por
Gustav Janouch
Gustav
Janouch tenía 16 años en 1920. Su padre había descubierto que la abultada
cuenta eléctrica de la casa se debía a la lámpara del cuarto de Gustav,
despierto hasta altas horas de la noche escribiendo, corrigiendo y luego
descartando sus primeros manuscritos. El padre de Gustav trabajaba en el
Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo en Praga. Ahí trabajaba
también, en un puesto administrativo, un escritor de 37 años del círculo de Max
Brod que se había hecho medianamente conocido por La
metamorfosis: era Franz Kafka. El padre, al ver el interés de su hijo
adolescente por la literatura, se lo presentó. Nació entonces entre ellos una
amistad discipular que tomaría forma de charlas, que luego Janouch recogió en
libro: Gespräche mit Kafka (1951), traducido al
castellano como Conversaciones con Kafka (publicado por la Editorial Destino, en traducción de Rosa Sala,
que aprovechamos para recomendar).
Compartimos
aquí, de ese libro, algunos fragmentos en los que Kafka y Janouch hablan de
poesía.
Una
vez sorprendí a Franz Kafka en su despacho examinando el catálogo de la editorial
Reclam.
―Me estoy emborrachando con títulos de libros ―dijo Kafka―. Los libros son como un narcótico.
Entonces abrí mi cartera y le enseñé su contenido.
―En ese caso soy un consumidor de hachís, señor doctor.
Kafka quedó asombrado.
―¡Un montón de libros nuevos!
Vacié mi cartera encima del escritorio. Kafka agarraba un libro tras otros, lo hojeaba, leía un párrafo de vez en cuando y me lo devolvía a continuación.
Cuando los hubo visto todos, me preguntó:
―¿Piensa leer todo eso?
Yo asentí.
Kafka torció el gesto.
―Se lastra usted demasiado con cosas efímeras. La mayoría de estos libros modernos no son más que trémulos reflejos del hoy que se apagarán en seguida. Debería leer libros más antiguos. A los clásicos. A Goethe. Lo antiguo vuelve hacia el exterior su valor más íntimo: perdura. Lo únicamente nuevo es la caducidad misma, que hoy es presenta hermosa para mañana parecer ridícula. Es el camino de la literatura.
―¿Y
la poesía?
―La poesía transforma la vida. A veces eso es aún peor.
En ese momento llamaron a la puerta y entró mi padre.
―Mi hijo vuelve a molestarle.
Kafka rió.
―¡Oh, no! Estábamos hablando de diablos y demonios.
*
Mi
amigo Ernst Lederer escribía poesías con tinta azul muy clara sobre decorativas
hojas de papel hecho a mano.
Se lo conté a Kafka, quien hizo el siguiente comentario:
―Está bien. Todos los magos siguen su propio ceremonial. Haydn, por ejemplo, sólo componía con una peluca esmeradamente empolvada. Y es que escribir es una manera de invocar a los espíritus.
*
Fui
a ver al doctor Kafka a su despacho. Lo sorprendí a punto de marcharse.
―¿Se
iba usted?
―Sólo por un rato. Voy dos pisos más arriba, a la oficina de su padre. Siéntese y espéreme. No tardaré mucho. Quizá quiera hojear mientras tanto esta nueva revista. Llegó ayer por correo.
Se trataba del primer número de una revista de grandes dimensiones y lujosamente editada publicada en Berlín. Se titulaba Marsyas y la editaba Theodor Tagger. Iba acompañada de un folleto en el que la revista anunciaba la próxima publicación de toda una serie de obras nuevas, entre las que también figuraba un trabajo titulado Prosa teórica de Franz Werfel.
Werfel era amigo de Kafka, así que cuando regresó a su despacho le pregunté si sabía algo al respecto.
―Sí ―dijo Kafka brevemente―. Werfel le dijo a Max [Brod] que eso había sido una invención del editor.
―¿Y eso se puede hacer? Es una mentira.
―Y eso es literatura ―comentó Franz Kafka sonriendo―. Una huida de la realidad.
