libros, es en tanto que constituiría los
hábitos ideales de una mente sin tacha que no existe, lo mismo que hacen los fisiólogos
al describir un funcionamiento de órganos normal, pero que no puede darse nunca
en los seres vivos. En la realidad, por el contrario, donde hay tan pocas
mentes perfectas como cuerpos enteramente sanos, aquellos a los que llamamos
las mentes preclaras están tan contagiados como los demás de esta
"enfermedad literaria". Más todavía, podríamos decir. Parece que la
afición por los libros crece con la inteligencia, un poco por debajo de ella,
pero en el mismo tallo; como toda pasión, está ligada a una predilección por
todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna relación con él y se
comunica con él incluso en su ausencia. Del mismo modo, los grandes escritores,
durante el tiempo en que no están en comunicación directa con el pensamiento,
se sienten a gusto en la sociedad de los libros. Después de todo, ¿acaso no han
sido escritos para ellos?, ¿no les descubren mil atractivos, que permanecen
ocultos para el resto de los mortales? A decir verdad, el hecho que las mentes
superiores sean librescas, como suele decirse, no prueba en absoluto que esto
no constituya un defecto del ser... Del hecho de que los hombres mediocres sean
a menudo trabajadores y los inteligentes a menudo perezosos, no puede deducirse
que el trabajo no sea para la mente una mejor disciplina que la pereza. A pesar
de todo, descubrir en un gran hombre uno de nuestros defectos, nos inclina
siempre a preguntarnos si no se trataría en el fondo de alguna cualidad
desconocida, y no sin placer nos enteramos de que Hugo se sabía a Quinto-Curcio,
Tácito y Justino de memoria, que era capaz, si alguien le discutía la
legitimidad de un término, de establecer su filiación remontándose a su origen,
con la ayuda de citas que demostraban una auténtica erudición. (Ya he probado
en otro lugar cómo en él esta erudición alimentaba al genio en vez de ahogarlo,
lo mismo que un haz de leña apaga un fuego pequeño y aviva uno grande).
Maeterlinck, que es para nosotros todo lo contrario de un ilustrado, y cuya
mente está siempre abierta a las mil emociones anónimas que puedan provocarle
una colmena, un macizo de flores o un pastizal, nos previene contra los
peligros de la erudición, a veces incluso de la bibliofilia, cuando nos
describe, como buen aficionado, los grabados que embellecen una edición antigua
de Jacob Cats o del ábate Sandrus. Estos peligros, por lo demás, cuando
existen, amenazan mucho menos a la inteligencia que a la sensibilidad, siendo
la capacidad de lectura provechosa, por decirlo de algún modo, mucho mayor
entre los pensadores que entre los escritores de imaginación. Schopenhauer, por
ejemplo, nos ofrece la imagen de una mente cuya vitalidad soporta sin esfuerzo
aparente una enorme cantidad de lectura, reduciendo inmediatamente cada nuevo
conocimiento a la parte de realidad, a la porción viva que contiene.
Schopenhauer no aventura jamás una opinión sin apoyarla al instante con
varias citas, pero uno percibe enseguida que los textos citados no son para él
más que ejemplos, alusiones inconscientes y anticipadas en las que se complace
en encontrar algunos rasgos de su propio pensamiento, aunque en absoluto lo
hayan inspirado. Recuerdo una página de El Mundo como Representación y
como Voluntad donde pueden leerse unas veinte citas una tras otra.
Está hablando del pesimismo (naturalmente abrevio las citas): "Voltaire,
en Candide, declara la guerra al optimismo de una manera
divertida.
Byron lo hace, a su
manera trágica, en Caín. Herodoto nos refiere que los Tracios
saludaban la llegada de un recién nacido con llantos y que la muerte, en
cambio, era motivo de alborozo. Esto mismo lo encontramos en los hermosos
versos de Plutarco: lugere genitum, tanta qui intravit mala, etc.' Y a ello hay
que atribuir también la costumbre de los mejicanos de desear, etc., y Swift
obedecía al mismo sentimiento al tomar por costumbre desde su juventud (si hay
que creer su biografía por Walter Scott) de celebrar el día de su nacimiento
como un día de luto. Todo el mundo conoce aquel pasaje de la Apología
de Sócrates en que Platón dice que la muerte es un bien inestimable. Una
máxima de Heráclito venía a decir lo mismo: `Vitae nomen quidem est vita, opus
autem mors.' Famosos son también los hermosos versos de Teognis: `Optima sors
homini non esse, etc.' Sófocles, en Edipo en Colona 1224, hace
la siguiente síntesis: `Natum nom esse sortes vincit alias omnes, etc.'
