Quien suponga que al nacer
encontramos todo hecho ya, se equivoca. La ciudad con sus edificios y letreros,
la gente que camina por las veredas como sonámbula, los raudos automóviles y
ruidosos autobuses, los comercios, los árboles del ornato que procuran renovar el
aire, el lago que parece refrescarlo en el parque, y por la noche las luces
multicolores. Todo parece encontrarse ya dispuesto y esperándonos, pero es sólo
fenómeno, simulación, irrealidad. Para llegar al mundo y formar parte de él hay
un largo peregrinaje. La vida de cada uno es una inmensa rueca en la que se
hilvana la propia historia y con ella la de la humanidad entera. Fuera de la
ciudad se capta más fácilmente esta ilusión, puesto que no hay nada para
adquirir y apropiar, nada para usar que no sea el pasto para sentarse y
descansar, la playa para distenderse y soñar, la lejanía para proyectar la
mirada, el rumor del viento y el canto de algún ave que llega delicadamente al
oído.
Sin embargo, no nos procuramos el
alimento, nos lo dan, y también el abrigo, la habitación, la educación, la
salud. Están allí los juegos para los niños, el estudio para los jóvenes, el empleo
para ganarnos la vida, las tiendas para comprar lo necesario. Están las ideas
para pensar, las leyes para organizarnos, el arte para sentir, la tradición
para comportarnos, los gustos, las modas, las preferencias. Al alcance de la
mano está el agua, la electricidad, el combustible, el frío o el calor. No es
una ilusión; es una irrecusable realidad. ¿Cómo que no encontramos nada hecho? En
verdad, no está todo hecho, porque debemos aprender a insertarnos en ese mundo
ya dispuesto y en marcha. No traemos con nosotros las habilidades para gozar de
los bienes de la civilización, por lo que nos es preciso aprenderlas. Asimismo,
aprender a arreglárnoslas si algunos de esos bienes por alguna razón no nos
llegan o se nos niegan.
El estar todo hecho es nada si no
se sabe qué hacer con ello. Respecto a todo lo que hay, y aunque casi no nos
demos cuenta porque en eso consiste vivir, es imprescindible cursar el proceso
de aprendizaje respectivo. En cuanto a lo que no hay, o a lo que está y resulta
esquivo, es forzosa una aplicación severa y difícil, porque requiere de toda la
voluntad, de la inteligencia espontánea y hasta del ingenio y las aptitudes de
cada uno. De niño, de joven, de adulto, de viejo el ser humano enfrenta lo que
hay y lo que no hay, y en cada etapa topa con el desafío de manejarse con lo ya
hecho y de desempeñarse cuando no encuentra nada ya dispuesto. Y, como hay de
las dos clases de cosas, tiene que apelar a su buen saber y entender para
desempeñarse con felicidad y salvar los obstáculos.
También se encuentran ya
inventadas las formas del adiestramiento y del aprendizaje; también ya
generalizados los medios y métodos de adquirir las habilidades respectivas, las
inteligencias adecuadas, las destrezas y hasta las artimañas para volverse
idóneo en el manejo, uso, adquisición, apropiación, explotación de beneficios
de lo que existe y de lo que inventamos. Ahí está la educación formal. Sin
embargo, a menudo nos quedaremos en blanco, sin nada a qué apelar, sin
tradición ni civilización que nos guíe en cantidad de asuntos y problemas. Y no
sólo tendremos que inventar y construir lo que no está hecho sino, también,
concebir la mejor manera de usarlo y aplicarlo y llegar a resolver problemas
inesperados. Porque no todo ha sido advertido y previsto, ni siquiera en el
mundo de la ciencia y de las técnicas de predicción más avanzadas y eficientes.
Una floja pedagogía presume hoy sólo una clase de asunto embalsamado a
enfrentar, un devenir congelado que puede asumirse con una receta fija, de
alcance limitado, porque presupone un futuro de carácter mecánico.
