La partida del Sargento Cimarrón (3)
-¡Pucha, somos una manga
de bárbaros, todos, sobre el suelo! ¡Y tener que andar entre nosotros un ser
como ese!
Giraba Don Juan, a su
vez, para tornar al rancho, cuando, a pesar de sus congojas, sonrió. Bajó el
ombú, exactamente en el mismo sitio en que él estuviera sentado momentos antes,
ahora había alguien, también sentado, también mateando: el Zorrino, su primo.
Allí, las riendas volcadas en una rama, estaba, asimismo, el apreciado cebruno.
Aproximándose, Don Juan
iba advirtiendo que el caballo tenía los ijares como fuelles; que se hallaba
tapado en sudor. Por lo cual, de esa observación, preocupados sus ojos pasaron
a clavarse en los ojos del llegado.
-¿Qué anda haciendo tan
temprano?
-A prevenirte, Don Juan.
Las cosas se están medio como queriéndose ladear.
-¿Qué hay?
Y Don Juan miró hacia
atrás, como con el temor absurdo de que la Mulita, ahora apenas un punto
blanco, el de su pañuelo en el chilcal, pudiera llegar a oír.
Sin abandonar su asiento
ni interrumpir el mate enteró el Zorrino de su encuentro con un chasque. Iba
este a dar contraorden a la partida procurante de una lavandera que hizo un
desmán a su propia patrona…
El comisario mandaba abandonar
esa búsqueda y empeñarse en prender a Don Juan, pues por el resto del lazo que
le quedó al Peludo en la cintura había identificado al autor del atentado.
Agregó el Zorrino que,
siguiendo con precauciones al “parte”, lo vio alcanzar a la partida y cómo el
grupo se dirigía a las poblaciones viejas de Don Juan. Topados con que se
habían pelado la frente, salieron como sin rumbo. Siempre sobre sus huellas, el
primo de Don Juan observó que hablaba con un Terutero…
-Ese, Juan, que anda de
flor porque heredó al finado su hermano, muerto de un pasmo siendo tan gente
como era, para que su plata la disfrutara el perdulario que quién sabe hasta
cuándo queda vivo.
Advirtió el Zorrino lo
ligero que por curiosear salió el Terutero al encuentro de la partida. Y estaba
firmemente convencido de que los haría dirigirse hacia la nueva vivienda de Don
Juan, siendo, como era, sabedor de ella, el repelente.
En la mano el mate que el
otro, siempre sentado a pesar de su agitación rabiosa, le alcanzara, Don Juan
había quedado meditabundo, cada vez más pronunciado el entrecejo.
Y, precisamente en el
momento en que su primo iba a incorporarse para disponerse a la acción, Don
Juan, de pronto, con imponente calma,
-¿Cuántos eran? -preguntó
tomando asiento sobre un cráneo vacuno, frente a su interlocutor.
-Siete -respondió el
Zorrino arrellanándose otra vez, aunque un poco desacomodado por la tamaña
calma que se le puso adelante. -Al principio, Juan, eran cinco milicos y el
Sargento Cimarrón. Pero a estas horas hay que contar la incorporación del
chasque.
Con el mismo acento
helado, aunque como brasas los ojos, Don Juan contuvo la bombilla que se
llevaba a la boca, para decir:
-Está bien. Los voy a
esperar, y los voy a pelear a los siete. Yo ni les huyo ni me entrego.
El Zorrino aparentó
calma, por más que, presa de brusco júbilo, la mente se le pobló de belicosas
imágenes. Y empezó a aplacar:
-Pelear -le decía- es
lindo cuando hay necesidá; pues no es cosa de que, a la primera ocasión, ya nos
estemos haciendo el gusto. Eso se deja para la juventú.
-Aquí hay que pelear o
irse del pago. Y yo me les hago estaca.
-¿Pero hasta cuándo creés
que vas a poder seguir peleando? Yo sé que a esta partida la exterminamos. (Y
recalcó el plural nuestro amigo.) Pero, ¿y después? ¿No hay más que siete
milicos en el mundo? Después, a la más o menos larga, hay que apretar el gorro
o morir. Y para morir, Juancito, siempre hay tiempo.
-Eso dicen -sonrió Don
Juan al recibir el mate. Fue como un encogimiento momentáneo. En seguida volvió
a hundirse en tenebrosas conjeturas. Y su silencio hizo cancha al discurrir de
su interlocutor.
-¡Claro! Mal que bien, a
esto ya uno lo conoce. Pero a la muerte, ¡qué querés!, toditos le desconfían.
En ella -y el Zorrino se fue reconcentrando- en ella los vivientes entran muy
allá a las obligadas, como ganado chúcaro al río; bufando, olfateando fuerte,
sentándose en los garrones, mientras la vida, con paciencia, viene haciendo
costado.
Había recibido el mate.
Mientras se inclinaba a cebarlo, pretendió con concretar su argumentación. Pero
como desde el principio se debatían en él dos poderes opuestos, el que le hacía
brotar la belicosidad de Don Juan, por él, en el fondo, compartido, y aquella
fuerza contraria, la de su posición de cuidador de una existencia preciosa;
como sufría ese tira y afloja, al Zorrino le empezó a aparecer en el meollo una
oleada que le empujó el pensamiento por cuesta abajo sin obstáculos.
