miércoles

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (32)


SEGUNDA PARTE

EL TEATRO TOSCO (2)

Uno de los iniciadores del movimiento de renovación de Shakespeare fue William Poel. En cierta ocasión, una actriz que había trabajado con Poel en una versión de Mucho ruido y pocas nueces, presentada hace cincuenta años y por una sola noche en una lóbrega sala londinense, me contó que el primer día de ensayo llegó Poel con una caja de las que fue sacando curiosas fotografías, dibujos y retratos recortados de revistas. “Esta eres tú”, le dijo al tiempo que le daba la fotografía de una debutante en el Royal Garden Party. A otro actor le entregó el recorte de un caballero de armadura, a un tercero un retrato de Gainsborough, al siguiente un simple sombrero. Expresaba con toda sencillez la manera cómo había visto la obra cuando la leyó, de manera directa, como hace un niño, no como un adulto que se rige por las nociones de historia relativas a un período determinado. Mi amiga me dijo que esta mezcla de pre-pop-art tenía extraordinaria homogeneidad. Estoy convencido. Poel fue un gran innovador que vio claramente que la coherencia no guarda relación con el verdadero estilo de Shakespeare. En mi escenificación de Trabajos de amor perdidos hice que el personaje llamado Dull, alguacil, se vistiera de policía Victoriano, ya que su nombre me evocó la típica figura del Bobby londinense. Por otras razones, el resto de los personajes llevaban vestidos dieciochescos a lo Watteau, pero nadie se dio cuenta del anacronismo. Hace largo tiempo vi una puesta en escena de La doma de la bravía en la cual todos los actores vestían exactamente como habían visto a los personajes -todavía recuerdo a un cowboy y a un actor grueso que apenas cabía dentro de su uniforme de paje-, y esta fue con mucho la más satisfactoria interpretación que he visto de dicha obra.

Está claro que la porquería es lo que principalmente da filo a la rudeza; lo sucio y lo vulgar con cosas naturales, la obscenidad es alegre, y con estos elementos el espectáculo adquiere su papel socialmente liberador, ya que el teatro popular es por naturaleza anti-autoritario, anti-pomposo, anti-tradicional, anti-pretencioso. Es el teatro del ruido, y el teatro del ruido es el teatro del aplauso.

Piénsese en esas dos horrendas máscaras que nos miran ceñudas desde las páginas de tantos libros sobre teatro: se nos ha dicho que en la antigua Grecia esas dos máscaras representaban dos elementos iguales, la tragedia y la comedia. Al menos, nos las muestran siempre como partes iguales de una unidad. Sin embargo, a partir de la época clásica se ha considerado “legítimo” el teatro importante mientras que se ha tenido como menos serio el teatro tosco. No obstante, todo intento de revitalizar el teatro ha tenido que volver a la fuente popular. Meyerhold apuntó muy alto, quiso llenar de vida el escenario, tuvo por maestro reverenciado a Stanislavsky, por amigo a Chejov, pero a la hora de la verdad buscó inspiración en el circo y en el music-hall. Brecht estaba enraizado en el cabaret, Joan Littlewood tiene la vista puesta en las ferias de atracciones. Cocteau, Artaud, Vakhtangov, los más improbables compañeros de camino, todos estos espíritus selectos han vuelto al pueblo, y el teatro total es la mezcla de dichos ingredientes. El teatro experimental sale continuamente de sus salas habituales y se reintegra a lugares más populares: el verdadero sitio de reunión de las artes norteamericanas no es la ópera, sino la comedia musical, en las raras veces que esta cumple su promesa. Los libretistas, coreógrafos y compositores se vuelven hacia Broadway. Un ejemplo interesante es el del coreógrafo Jerome Robbins, que pada del “teatro puro y abstracto” de Balanchine y Martha Graham a la tosquedad del espectáculo popular. Pero la palabra “popular” no lo resume todo, ya que sólo parece evocar fiestas campesinas y gente inofensiva y alegre. La tradición popular es también sátira feroz y grotesca caricatura, cualidad que ya estaba presente en el más importante de los teatros toscos, el isabelino, y hoy día la obscenidad y la truculencia se han convertido en los motores del resurgimiento de la escena inglesa. El surrealismo es tosco, Jarry lo es también. El teatro de Spike Milligan, en el cual la imaginación, liberada por la anarquía, revolotea como murciélago entrando y saliendo por todas las formas y estilos posibles, tiene al máximo esa tosquedad. Milligan, Charles Wood y unos pocos más señalan el camino hacia lo que puede convertirse en una pujante tradición inglesa.

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