―Entonces, ¿la poesía es mentira?
―No. La poesía es una condensación, una esencia. La literatura, en cambio, es una disolución, una sustancia que facilita la vida inconsciente, un narcótico.
―¿Y la poesía?
―La poesía es justo lo contrario. La poesía despierta.
―Entonces la poesía tiende a la religión.
―Yo no diría tanto. Pero seguro que tiende a la oración.
*
Le
llevé al doctor Kafka una antología en checo de poesías religiosas francesas.[1]
Kafka estuvo hojeando un rato el librito. Después me lo pasó cuidadosamente por encima del escritorio.
Kafka estuvo hojeando un rato el librito. Después me lo pasó cuidadosamente por encima del escritorio.
―Este tipo de literatura es un manjar refinado que no me gusta. La religión acaba tan destilada que se transforma en estética. Lo que había sido un medio para darle sentido a la existencia acaba convertido en un estimulante, en un ostentoso objeto decorativo como pueden serlo, por ejemplo, las cortinas de brocado, los cuadros, los muebles tallados y las alfombras persas. La religión contenida en este tipo de literatura es puro esnobismo.
―En
eso tiene razón ―convine yo―. Por culpa de la guerra ha nacido un sustituto en
el terreno de la fe. En eso consiste esta clase de literatura. Los poetas se
adornan con la idea de Dios como con una corbata de colores a la moda.
El doctor Kafka asintió sonriente.
―Y eso que en realidad no es más que un corbatín de lo más vulgar… Como siempre que se emplea lo trascendental como vía de escape.
*
En
la cuarta página de cortesía, ya amarillenta, de mi ejemplar de Un médico rural figura la siguiente nota: “La
literatura se esfuerza por situar las cosas bajo una luz agradable y
complaciente. En cambio, el poeta se ve forzado a elevarlas al terreno de la
verdad, de la pureza y perduración. La literatura busca la comodidad. En
cambio, el poeta es un cazador de fortunas, y eso lo es todo menos cómodo”.
No
sé si se trata del registro escrito de una declaración de Franz Kafka o de la
conclusión formulada por mí de alguna de nuestras conversaciones.
*
Mi
compañero Ernst Lederer me regaló una antología de poesía expresionista: El ocaso de la humanidad – Sinfonía de la poesía actual. (2)
Mi
padre, que muchas veces sentía curiosidad por lo que yo leía, me había dicho:
―Esto no son versos. Son un picadillo lingüístico.
―Exageras ―protesté yo―. Es que la nueva poesía se sirve de un nuevo lenguaje.
―¡Cierto! ―asintió mi padre―. Crece hierba nueva a cada primavera, pero ésta de aquí me parece indigesta. Es como un alambre de espino lingüístico. De todos modos, volveré a echarle un vistazo.
Unos días después, de camino a la oficina de mi padre, pasé por el primer piso del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo para ver al doctor Kafka. Kafka, tras saludarme, puso ante mi la antología expresionista al tiempo que dijo en tono de reproche:
―¿Por
qué ha asustado a su padre con este libro? Su padre es un hombre recto y
honesto que dispone de un sinfín de valiosas experiencias pero que no es
sensible a esta clase de juegos surgidos de la degeneración de los medios
lógicos de expresión.
―En
ese caso, ¿el libro le parece malo?
―Yo no he dicho eso.
―¿Le parece una falaz ensalada lingüística?
―No. Al contrario: este libro es un testimonio alarmantemente sincero de desgajamiento. En él el lenguaje ya no actúa como aglutinante. Los autores ya sólo hablan para sí mismos. Hacen como si el lenguaje sólo les perteneciera a ellos, cuando en realidad sólo nos ha sido prestado a quienes estamos vivos por un tiempo indeterminado. Sólo se nos permite emplearlo. En realidad les pertenece a los muertos y a quienes aún no han nacido. Tenemos que tratar esta posesión con mucho cuidado. Los autores de este libro lo han olvidado. Son aniquiladores del lenguaje, y ése es un crimen muy grave. Una herida en el lenguaje es una herida en los sentimientos y en el cerebro, es un oscurecimiento del mundo, una congelación.
