por Manuel Vilas
A los 200 años de su nacimiento, el autor de ‘Hojas de hierba’ sigue
siendo el gran poeta de la democracia, uno de los autores más influyentes de la
literatura universal
Walt Whitman nació el 31 de mayo De 1819 en Nueva York, en West Hills, a unos
40 kilómetros del actual Empire State Building, por dar un dato preciso,
extraído de Google Maps. Calcula Google 10 horas andando desde West Hills hasta
Manhattan. Más de una vez haría ese camino este poeta del que ahora se cumplen
200 años de su nacimiento. De Whitman no se ha dejado de hablar jamás, ha
estado presente en todo momento de la historia literaria. Su fama no conoce altibajos.
En eso ha acabado siendo como Dante, Cervantes, Shakespeare o Tolstói. Whitman es un fundamento de la
literatura y el poeta más misterioso y a la vez popular de la modernidad.
Haríamos bien en preguntarnos, aprovechando este bicentenario del autor
de Hojas de hierba, por qué de vez en cuando la
literatura produce esas obras casi sobrenaturales que se inscriben en la
historia de una forma ineludible. Puede que Whitman, como Dante o como Tolstói,
supiera que la literatura funda la ilusión de la espiritualidad, de las emociones
vivas, sin la cual los seres humanos nos sentimos desamparados.
Exaltó su vida para
que nosotros nos atreviéramos a hacer lo mismo con la nuestra. Nos liberó de la
moral
No celebramos en
Whitman ni en Cervantes ninguna inteligencia más allá de la que emana de la
simplicidad e incluso de la vulgaridad de la vida. No nos enloquece ninguna
pericia literaria, ninguna invocación de la literatura por la literatura, no
nos quema la sangre ningún arte autorreferencial, ningún logro del estilo.
Celebramos una expansión, un ensanchamiento, un crecimiento de la vida. Eso fue
Whitman: la vida en expansión, una quemadura llena de belleza. Por eso, uno no
puede entrar en la poesía de Whitman sin que lo que allí lee repercuta
directamente en su concepción de la vida. De Whitman uno sale habiendo
aprendido una lección que no ha sido rebatida hasta hoy. La lección se llama
libertad interior. No ha habido después de Whitman ningún escritor que haya
añadido ni una coma en esa expansión frenética del don de estar vivo.
Por eso, este
bicentenario es importante, porque seguimos sin movernos ni una coma de lo que
alumbró Walt Whitman. Y yo me pregunto por qué no ha habido ni un paso adelante
en ese hermoso matrimonio entre literatura y autobiografía dionisiaca que fraguó
el poeta americano. De la lectura de Walt Whitman un ser humano sale tocado por
algo que va más allá de la literatura. Nadie sabe muy bien qué es ese más allá.
El crítico George Steiner encontró ese más allá en Kafka, y lo definió como la
energía propia de los fundadores de religiones. Imagino que no se le ocurrió
otra comparación. En todos los grandes de la literatura se encuentra ese
enigmático paso hacia el abismo, que acaba siendo un abismo lleno de inesperada
alegría.
Pensar en Whitman y
que aparezca Kafka parece una premeditación irónica de la vida misma. El éxito
de Whitman sigue siendo el de siempre: descubrió los espacios desnudos, los
espacios de la libertad absoluta que anida en el corazón de los seres humanos.
Y al encontrarlos, los manifestó con una escritura que nunca había sido vista
sobre la tierra. Kafka hizo lo mismo a través de unas tramas novelescas que
jamás habían sido urdidas ni imaginadas.
Hay pozos
interminables en los corazones de los seres humanos, esos pozos siguen siendo
patrimonio efectivo y real de la literatura. Este bicentenario whitmaniano
puede tener esa utilidad: recordarnos el patrimonio moral de la literatura, y
específicamente de la poesía. Cuando hablamos de Whitman creo que hablamos de
algo que va mucho más allá de un poeta. Hablamos de un profundo sentido de la
insubordinación a la sociedad y de la subordinación amorosa al orden de la
naturaleza. El centro de gravedad de Whitman sigue estando allí: la vida es
superior a la civilización y la historia, al arte y la ciencia, al tiempo y la
muerte, a cualquier orden que exceda el asombro indeterminado ante todo cuanto
nos es dado contemplar. Hizo coincidir su visión de la vida con todo un país,
al que él llamó América. Pensó que la fraternidad era la única forma de
gobierno, y a eso lo llamó democracia. Contempló el nacimiento de una nación y
fue consciente de ello. Esa consciencia hoy nos sigue maravillando.