Eurípides dice: `Omnis hominum vita est plena dolore' (Hipólito, 189),
y Homero ya lo había dicho: `Non enim quidquam alicubi est calamitosius homine
omnium, quotquot super terram spirant, etc.' Por lo demás, Plinio no dijo otra
cosa: `Nullum melius esse tempestiva morte.' Shakespeare pone estas palabras en boca del anciano rey Enrique IV: `O,
if this were seen —The happiest youth, —Would shut the book and sit him down
and die.' Finalmente Byron: `This something better not to be.' Baltasar Gracián
nos pinta la existencia con los tintes más negros en el Criticón, etc.
Si no me hubiera dejado llevar tan lejos por Schopenhauer, me habría gustado
completar esta pequeña demostración acudiendo a los Aforismos sobre la
sabiduría de la vida, que es tal vez, de todas las obras que conozco,
la que aúna en un autor el mayor número de lecturas con la mayor originalidad,
hasta el punto de que encabezando el libro, en el que cada página contiene
varias citas, Schopenhauer ha podido escribir con la mayor seriedad del mundo:
"Compilar no es mi fuerte."
Sin duda, la
amistad, la amistad que con respecto a los individuos es algo frívolo, y la
lectura es una amistad. Pero al menos es una amistad sincera, y el hecho de que
se profese a un muerto, a un ausente, le da algo de desinteresado, algo casi
conmovedor. Se trata además de una amistad desprovista de todo aquello que afea
las demás amistades. Como en el fondo todos nosotros, los vivos, no somos más
que muertos que todavía no hemos entrado en funciones, todos esos cumplidos,
todas esas reverencias en el vestíbulo que llamamos deferencia, gratitud,
afecto, con las que mezclamos tantas mentiras, son inútiles y fastidiosas. Más
aún –desde las primeras relaciones de simpatía, de admiración, de agradecimiento-,
las primeras palabras que pronunciamos, las primeras cartas que escribimos,
tejen a nuestro alrededor los primeros hilos de un entramado de hábitos, de una
manera de comportarnos, de los que ya no podremos desembarazarnos en las
amistades siguientes; sin contar que durante todo ese tiempo las palabras
excesivas que hayamos pronunciado permanecen como letras de cambio que
deberemos pagar, o que pagaremos más caro todavía con toda una vida de
remordimientos el haber dejado protestarlas. En la lectura, la amistad a menudo
nos devuelve su primitiva pureza. Con los libros, no hay amabilidad que valga.
Con estos amigos, si pasamos la velada en su compañía, es porque realmente nos
apetece. A menudo tenernos que dejarlos contra nuestra voluntad. Y una vez nos
hemos ido, ni sombra de esos pensamientos que echan a perder la amistad: ¿Qué
habrán pensado de nosotros? —¿No habremos estado faltos de tacto? — ¿Hemos
gustado?, y el miedo a que prefieran a cualquier otro. Todos estos sobresaltos
de la amistad, desaparecen en el umbral mismo de esta amistad pura y tranquila
que es la lectura. Como tampoco aquí es necesaria la deferencia; sólo reímos de
lo que dice Molière en la medida misma en que lo encontremos divertido; cuando
nos aburre, no nos preocupa parecer aburridos, y cuando estamos definitivamente
cansados de su compañía, le devolvemos a su sitio sin miramientos, sin
importarnos su genio ni su celebridad. La atmósfera de esta amistad pura es el
silencio, más puro que la palabra. Pues solemos hablar para los demás, y en
cambio nos callamos cuando estamos con nosotros mismos. Además el silencio no
lleva, como la palabra, la marca de nuestros defectos, de nuestros
fingimientos. El silencio es puro, es realmente una atmósfera. Entre el
pensamiento del autor y el nuestro no interpone esos elementos irreductibles,
refractarios al pensamiento, de nuestros diferentes egoísmos. El lenguaje mismo
del libro es puro (si el libro merece este nombre), transparente merced al
pensamiento del autor que le ha aligerado de todo lo accesorio hasta conseguir
su imagen fiel; cada frase, en el fondo, se parece .a las
otras, pues todas son pronunciadas con la misma inflexión de una personalidad;
de ahí esa especie de continuidad, que las relaciones de la vida y aquellos
elementos extraños que se mezclan con el pensamiento excluyen, permitiendo
enseguida seguir la línea misma del pensamiento del autor, los rasgos de su
fisonomía que se reflejan en este sereno espejo. A veces nos encontramos a