―¡Y eso que se supone que siempre operan con el ardor de los sentimientos en su momento de máxima tensión!
―Sólo de palabra. Es una especie de coueísmo. (3)
―Es
una estafa ―exclamé con vehemencia―. Esa gente se hace pasar por lo que no es.
―¿Y
qué? ¿Qué hay de extraordinario en eso? ―Su cara adoptó una expresión
fascinante que expresaba compasión, paciencia y perdón simultáneamente―.
¿Cuántas injusticias no se cometen en nombre de la justicia? ¿Cuánto
embrutecimiento no navega bajo la bandera de la ilustración? ¿Cuántas veces la
decadencia no se cubre con la máscara de la prosperidad? Cada vez se ve más
claro. La guerra, además de quemar y desgarrar el mundo, también lo ha
iluminado. Hemos podido ver que se trata de un laberinto construido por los
mismos hombres, un frío mundo mecanizado cuya comodidad y supuesta
funcionalidad nos destituyen y degradan cada vez más. Se ve muy bien en el
libro que me ha prestado su padre. Estos poetas gimotean líricamente como niños
que pasan frío, o vociferan himnos como idólatras que se han vuelto salvajes, y
retuercen tanto más sus palabras y sus miembros cuanto menos creen en los
ídolos ante los que bailan.
*
Estaba
en el despacho de Kafka. Llevaba conmigo las Canciones de la horca,
de Chistian Morgenstern.
―¿Conoce usted sus poesías serias? ―preguntó Kafka―. ¿Tiempo y eternidad? ¿Etapas?
―No,
ni siquiera sabía que escribiera poesías serias.
―Morgenstern es un poeta terriblemente serio. Sus poesías son tan serias que tiene que refugiarse en cosas como las Canciones de la horca para huir de su inhumana seriedad.
*
El
poeta praguense en lengua alemana Johannes Urzidil recopiló y publicó las
poesías de un amigo suyo que murió apenas cumplir los veinte años.
Le pregunté a Franz Kafka si había conocido al difunto. Ya no recuerdo su respuesta, pero sí la observación que hizo al final.
―Era un joven tan infeliz que fue a perderse entre los judíos centenarios que plagan los cafés y se murió. ¿Qué otra cosa podía hacer? Hoy en día los cafés son las catacumbas de los judíos. Carecen de luz y de amor. No todo el mundo puede soportarlo.
*
A
mi padre le encantaban los poemas en prosa de Altenberg. Cuando encontraba en
el periódico alguno de sus pequeños apuntes lo recortaba y guardaba
cuidadosamente en una carpeta especial. Cuando se lo conté, Kafka sonrió, se
inclinó hacia delante, metió sus manos plegadas entre las rodillas y dijo en
voz muy baja:
―Eso es hermoso. Es muy hermoso. Siempre he apreciado mucho a su padre. A primera vista parece muy frío y prosaico. Podría pensarse que no es más que un funcionario serio y eficiente. Pero cuando se lo conoce un poco mejor, su engañosa superficie pone al descubierto una fuente de cálida humanidad. Su padre, a pesar de todos sus conocimientos, también posee una imaginación creativa muy viva. Por eso ama la poesía. Y es que Peter Altenberg es un verdadero poeta. En sus pequeñas historias refleja toda su vida. Y cada paso, cada movimiento que hace confirma la verdad de sus palabras. Peter Altenberg es un genio de las naderías, un raro idealista que va descubriendo las bellezas del mundo como colillas en los ceniceros de los cafés.
*
En
una ocasión, al devolverme un libro de poesías de Francis Jammes, Kafka me
dijo:
―¡Es
una persona tan conmovedoramente sencilla, tan feliz y tan fuerte! Para él la
vida no se desarrolla entre dos noches. Desconoce por completo la oscuridad. Él
y todo su mundo reciben el amparo de la mano todopoderosa de Dios. Igual que un
niño, le habla a Dios de tú como si fuera un miembro más de su familia. Por eso
no envejece.
