miércoles

JOSÉ LEZAMA LIMA - EL LEGENDARIAMENTE ESCANDALOSO CAPÍTULO VIII DE PARADISO


PRIMERA ENTREGA

En su interior el colegio se abría en dos patios que comunicaban con una puerta pequeña, semejante a la que en los seminarios da entrada al refectorio. Un patio correspondía a la primera enseñanza, niños de nueve a trece años. Los servicios estaban paralelizados con las tres aulas. Las salidas al servicio estaban regaladas a una hora determinada, pero como es en extremo difícil que la cronometría impere sobre el corpúsculo de Malpighi o las contracciones finales de la asimilación, bastaba hacer un signo al profesor, para que este lo dejase ir a su disfrute. El sadismo profesoral, en esa dimensión inapelable, se mostraba a veces de una crueldad otomana. Se recordaba el caso, comentado en secreto, de un estudiante que habiendo pedido permiso para “ir afuera”, trataba de coaccionar sutilmente al profesor, situándose en la posibilidad de ser un adolescente asesinado por los dioses y al profesor en la de ser un sátrapa convulsionado. Cuidaba el patio un alumno de la clase de preparatoria, que entonces era el final de la primera enseñanza, un tal Farraluque, cruzado de vasco semititánico y de habanera lánguida, que generalmente engendra un leptosomático adolescentario, con una cara tristona y ojerosa, pero dotado de una enorme verga. Era el encargado de vigilar el desfile de los menores por el servicio, en cuyo tiempo de duración un demonio priápico se posesionaba de él furiosamente, pues mientras duraba tal ceremonia desfilante, bailaba, alzaba los brazos como para pulsar aéreas castañuelas, manteniendo siempre toda la verga fuera de la bragueta. Se la enroscaba por los dedos, por el antebrazo, hacía como si le pegase, la regañaba, o la mimaba como a un niño tragón. La parte comprendida entre el balano y el glande era en extremo dimenticable, diríamos cometiendo un disculpable italianismo. Esa improvisada falaroscopia o ceremonia fálica, era contemplada, desde las ventanas del piso alto, por la doméstica ociosa, que mitad por melindre y mitad por vindicativos deseos, le llevó la desmesura de un chisme priápico a la oreja climatérica de la esposa del hijo de aquel Cuevaroliot, que tanto luchara con Alberto Olaya. Farraluque fue degradado de su puesto de Inspector de Servicios Escolares y durante varios domingos sucesivos tuvo que refugiarse en el salón de estudios, con rostro de fingida gravedad ante los demás compañeros, pues su sola contemplación se había convertido en una punzada hilarante. El cinismo de su sexualidad lo llevaba a cubrirse con una máscara ceremoniosa, inclinando la cabeza o estrechando la mano con circunspección propia de una despedida académica.

Después que Farraluque fue confinado a un destierro momentáneo de su burlesco poderío, José Cemí tuvo oportunidad de contemplar otro ritual fálico. El órgano sexual de Farraluque reproducía en pequeño su leptosomía corporal. Su glande incluso se parecía a su rostro. La extensión del frenillo se semejaba a su nariz, la prolongación abultada de la cúpula de la membranilla a su frente abombada. En las clases de bachillerato, la potencia fálica del guajiro Laregas, reinaba como la vara de Arón. Su gladio demostrativo era la clase de geografía. Se escondía a la izquierda del profesor, en unos bancos amarillentos donde cabían como doce estudiantes. Mientras la clase cabeceaba, oyendo la explicación sobre el Gulf Stream, Laregas extraía su verga, -con la misma indiferencia majestuosa del cuadro velazqueño donde se entrega la llave sobre un cojín,- breve como un dedal al principio, pero después como impulsado por un viento titánico, cobraba la longura de un antebrazo de trabajador manual. El órgano sexual de Laregas, no reproducía como el de Farraluque su rostro sino su cuerpo entero. En sus aventuras sexuales, su falo no parecía penetrar sino abrazar al otro cuerpo. Erotismo por comprensión, como un osezno que aprieta un castaño, así comenzaban sus primeros mugidos.

Enfrente del profesor que monótonamente recitaba el texto, se situaban, como es frecuente, los alumnos, cincuenta o sesenta a lo sumo, pero a la izquierda, para aprovechar más el espacio, que se convertía en un embutido, dos bancos puestos horizontalmente. Al principio del primer banco, se sentaba Laregas. Como la tarima donde hablaba el profesor sobresalía dos cuartas, éste únicamente podía observar el rostro del coloso fálico. Con total desenvoltura e indiferencia acumulada, Laregas extraía su falo y sus testículos, adquiriendo, como un remolino que se trueca en columna, de un solo ímpetu el reto de un tamaño excepcional. Toda la fila horizontal y el resto de los alumnos en los bancos, contemplaba por debajo de la mesa del profesor, aquel tenaz cirio dispuesto a romper su balano envolvente, con un casquete sanguíneo extremadamente pulimentado. La clase no parpadeaba, profundizaba su silencio, creyendo el dómine que los alumnos seguían morosamente el hilo de su expresión discursiva. Era un corajudo ejercicio que la clase entera se imantase por el seco resplandor fálico del osezno guajiro. El silencio se hacía arbóreo, los más fingían que no miraban, otros exageraban su atención a las palabras volanderas e inservibles. Cuando la verga de Laregas se fue desinflando, comenzaron las toses, las risas nerviosas, a tocarse los codos para liberarse del estupefacto que habían atravesado. -Si siguen hablando me voy a precisado a expulsar algunos alumnos de la clase, decía el profesorete, sin poder comprender el paso de la atención silenciosa a una progresiva turbamulta arremolinada.