gusto en su compañía sin necesidad de que sean admirables, pues supone un gran
placer para el espíritu contemplar estas pinturas profundas y profesarles una
amistad sin egoísmo, sin frases hechas, desinteresada. Un Gautier, que no es
más que un buen chico con un gusto exquisito (nos divierte pensar que haya
podido considerársele como la representación de la perfección en el arte), nos
agrada en esa medida. No nos hacemos ilusiones sobre su fuerza espiritual, y en
su Voyage en Espagne, donde cada frase, sin que él se dé
cuenta, actúa y persevera en la faceta llena de gracia y de buen humor de su
personalidad (las palabras se alinean por sí mismas para dibujarla, puesto que
ha sido ella la que las ha escogido y dispuesto su orden), no podemos dejar de
encontrar ajena al arte verdadero esa obligación que se ha impuesto a sí mismo
de no dejar pasar una sola forma sin describirla minuciosamente, acompañándola
de una comparación que, al no apoyarse en ninguna impresión agradable o
violenta, no puede llegar a satisfacernos. No tenemos más remedio que admitir
la lamentable esterilidad de su imaginación cuando compara el campo y sus
diferentes cultivos "a estos patrones de sastre donde se pegan las
muestras de pantalones y de chalecos", y cuando dice que de París a
Angouleme no hay nada que admirar. ¿Cómo puede uno tornarse en serio a este
ferviente admirador del gótico, que ni siquiera se ha tomado la molestia de
acercarse a Chartres a visitar su catedral?
A pesar de todo ¡qué buen humor!, ¡qué buen gusto!, ¡de qué buena gana
seguirnos en sus aventuras a este compañero lleno de entusiasmo! Es tan
agradable que contagia todo lo que le rodea. Y después de haber pasado algunos
días en compañía del comandante Lebarbier de Tinan, retenido por la tempestad a
bordo de su hermoso barco "reluciente como el oro", nos apena que no
nos diga una palabra más de este simpático marinero y nos obligue a abandonarle
para siempre sin decimos lo que ha sido de él. Adivinamos enseguida que tanto
su alegría presuntuosa como sus melancolías, forman parte de sus hábitos un
poco negligentes de periodista. Pero todo esto se lo perdonamos, le seguimos
adonde nos pide, nos divertimos cuando vuelve de alguna aventura calado hasta
los huesos, muerto de hambre y de sueño, y nos entristecemos cuando recapitula
con tristeza de folletinista los nombres de los hombres de su generación
muertos prematuramente. Decíamos a propósito de él que sus frases dibujaban su
fisonomía, pero sin que él llegara a darse cuenta; pues si las palabras son
escogidas, no ya por nuestro pensamiento según las afinidades de su esencia,
sino por nuestro deseo de retratarnos, él representa este deseo, pero sin
describírnoslo. Fromentin, Musset, a pesar de todas sus dotes, puesto que han
querido dejar su retrato a la posteridad, lo han pintado muy mediocre; a pesar
de todo nos interesan muchísimo, incluso por eso mismo, pues su fracaso es
instructivo. De manera que cuando un libro no es el espejo de una poderosa
individualidad, es entonces el espejo de las extrañas anomalías de la mente.
Ante un libro de Fromentin o un libro de Musset, percibimos en el fondo del
primero todo lo que hay de simpleza y de necedad en cierta
"distinción", en el fondo del segundo, lo que hay de vacuidad en la
elocuencia.
Si la afición por
los libros crece con la inteligencia, sus peligros, ya lo hemos visto,
disminuyen con ella. Una mente original sabe subordinar la lectura a su
actividad personal. No es para ella más que la más noble de las distracciones,
la más ennoblecedora sobre todo, ya que únicamente la lectura y la sabiduría
proporcionan los "buenos modales" de la inteligencia. La fuerza de
nuestra sensibilidad y de nuestra inteligencia sólo podemos desarrollarla en
nosotros mismos, en las profundidades de nuestra vida espiritual. Pero es en
esa relación contractual con otras mentes que es la lectura, donde se forja la
educación de los "modales" de la inteligencia. Los ilustrados siguen
siendo, a pesar de todo, como las personas de calidad de la inteligencia, e ignorar
determinado libro, determinada particularidad de la ciencia literaria, seguirá
siendo, incluso en un hombre de talento, una señal de vulgaridad intelectual.