*
Cuando
Kafka vio que llevaba conmigo un libro de poesías de Johannes R. Becher,
comentó:
―No
entiendo estas poesías. En ellas hay tanto ruido y tal profusión de palabras
que uno no logra desprenderse de sí mismo. Las palabras no se convierten en un
puente, sino en un muro elevado e infranqueable. La forma obliga a tropezar constantemente,
de modo que uno no puede penetrar hasta el fondo. Sus palabras no se condensan
para formar un lenguaje. Son un grito, eso es todo.
*
Hablamos
de Baudelaire.
―La poesía es enfermedad ―dijo Franz Kafka―. Pero no se sana de ella sólo con la contención de la fiebre. ¡Al contrario! El ardor depura e ilumina.
*
Heinrich
Heine.
Kafka: “Un hombre desgraciado. Los alemanes le reprochaban y le reprochan su judaísmo cuando en realidad es un alemán; es más, es un pequeño alemán en conflicto con el judaísmo. Eso es precisamente lo que tiene de más típicamente judío”.
*
Mi
padre me regaló por mi cumpleaños las poesías de Georg Trakl.
Franz Kafka me contó que Trakl se había suicidado con veneno para huir de los horrores de la guerra.
Franz Kafka me contó que Trakl se había suicidado con veneno para huir de los horrores de la guerra.
―Una deserción de la muerte ―observé.
―Tenía demasiada imaginación ―dijo Kafka―. Por eso no pudo soportar la guerra, que es algo que surge sobre todo de una falta de imaginación descomunal.
*
―La
música genera estímulos nuevos, más finos, más complicados y, por ello, más
peligrosos ―dijo Franz Kafka una vez―. En cambio, la poesía pretende aclarar la
confusión de sensaciones, elevarlas a la conciencia, purificarlas y, de este
modo, humanizarlas. La música es una multiplicación de la vida sensual. En
cambio, la poesía es su dominación y elevación.
*
Le
llevé al doctor Kafka un número especial de la revista praguense en lengua
checa Červen (Junio), que contenía
la traducción de la extensa poesía “Zone” de Guillaume Apollinaire. Pero Kafka
ya la conocía.
―Leí la traducción nada más publicarse. Además, ya conocía el original francés. Apareció en el libro de poesía Alcools. Estos poemas y una edición barata de las cartas de Flaubert fueron los primeros libros franceses que cayeron en mis manos después de la guerra.
―¿Qué impresión le ha causado?
―¿Qué? ¿La poesía de Apollinaire o la traducción de Čapek? ―precisó Kafka, de esa manera escueta que le era tan propia.
―¡Las dos cosas! ―aclaré, exponiendo inmediatamente mi propia opinión―: Yo me he quedado maravillado.
―Me lo puedo imaginar ―dijo Kafka―. Lingüísticamente se trata de un logro excepcional, tanto la poesía como la traducción.
Eso me animó. Me alegré de que mi “descubrimiento” le hubiera gustado al doctor Kafka, así que intenté extenderme en las causas de mi entusiasmo y argumentarlas. Cité un verso del principio de la poesía en la que Apollinaire se refiere a la torre Eiffel como pastora de un rebaño de automóviles que balan, me referí a su mención del reloj del ayuntamiento judío de Praga con los signos de las horas en hebreo y cité el texto que describe las paredes de ágata y malaquita de la capilla de San Wenceslao en la catedral de San Vito, en el Hradčany, para rematar mi opinión sobre la obra de Apollinaire con la frase: “Esta poesía es un gran arco lírico tendido de la torre Eiffel a la catedral de San Vito y que abarca bajo él todo el mundo multicolor de nuestro tiempo”.
―Sí
―convino el doctor Kafka con un asentimiento―, la poesía es un auténtico
malabarismo. Apollinaire ha concentrado en ella sus hallazgos visuales formando
una especie de visión. Es un virtuoso.