Un adolescente con un atributo germinativo tan tronitronante, tenía que tener un destino espantoso, según el dictado de la pitia délfica. Los espectadores de la clase pudieron observar que al aludir a las corrientes del golfo, el profesor extendía el brazo curvado como si fuese a acariciar las costas algosas, los corales y las anémonas del Caribe. Después del desenlace, pudimos darnos cuenta que el brazo curvado era como una capota que encubría los ojos pinchados por aquel improvisado Trajano columnario. El dolmen fálico de Laregas aquella mañana imantó con más decisión la ceñida curiosidad de aquellos peregrinos inmóviles en torno de aquel Dios Término, que mostraba su desmesura priápica, pero sin ninguna socarronería ni podrida sonrisilla. Inclusive aumentó la habitual monotonía de su sexual tensión, colocando sobre la verga tres libros en octavo mayor, que se movían como tortugas presionadas por la fuerza expansiva a una fumarola. Remedaba una fábula hindú sobre el origen de los mundos. Cuando los libros como tortugas se verticalizaban, quedaban visibles las dos ovas enmarañadas en un nido de tucanes. El golpe de dados en aquella mañana, lanzado por el hastío de los dioses, iba a serle totalmente adverso a la arrogancia vital del poderoso guajiro. Los finales de las sílabas explicativa del profesor, sonaron como crótalos funéreos en un ceremonial de la Isla de Chipre. Los alumnos al retirarse, ya finalizada la clase, parecían disciplinantes que esperan al sacerdote druída para la ejecución. Laregas salió de la clase con la cabeza con la cabeza gacha y con aire bobalicón. El profesor seriote, como quien acaricia el perro de un familiar muerto. Cuando ambos se cruzaron, una brusca descarga de adrenalina pasó a los músculos de los brazos del profesor, de tal manera que su mano derecha, movida como un halcón, fue a retumbar en la mejilla derecha de Laregas, y de inmediato su mano izquierda, cruzándose en aspa, en busca de la mejilla izquierda del presuntuoso vitalista. Laregas no tuvo una reacción de indignidad al sentir sus mejillas trocadas en un hangar para dos bofetadas suculentas. Dio un salto de payaso, de bailador cínico, pesada ave de río que da un triple salto entontecido. El mismo absorto de la clase ante el encandilamiento del faro alejandrino del guajiro, siguió al súbito de las bofetadas. El profesor con serena dignidad fue a llevar sus quejas a la dirección, los alumnos al pasar podían descifrar el embarazo del dómine para explicar el inaudito sucedido. Laregas siguió caminando, sin mirar en torno, llegando al salón de estudio con la lengua fuera de la boca. Su lengua tenía el rosado brioso de un perro de aguas. Se podía comparar entonces al tegumento de su glande con el de su cavidad bucal. Ambos ofrecían, desde el punto de vista del color, una rosa violeta, pero el del glande era seco, pulimentado, como en acecho para resistir la dilatación porosa de los momentos de erección; el de la boca abrillantaba sus tonos, reflejados por la saliva ligera, como la penetración de la resaca en un caracol orillero. Aquella tontería, con la que pretendía defenderse del final de la ceremonia priápica, no estaba exenta de cierto coqueteo, de cierto rejuego de indiferencia y de indolencia, como si, la excepcional importancia del acto que mostraba, estuviera en él fuera de todo juicio valorativo. Su acto no había sido desafiante, sólo que no hacía el menor esfuerzo de la voluntad por evitarlo. La clase, en el segundo cuadrante de la mañana, transcurría en un tiempo propicio a los agolpamientos de la sangre galopante de los adolescentes, congregados para oír verdaderas naderías de una didáctica cabeceante. Su boca era un elemento receptivo de mera pasividad, donde la saliva reemplazaba el agua maternal. Parecía que había una enemistad entre esos dos órganos, donde la boca venía a situarse en el polo contrario del glande. Su misma bobalicona indiferencia, se colocaba de parte de la femineidad esbozada en el rosado líquido de la boca. Su eros enarcado se abatió totalmente al recibir las dos bofetadas profesorales. El recuerdo dejado por su boca en exceso húmeda, recordaba como el falo de los gigantes en el Egipto del paleolítico, o los gigantes engendrados por los ángeles y las hijas de los hombres, no era un tamaño correspondiente a su gigantismo, sino, por el contrario, un agujero, tal como Miguel Angel pintaba el sexo en la creación de los mundos, donde el glande retrotraído esbozaba su diminuto cimborrio. Casi todos los que formaban el coro de sus espectadores, recordaban aquella temeridad enarcante en una mañana de estío, pero Cemí recordaba con más precisión la boca del desaforado provinciano, donde un pequeño pulpo parecía que se desperezaba, se deshacía en las mejillas como un humo, resbalaba por la canal de la lengua, rompiéndose en el suelo en una flor de hielo con hiladas de sangre.

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