Presintiendo tanto inminente peligro, mientras argumentaba a Don Juan, había
sido llevado a la idea de la muerte. Engolfado en ella, se fue olvidando de los
riesgos que intuía y que en su propia muerte podrían desembocar. Grave,
circunspecto ahora, con un dejo si no es altanero, se elevó de la muerte de un
ser en particular para seguir los efectos de la Flaca Vieja sobre el conjunto
entero de vivientes:
-Sí, Juan, la vida nos va
arriando como por campos ajenos. Y sin que nos dé alcance, atravesamos los
esteros, los montes, las cerrilladas, que nos desflecan el cuero -esos son los
dolores… -y las lluvias y las heladas son las penas menos duras- y después
cruzamos unos trebolares y cañaditas como pintadas -esas son las alegrías-.
Pero allí no puede parar. La vida bien montada, y no calla el ¡Hopa! ¡Hopa!...
y siga, no más, y siga, topándonos entre nosotros como si los porrazos ya
llevados en el mundo fueran pocos. Y al que caiga, se le pasa por arriba, y que
se levante, si puede, cuando hayan pasado los últimos… ¡Hopa!, no más; ¡Hopa! ¡Hopa!
(Don Juan sorbía el mate que le correspondía, lo devolvía… La Mulita estaba
presente ahora en su mente y se la ocupaba toda. Por eso no escuchaba). La vida
va unas veces como distraída, como en otra cosa y, otras veces, como airada;
parece que como diciendo: “¡Puta que los parió! ¡Cuándo se van a morir todos, y
me dejan tranquila!” Sube el sol, se baja el sol para hacerle lado a la luna y
sus estrellas… Y chirlazo aquí, pechada allá con el encuentro, todito el mundo
va siendo arriado al final de su destino. “¡Linda altura para establecerse con
pulpería!” “¡Como para aguantar a un ejército esas sierras y quebradas,
hermanito!” “¡Y aquel rancho allí, al lado del arroyo, que si usté lo completa
con caña y guitarra…!” Y cuando uno medio quisiera sofrenar y echar un pial y
un tiro de bola a alguno de aquellos lindos porvenires para todos los gustos
que está viendo, ya lo llevan entrando a una picada barrosa y, en seguida, ya
está otra vez dejando las lonjas de su cuero entre las cinacinas y los talas…
(-Si uno se queda, hay que pelear -pensaba Don Juan-. Y si pelea, entonces
menos es posible quedarse. ¿Y la Mulita, entonces, sola?). Era en vano, pues,
que el Zorrino le siguiera explayando: -Usté se queja, protesta, mira para
atrás, revolviendo los ojos… y en un derrepente usté advierte que vienen
apurando… Y ahí, sí, se da cuenta usté mismísimo de todo. De buena gana,
entonces, usté cambiaría por lo peor de lo que le ha pasado esto que se le
apareció tendido en un bajo y en noche de cerrazón, para peor o ya medio como
para helar. Y usté siente como el borbollón, no más, de unas aguas negras, y no
divisa barrancas. Ya a usté ya le viene el sudor frío. Porque sabe que la vida
va a pegar la vuelta, y que usté, entonces, solito se tiene que internar entre
balidos. Y que el sol y que la luna y que las bandadas de estrellas también van
a pegar la vuelta todas juntas, porque de allí no pasan. Y en otro derrepente comprende
usté que ya no es de atrás que empujan; que es de adelante que lo han como
enlazado a usté del cogote y como que se lo llevan de la cincha, inútilmente
arando usté el suelo con las patas. ¡No, compañero! Para morir siempre hay
tiempo… Nosotros, aquí, lo que tenemos que hacer…
Don Juan, que había escuchado
a medias las últimas palabras, lo interrumpió, llevándose con brusco ademán la
mano al ala del sombrero y hundiéndoselo sobre la frente.
-¡Usté se va! -exclamó-.
¡Usté no tiene que comprometerse!
-¡No se me pare de manos,
compañero, que mi medio bozal es casi un tiento, y de nadita se me rompe! El
macho nunca debe comprometerse al santo botón… Haciendo esfuerzos por decir lo
contrario de lo que volvió a sentir -ganas de llevarse todo por delante-
consiguió aconsejar: -El macho piensa bien y, después, recién después, procede.
Ahora creyendo que era más que fiel a su intención aplacadora, continuó:
-Después, sí, procede, y le mete para adelante, no más, caiga quien caiga… Pero
lo primero es lo primero, Juan. Yo te he venido a buscar para llevarte a casa.
Allí, con tranquilidá, planearemos las cosas. Y, después…
Don Juan se había echado
el sombrero a la nuca. Estirado el pie derecho, rascaba el suelo con la
espuela. Sin saber todavía qué hacer, pero sereno, sonrió ante las palabras de
su primo y le vino el capricho de contrariarlas con ambigüedad, a fin de
mantener su libertad de pensamiento.
-¡No haga corral, que no
entro! ¡Ya van a saber quién es Don Juan!
-¿Pero, y qué culpa tiene
el milicaje? Con el Peludo todo está bien. Con el Comisario Tigre, todo más que
bien. ¡Pero matar y hacerse matar en esta forma,,,!
A Don Juan lo volvieron a
anegar las sombras.
-¡Todos ellos son una
misma cosa! -resonó como rebencazo-. Todos ellos son como un viento malo que
arrasa, ciego. ¿Qué es un viento malo de esos? Es el mismo aire que respiramos.
Pero de golpe empujado quién sabe por qué y por quién… Y te martiriza la
hacienda, te hace volar el techo del rancho, te traba el respiro mismo, ¡él que
es el aire!
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