La distinción y la nobleza consisten, también en el orden del pensamiento, en
una especie de francmasonería de las costumbres y en una herencia de
tradiciones.
Muy pronto, en esta afición y este entretenimiento de leer, la
preferencia de los grandes escritores recae en los libros antiguos. Aquellos
mismos que parecieron a sus contemporáneos los más "románticos", no
leían otra cosa que a los clásicos. En la conversación de Victor Hugo, cuando
habla de sus lecturas, son los nombres de Molière, de Horacio, de Ovidio, de
Regnard, los que se citan más a menudo. Alphonse Daudet, el menos libresco de
los escritores, cuya obra plena de modernidad y vitalismo parece haber
rechazado toda herencia clásica, leía, citaba, comentaba continuamente a
Pascal, Montaigne, Diderot, Tácito. Casi podría decirse, resucitando quizá con
esta interpretación, por lo demás parcial, la vieja distinción entre clásicos y
románticos, que son los públicos (los públicos inteligentes, por supuesto) los
que son románticos, mientras que los maestros (incluso los maestros llamados
románticos, los maestros preferidos de los públicos románticos) son los
clásicos . (Observación ésta que puede hacerse extensiva a todas las artes. El
público va a escuchar la música del señor Vincent d'Indy, el señor Vicent
d'Indy estudia la de Monsigny. El público va a exposiciones del señor Vuillard
y del señor Maurice Denis mientras éstos van al Louvre). Esto se debe sin duda
a que ese pensamiento contemporáneo, que los escritores y los artistas
originales hacen accesible y deseable al público, forma en cierta medida de tal
manera parte de ellos mismos, que un pensamiento diferente les seduce más, les
exige, para entenderlo, un mayor esfuerzo, y les proporciona también un mayor
placer. Cuando uno lee, a uno le gusta siempre salirse de sí mismo, viajar.
Pero hay otra causa a la que prefiero, para terminar, atribuir esta predilección
que sienten las mentes privilegiadas por las obras antiguas. Y la razón es que
no contienen únicamente a nuestros ojos, como las obras contemporáneas, la
belleza que supo poner en ellas el espíritu que las creó. Contienen otra más
enternecedora todavía, pues la materia de que están hechas, quiero decir la
lengua en que fueron escritas, es como un espejo de la vida. Un poco de la
dicha que experimentamos al pasear por una ciudad como Beaune, que conserva
intacto su hospital del siglo XV, con su pozo, su lavadero, su bóveda de madera
artesonada y pintada, su tejado de altos aguilones horadados por lucarnas y
rematados por estilizadas espigas de plomo repujado (todas estas cosas que una
época al desaparecer ha dejado como olvidadas allí, cosas que fueron
exclusivamente suyas, puesto que ninguna de las épocas que han venido después
ha producido cosas parecidas), se siente todavía un poco de esa dicha repasando
una tragedia de Racine o un volumen de Saint-Simon; pues contienen todas las
formas exquisitas del lenguaje abolidas, que conservan el recuerdo de usos o
maneras de sentir que ya no existen, huellas persistentes del pasado al que
nada del presente puede compararse y a las que el paso del tiempo ha
embellecido todavía más-su aspecto.