La libertad del
hombre no puede ser ni ofendida ni avasallada ni puede ser denigrada ni
derrotada. Por eso, uno no lee a Whitman exactamente; uno se deja conmocionar
por Whitman. De la libertad política al erotismo universal había también un
paso, que Whitman dio. Otros vieron también el nacimiento de los Estados Unidos
de América, pero no supieron darse cuenta. Que solo él supiera darse cuenta es
inquietante. Imagino que eso era lo que subyugaba a Jorge Luis Borges, otro whitmaniano confeso: el don de la visión, el
don de saber mirar el presente, el don del misterio.
En Hojas de hierba hay un adanismo que ya no hemos
vuelto a ver en las creaciones culturales occidentales. Ese adanismo, en mi
opinión, fundó la autobiografía moderna. Hay una pregunta sencilla: ¿quién
habla en Hojas de hierba? No, no es una voz poética, no es
una ilustre retórica, no es una convencional tercera persona, no habla ningún
recurso literario conocido. Habla un “yo mismo”, un myself que no habíamos caído en la cuenta de su
existencia. Estaba con nosotros, pero nadie lo había nombrado. El myself de Whitman somos toda la humanidad
convertida en anhelo de belleza y verdad.
Quien nos habla es
un hombre llamado Walt Whitman y nos dice que el mundo fue creado para la
humanidad entera, para su felicidad inconmensurable. Entendemos entonces que
nosotros, que cualquier hombre, cualquier ser humano, puede hablarle al mundo.
Whitman no hizo autoficción, porque la autoficción no es carnal, hizo
autobiografía porque ésta sí es carnal. No necesitaba inventarse nada, porque
inventarse su vida hubiera sido una triste ingratitud. Exaltó su vida para que
nosotros nos atreviéramos a hacer lo mismo con la nuestra. Se dio cuenta de que
en la vida de cualquier ser humano no había nada que esconder sino todo lo
contrario. Así nos liberó de la religión, de la moral, de la política, de la
hipocresía, e incluso de la propia literatura, de esa literatura que escondía
al hombre.
Si Cervantes fundó
la novela moderna, Whitman fundó la autobiografía contemporánea. Y nos sigue
emocionando porque después de leer a Walt Whitman uno comprende la infinitud y
la belleza no de la vida de Whitman, sino de la vida propia. La vida personal
del que lee a Whitman se convierte en un acontecimiento sobrenatural. Imposible
no amar esta poesía, esta poesía que, para colmo, fue escrita en prosa.
DEL FOLLETÍN NOIR AL CUIDADO DE LA BARBA
LAURA FERNÁNDEZ
Se sabe que en 1852
Walt Whitman ya trabajaba en Hojas de hierba.
Encadenaba todo tipo de empleos, siempre ligados al mundo de la imprenta y a
publicaciones. En una de ellas, el New York Sunday
Dispatch, hizo el último de sus infructuosos intentos por
convertirse en novelista. Entre el 14 de marzo y el 18 de abril publicó, por
entregas y de forma anónima, Vida y aventuras de Jack
Engle: una autobiografía, suerte denoir urbano
(del XIX), de misterio dickensiano con maltratado huérfano como
protagonista, que se recuperó y se editó por primera vez como libro en 2017 y llegó a
España ese mismo año por partida doble: Funambulista y Libros del viento.
En la misma línea,
y también en 2017, gracias al estudioso Zachary Turpin, se descubrió que el
volumen de irónicos y bizarros consejos titulado Guía para la salud y el
entrenamiento masculinos que había publicado en 1858 un tal
Mose Velsor era, en realidad, obra del propio Whitman —Velsor era el apellido
de soltera de su madre—. La obra, un desopilante manual para aprender a cuidar
barbas, elegir zapatos cómodos y cosas por el estilo, aterrizó primero en
Estados Unidos y luego lo hizo aquí, en esta ocasión a través de Nórdica,
también el año pasado.
(EL PAÍS / 24-5-2019)
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