La última frase la pronunció en un tono peculiar y ambiguo. Bajo la admiración que expresaban sus palabras percibí una reticencia omitida pero claramente perceptible que involuntariamente halló en mí un eco silencio que crecía por momentos.
―¿Un
virtuoso? ―dije lentamente―. Eso no me gusta.
―A mí tampoco ―corroboró Kafka con franqueza y me pareció que con alivio―. Estoy en contra de todo virtuosismo. La habilidad del ilusionista siempre sitúa al virtuoso por encima del tema que está tratando. Pero ¿puede un poeta estar por encima de su objeto? ¡No! El mundo que experimenta y representa lo mantiene preso, al igual que a Dios lo mantiene preso su creación. Para verse libre de él, el poeta lo expulsa de sí. Pero eso no es un acto de virtuosismo, sino un dar a luz, una procreación comparable a cualquier parto. ¿Y ha oído alguna vez que determinada mujer sea una virtuosa pariendo?
―No, nunca he oído nada semejante. Lo cierto es que las palabras “parto” y “virtuosismo” no concuerdan.
―Naturalmente ―asintió el doctor Kafka―. No hay partos virtuosos. Sólo hay partos difíciles o fáciles, aunque siempre dolorosos. El virtuosismo sólo les está reservado a los comediantes, y los comediantes siempre empiezan donde termina el artista. La poesía de Apollinaire es buena muestra de ello. Él condensa sus distintas experiencias espaciales en una visión temporal suprapersonal. Lo que Apollinaire extiende ante nosotros es una película hablada. Es un ilusionista que le ha sugerido al lector una imagen entretenida. Eso nunca lo hace un poeta, sino sólo un comediante, alguien cuyo oficio es entretener. El verdadero poeta intentará incorporar su visión a la experiencia cotidiana del lector y para ello empleará un lenguaje aparentemente muy llano y familiar. Aquí tiene un ejemplo.
El doctor Kafka sacó un librito grisáceo encuadernado en cartón de uno de los cajones laterales de su escritorio.
―Son los relatos de Kleist ―me dijo―. Esto sí es auténtica poesía. Y, sin embargo, el lenguaje de Kleist es claro. En él no encontrará arabescos lingüísticos ni petulancias. Kleist no es un ilusionista ni un animador. Toda su vida transcurrió oprimida por la tensión visionaria entre el hombre y su destino, que él supo iluminar y retener en un lenguaje claro y comprensible para todo el mundo. Su visión pretende convertirse en una experiencia de acceso universal. En ello pone su esfuerzo, sin acrobacias lingüísticas, comentarios ni sugestiones. En Kleist la modestia, la comprensión y la paciencia se aúnan para generar la fuerza necesaria para el éxito de cualquier parto. Por eso lo leo una y otra vez. El arte no es cuestión de aturdimientos fugaces, sino un ejemplo de efecto perdurable. Los relatos de Kleist lo muestran con toda claridad. En Kleist se encuentra la raíz del moderno arte alemán del lenguaje.
*
Karl
Richard Huelsenbeck, el líder de los dadaístas alemanes, pronunció una
conferencia en Praga.
Redacté un artículo informativo al respecto y le llevé el manuscrito a Kafka.
―Su
informe no debería llamarse “Dada” sino “Dudu” [4] ―me
dijo después de leer el artículo―. Sus frases delatan un gran anhelo de
compañía humana. Es decir, en el fondo, un anhelo de comunidad, de crecer, de
ampliar su pequeño yo. Para ello huye de la soledad de su yo diminuto y triste
y se refugia en el bullicio de las tonterías infantiles. Es una locura
voluntaria, y por eso graciosa; pero locura al fin y al cabo. ¿Cómo vamos a
poder encontrar al otro si nos perdemos a nosotros mismos? El otro, es decir,
el mundo en toda su extraordinaria profundidad, sólo se nos muestra en el
silencio. Pero usted sólo se calma para poder levantar mejor el dedo índice con
ademán de reproche: “Du, du!”.
