SEGUNDA PARTE
EL TEATRO TOSCO (2)
Uno de los iniciadores
del movimiento de renovación de Shakespeare fue William Poel. En cierta
ocasión, una actriz que había trabajado con Poel en una versión de Mucho
ruido y pocas nueces, presentada hace cincuenta años y por una sola noche
en una lóbrega sala londinense, me contó que el primer día de ensayo llegó Poel
con una caja de las que fue sacando curiosas fotografías, dibujos y retratos
recortados de revistas. “Esta eres tú”, le dijo al tiempo que le daba la
fotografía de una debutante en el Royal Garden Party. A otro actor le entregó el
recorte de un caballero de armadura, a un tercero un retrato de Gainsborough,
al siguiente un simple sombrero. Expresaba con toda sencillez la manera cómo
había visto la obra cuando la leyó, de manera directa, como hace un niño, no
como un adulto que se rige por las nociones de historia relativas a un período
determinado. Mi amiga me dijo que esta mezcla de pre-pop-art tenía
extraordinaria homogeneidad. Estoy convencido. Poel fue un gran innovador que
vio claramente que la coherencia no guarda relación con el verdadero estilo de
Shakespeare. En mi escenificación de Trabajos de amor perdidos hice que
el personaje llamado Dull, alguacil, se vistiera de policía Victoriano, ya que
su nombre me evocó la típica figura del Bobby londinense. Por otras razones, el
resto de los personajes llevaban vestidos dieciochescos a lo Watteau, pero
nadie se dio cuenta del anacronismo. Hace largo tiempo vi una puesta en escena
de La doma de la bravía en la cual todos los actores vestían exactamente
como habían visto a los personajes -todavía recuerdo a un cowboy y a un actor
grueso que apenas cabía dentro de su uniforme de paje-, y esta fue con mucho la
más satisfactoria interpretación que he visto de dicha obra.
Está claro que la
porquería es lo que principalmente da filo a la rudeza; lo sucio y lo vulgar
con cosas naturales, la obscenidad es alegre, y con estos elementos el
espectáculo adquiere su papel socialmente liberador, ya que el teatro popular
es por naturaleza anti-autoritario, anti-pomposo, anti-tradicional,
anti-pretencioso. Es el teatro del ruido, y el teatro del ruido es el teatro
del aplauso.
Piénsese en esas dos
horrendas máscaras que nos miran ceñudas desde las páginas de tantos libros
sobre teatro: se nos ha dicho que en la antigua Grecia esas dos máscaras representaban
dos elementos iguales, la tragedia y la comedia. Al menos, nos las muestran
siempre como partes iguales de una unidad. Sin embargo, a partir de la época
clásica se ha considerado “legítimo” el teatro importante mientras que se ha
tenido como menos serio el teatro tosco. No obstante, todo intento de revitalizar
el teatro ha tenido que volver a la fuente popular. Meyerhold apuntó muy alto,
quiso llenar de vida el escenario, tuvo por maestro reverenciado a
Stanislavsky, por amigo a Chejov, pero a la hora de la verdad buscó inspiración
en el circo y en el music-hall. Brecht estaba enraizado en el cabaret, Joan
Littlewood tiene la vista puesta en las ferias de atracciones. Cocteau, Artaud,
Vakhtangov, los más improbables compañeros de camino, todos estos espíritus
selectos han vuelto al pueblo, y el teatro total es la mezcla de dichos
ingredientes. El teatro experimental sale continuamente de sus salas habituales
y se reintegra a lugares más populares: el verdadero sitio de reunión de las
artes norteamericanas no es la ópera, sino la comedia musical, en las raras
veces que esta cumple su promesa. Los libretistas, coreógrafos y compositores
se vuelven hacia Broadway. Un ejemplo interesante es el del coreógrafo Jerome
Robbins, que pada del “teatro puro y abstracto” de Balanchine y Martha Graham a
la tosquedad del espectáculo popular. Pero la palabra “popular” no lo resume
todo, ya que sólo parece evocar fiestas campesinas y gente inofensiva y alegre.
La tradición popular es también sátira feroz y grotesca caricatura, cualidad
que ya estaba presente en el más importante de los teatros toscos, el
isabelino, y hoy día la obscenidad y la truculencia se han convertido en los
motores del resurgimiento de la escena inglesa. El surrealismo es tosco, Jarry
lo es también. El teatro de Spike Milligan, en el cual la imaginación, liberada
por la anarquía, revolotea como murciélago entrando y saliendo por todas las
formas y estilos posibles, tiene al máximo esa tosquedad. Milligan, Charles
Wood y unos pocos más señalan el camino hacia lo que puede convertirse en una
pujante tradición inglesa.
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