La gran civilización humana,
erigida a través de una historia plena de encrucijadas y peripecias, con
frecuencia no puede asistir como es debido a un insignificante ser humano, corto
en historia propia y carente casi de memoria cultural. No hay civilización que
valga si ese ser no comprende la indefectible esencia de la civilización, el
aspecto invisible y delicado en el que descansa su descomunal sistema, que no
es un “artefacto” para usar. Ni milagro ni tecnología de punta, la verdadera
dádiva de la civilización consiste en saber recrearla en uno mismo, a partir de
los recursos de la propia personalidad, la cual hay que renovar a cada
instante, alimentar y procurar que se supere en cada instancia de vida, sea de espacio
o de tiempo. No habrá civilización si no se descubre el secreto de su grandeza
y de su historia universal, si no se capta la necesidad de recrearla en cada
aspecto, político, espiritual, práctico, social, emocional, moral, religioso,
científico, y en cada una de las personas.
Si el desarrollo de la humanidad
deja de hilvanarse en la rueca de cada uno, si deja de reinventarse y renovarse
en cada individualidad, confiado en que existe por sí mismo, por obra de una
prestidigitación maravillosa que se libera y establece como realidad social
independiente, de la que cualquiera puede adueñarse, se termina el milagro de
la civilización. En la época actual no ha sido bien advertido este riesgo y se
ha confiado más en el orden establecido en que los humanos, despersonalizados y
sin rumbo fijo, entran a formar parte de un simple mecanismo antes que de la
sociedad en plenitud. El grueso de los rasgos posmodernos apunta a esta figura
inapresable y blanda, fácil trofeo, maleable y decadente de los absolutismos
políticos y publicitarios. El miedo a incurrir en el individualismo, por
confundir ego con egoísmo, es una de las causas de esta enorme
desviación de la cultura subjetiva, de este vicio que ha convertido en masa a
millones de espíritus verdaderos, y que seguirá convirtiendo a jóvenes
desprevenidos e incautos por una grave falla en la enseñanza formal y familiar.
Un camino para corregir este
vacío cada vez más notorio es el de dejar de subestimar a la subjetividad, sin
que resulte en detrimento de la objetividad. Reconocer su fundamental gestión
en la mente de cada sujeto, pues es allí donde se genera la obra de la
conciencia creadora, única capaz de recrear la civilización en el pensamiento y
el sentir. Remitir la tan venerada función de la objetividad a la razón y la
ciencia, y permitir que la metafísica invada sin miramientos ni prejuicios la
vida cotidiana y los sentimientos comunes y corrientes. Puesto que tales
sentimientos, emociones, pareceres, opiniones, gustos e inclinaciones,
valoraciones y moralidades, ¡son producto de nuestra vieja y querida
metafísica!
Un producto que escapa a la física de todos los
días, de las experimentaciones y ecuaciones, la física objetiva que rige la razón,
pero no dirige la cultura ni las aspiraciones. Pues la razón se remite a la
experiencia de cada circunstancia, de cada medición y comprobación
experimental. Pero la cultura se remite a la experiencia que ha quedado impresa
en la subjetividad, libre de espacios y tiempos y enriquecida por la
imaginación y la ilusión. Quizá nunca se insistió tanto como en nuestra época
en negarle su lugar a la fantasía, a la esperanza, a la figuración. El devolver
el poder de crear figuras propias y nuevas, de disponer a gusto sus fronteras,
el de volverlas permeables o impermeables de acuerdo a como cada persona desee
y necesite, es la misión actual de la educación. No sólo la de ajustarse a la
más fiera de las objetividades, de la física inmediata y práctica que puede
atenderse como acompañamiento. Hace falta devolver al individuo su capacidad de
soñar, aunque no se vea con claridad qué va a ser del futuro, se ignore cómo se
perfilará el destino laboral y el empleo, cuál profesión o función definitivamente
se adueñará de cada individuo. Es preciso volver a la metafísica personal, a
depositar toda la fe en el interior subjetivo.
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