Quemé el manuscrito
*
El
doctor Kafka me regaló un grueso volumen de la editorial Reclam: el libro de
poemas Hojas de hierba del americano Walt Whitman. Me
dijo:
―La traducción no es muy buena. En algunos pasajes incluso es bastante áspera, pero por lo menos permite formarse una impresión aproximada de este poeta, que es uno de los mayores inspiradores formales de la lírica moderna. Sus versos sin rima pueden considerarse el modelo de los ritmos libres de Arno Holz, Emile Verhaeren y Paul Claudel, así como del poeta checo Stanislav Kostka Neumann, entre otros. Al oír eso me apresuré a decir que Jaroslav Vrchlický, que en opinión de la crítica literaria oficial de Praga “le había abierto una ventana al mundo a la literatura checa”, hacía años que había traducido al checo las Hierbas, de Walt Whitman, a modo de curioso experimento lingüístico.
―Lo sé ―dijo Franz Kafka―. El aspecto formal de las poesías de Walt Whitman ha encontrado un eco extraordinario en todo el mundo. Y eso que en realidad la importancia de Walt Whitman radica en algo muy distinto. Él ha reunido en una vivencia única y embriagadora la contemplación de la naturaleza y la de la civilización, aparentemente tan opuesta a ella, ya que siempre ha sabido percibir la fugacidad de todas las apariencias. Whitman dijo: “La vida es lo poco que queda del morir”. Por eso le dedicó todo su corazón a cada brizna de hierba. Así es como me fascinó ya desde muy joven. Yo admiraba la coherencia que había entre su arte y su vida. Cuando en Norteamérica estalló la guerra entre los Estados del Norte y los del Sur, que fue lo primero que hizo poner en movimiento la máxima potencia de nuestro actual mundo mecánico, Walt Whitman se hizo enfermero. Actuó como hoy en día deberíamos actuar todos nosotros. Ayudó a los débiles, enfermos y vencidos. Él era un verdadero cristiano y por eso sabía medir muy bien la gradación y el valor de la humanidad, lo que le emparentaba íntimamente con nosotros, los judíos.
―Entonces, ¿conoce usted muy bien sus escritos?
―No tanto sus escritos como su vida, ya que ella es, en realidad, su obra principal. Lo que escribió, sus poesías y sus artículos, no son más que los rescoldos que deja la hoguera de una fe activa y vivida con coherencia.
*
Le
mostré a Franz Kafka la traducción alemana de la colección de ensayos Intenciones, de Oscar Wilde, que me había regalado Leo
Lederer.
Kafka hojeó el libro, y dijo:
Kafka hojeó el libro, y dijo:
―Reluce y atrae como sólo puede relucir y atraer un veneno.
―¿No le gusta el libro?
―Yo no he dicho eso. Al contrario: puede gustar demasiado fácilmente, lo cual también es uno de los grandes peligros que encierra este libro. Y es que es peligroso porque juega con la verdad. Jugar con la verdad siempre supone jugar con la vida.
―Entonces,
¿usted cree que sin verdad no puede haber auténtica vida?
Kafka asintió en silencio.
Tras una breve pausa dijo:
―Muchas veces la mentira sólo es la expresión del miedo a poder ser aplastado por la verdad. Es la proyección de la propia pequeñez, del pecado, lo que se teme.
(Traducción
de Rosa Sala)
[1] Se trata de un volumen de la revista
antológica Nota et Vetera, editada por Josef Florian en Stará Rise.
[2] Se trata de la famosa antología
de poesía expresionista Menschheitsdämmerung – Symphonie jüngster
Dichtung, titulada así en alusión al Ocaso de los ídolos (Götzen-Dámmerung)
de Friedrich Nitezsche, editada por el filólogo Kurt Pinthus en 1919. Aún hoy
se la considera la antología más representativa del expresionismo literario
alemán
[3] Emile Coué (1857-1926),
farmacéutico y naturalista francés cuyo tratamiento curativo basado en la
autosugestión, el llamado “coueísmo”, gozó de gran prestigio en los años
veinte.
[4] Du es la segunda
persona singular del pronombre personal en alemán.
(hablar de POESÍA)
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