Una tragedia de
Racine, un volumen de las memorias de Saint-Simon se asemejan a hermosas piezas
que hoy día ya no se hacen. El lenguaje en el que han sido esculpidas por
grandes artistas, con una libertad que hace brillar su delicadeza y brotar su
fuerza innata, nos conmueve como la contemplación de determinados mármoles, hoy
desusados, que empleaban los artesanos de antaño. Sin duda en alguno de esos
viejos edificios la piedra ha conservado fielmente el pensamiento del escultor,
pero también, gracias al escultor, la piedra, de una especie hoy día
desconocida, nos ha sido conservada, engalanada con todos los colores que él ha
sabido extraer de ella, que ha sabido descubrir y armonizar. Es realmente la
sintaxis usual en la Francia del siglo XVII –y en ella las costumbres y maneras
de pensar hoy desaparecidas– lo que buscamos en los versos de Racine. Son las
formas mismas de esa sintaxis, desveladas, respetadas, embellecidas por un
cincel tan noble y tan delicado como el suyo, lo que nos conmueve en esos giros
de lenguaje familiares hasta la originalidad y la audacia y en los que vemos,
en los pasajes más agradables y más tiernos, pasar como un trazo rápido o
volver para atrás en hermosas líneas quebradas, el brusco perfil. Son estas
formas caducas, sacadas de la vida misma del pasado, lo que vamos a visitar en
la obra de Racine, lo mismo que si se tratara de una ciudad antigua que se
conservase intacta. Experimento en su presencia la misma emoción que ante esas
formas desaparecidas, también ellas, de la arquitectura, que no podemos admirar
ya más que en los raros y magníficos ejemplares que nos ha legado el pasado que
las modeló: como las viejas murallas de algunas ciudades, los torreones y las
almenas, los baptisterios de las iglesias; como junto al claustro, o bajo el
osario del atrio, el pequeño cementerio olvidado al sol, entre sus mariposas y
sus flores, la Fuente funeraria y el Farol de los muertos.
Más aun, no son únicamente las frases las que dibujan ante nuestros ojos
las formas del alma antiguas. Entre las frases –y estoy pensando en libros muy
antiguos que fueron antes recitados–, en el intervalo que las separa se
conserva todavía hoy en día como dentro de un hipogeo inviolable, colmando sus
intersticios, un silencio muchas veces secular. A menudo, en el Evangelio de
San Lucas, al tropezar con los dos puntos que interrumpen el
texto delante de todos los pasajes casi en forma de cántico de que está
plagado, he escuchado el silencio del fiel que acababa de interrumpir su
lectura en voz alta, para entonar los versículos siguientes como si fueran un
salmo que le trajera a la memoria los salmos más antiguos de la Biblia. Este
silencio llenaba todavía la pausa de la frase que, habiéndose escindido para
abarcarla, había conservado su forma; y más de una vez, mientras leía, me ha
regalado con el perfume de una rosa, que la brisa que entraba por la ventana
abierta había expandido en la sala capitular donde se reunía el Cabildo, y que
no se había evaporado después de diecisiete siglos.
Cuántas veces, en
la Divina Comedia, en Shakespeare, he tenido esa impresión de
tener ante mí, incrustado en la hora presente, actual, un poco del pasado, esa
impresión de sueño que se experimenta en la Piazzetta de Venecia, ante sus dos
columnas de granito gris y rosa que sostienen sobre sus capiteles griegos, una
el León de San Marcos, la otra a San Teodoro aplastando al cocodrilo,
—maravillas exóticas venidas de Oriente a través del mar que divisan a lo lejos
y que viene a morir a sus pies, y que ambas, sin comprender las exclamaciones
que provocan en una lengua que no es la de su país, en esta plaza pública donde
brilla todavía su sonrisa distraída, perpetúan entre nosotros intercalándolos
en nuestro presente sus días del siglo XII. Sí, en plena plaza pública, en
medio de mi presente cuyo dominio interrumpe, un poco del siglo XII, de ese
siglo XII hace tiempo desaparecido, se erige en un doble y grácil impulso de
granito rosa. A su alrededor, los días actuales, los días que estamos viviendo
giran, se apresuran zumbando en torno de las columnas, pero al llegar junto a
ellas se detienen bruscamente, huyen como abejas espantadas; pues ellas, estas
esbeltas y delicadas esclavas del pasado, no pertenecen al presente, sino a
otra época donde el presente tiene prohibido penetrar. Alrededor de las
columnas rosas, de donde brotan sus espléndidos capiteles, los días actuales se
apresuran y zumban. Pero, interpuestas entre ellos, los apartan, preservando
con su delgado espesor un lugar inviolable del Pasado: —del Pasado
familiarmente surgido en medio del presente, con ese color un poco irreal que
tienen los objetos que una especie de ilusión nos hace ver a pocos pasos,
cuando en realidad se encuentran a muchos siglos de distancia; dirigiendo todas
sus facetas tal vez demasiado directamente a la mente, exaltándola más que si
se tratara de un espectro de una época sepultada por el tiempo; y que no
obstante está ahí, entre nosotros, próximo, codeándose con nosotros,
tocándonos, inmóvil, a plena luz del día.
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