(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
Promedia el mes de
enero. El sol cae a pique, agobia. Los vecinos buscan refugio bajo los aleros
de las casas, en las arboledas o en el monte virgen que rodea al Río Negro. Otros,
más osados, se sumergen en el río, caminan por las inmaculadas arenas color
tiza, o entretienen su ansiedad recurriendo a las artes de la pesca. Si tienen
suerte pueden hacerse de alguna tararira, de una boga, de algún pejerrey,
aunque lo que predomina en verano son los dorados. Pero para conseguirlos, los
circunstanciales pescadores deben batallar con imposibles nubes de mosquitos,
que feroces caen sobre sus curtidos rostros. También Correa debe enfrentar aquella
caballería voladora mientras cruza los montes de algarrobo plagados de
espinosos nidos de cotorras. Viera lo alcanza cuando está llegando a su casa.
Está alterado.
-Ya tengo más de
cincuenta hombres. ¿Cuándo es el día?
Correa nota la
decisión que embarga a Viera y solamente atina a decir, como la vez anterior:
-No es tiempo aun,
continúe acopiando más gente.
Ya no puede
sostener la situación y por eso le promete que inmediatamente comenzará a convocar
a sus seguidores, para que estén listos a su llamado. Palpa diariamente que los
ánimos de los vecinos están sobrecargados. Podían decidir no esperar más y
pasar por encima de las recomendaciones y cualquier error apeligra costar caro.
Entonces rumbea hasta el rancho de Jacinto Gallardo. Y le dice:
-Llame al Comisionado
del Cololó, don Félix Rodríguez. Es preciso llevar adelante la obra…
***
Félix y Correa
tienen casi la misma edad y son viejos amigos, por eso el encuentro desborda de
regocijo y picardías, hasta que el Alférez baja a su antiguo compinche
teatralmente a la realidad.
-Ha llegado el
momento que usted demuestre con denuedo su amor a la patria.
Don Félix lo mira
expectante. Algo trascendente lo espera.
-Pa´ lo que usted
mande…
-Se alarma porción
de gente, con Pedro Viera a la cabeza.
No hay que explicar
más. Los dos saben de qué se trata.
-Para atacar estos
pueblos y sujetarlos al gobierno de Buenos Aires, es preciso que usted convoque
todo su vecindario, para que cuando les avise Viera, corra con su gente a la
reunión.
El Comisionado se
despide embargado por la emoción. Inmediatamente Correa manda a llamar a
Sebastián Cornejo, Basilio Cabral y Francisco Bicudo, en los que deposita la
mayor confianza.
Ni bien llegan,
les impone de qué se trataba.
-Cada uno de por
sí, como cabezas de división, convoquen a todos los que puedan en los partidos
de Coquimbo y Sarandí, para cuando Viera les avise.
Entusiasmado
Bicudo responde por los tres.
-¡Hay que abajar
la cerviz y el orgullo de los españoles, de quienes merecimos tantas injurias!
Correa los mira perderse
entre los montes. El camino ha sido iniciado.
***
De cuando en
cuando el ardor del sol incendia algún pastizal. Principios de febrero es de
preparativos. Ahora la expectativa es más concreta, tiene nombre y apellido.
Pero la espera continúa y para aliviarla corren las pencas o en el bar, las
partidas de naipes y taba. Hay que ajustar detalles y por eso Viera visita de
nuevo a Correa.
-Ya tengo más de
ochenta hombres -simplemente informa, dejando caer, como que ya está todo pronto
para el levantamiento.
-Aún no es tiempo,
continúe reuniendo gente…-lo contiene Correa.
Y agrega:
-Yo contribuyo con
tres armamentos completos y suficientes municiones, puramente míos. Cuando sea
ocasión, pase aviso a Francisco Bicudo, Sebastián Cornejo y Basilio Cabral, que
están encargados de reunir partidarios de Coquimbo, Cololó y Sarandí.
Indirectamente le
está diciendo que confíe, que también ha estado actuando. Y no solamente con
palabras.
Por su parte Reyes
ha continuado yendo y viniendo a pedido de Correa. Ha recorrido pago tras pago
y ha traído muchas noticias, pero no la que todos esperan. Pocos días después
vuelve Viera para entrevistarse con Correa. Está exasperado:
-¡La gente se
manifiesta descontenta por lo que se retarda el avance!
Lo peor que puede
ocurrir es que la población estalle en forma desorganizada y sin control. Un
error puede ser fatal.
-¡Contenga!
¡Contenga un poco! Aguardo noticias de Gualeguay, el fin es asegurar una obra
de tanto bulto -casi suplica el Alférez.
Los vecinos los
ven pasar y para muchos más que un augurio, es un mandato. Por más faenas de
campo que cualquiera pueda tener encima es imposible sustraerse al colosal
espectáculo. La yeguada es enorme. Han recorrido grandes distancias y lejos de
huir de la presencia humana, los baguales se acercan a los que miran, para
luego continuar desfilando. Sus cuerpos elásticos, nunca sometidos, infunden el
libre albedrío. Su presencia y su andar de por si convoca a la liberación.
***
Promedia febrero.
El pequeño grupo de hombres cruza como una ráfaga. Viene de Colonia. Son
criollos conocidos y respetados. Los que los ven nada dicen, pero sospechan,
adivinan. Por algo van hacia el norte. Uno de ellos es venerado en la campaña.
Era Blandengue. ¿Lo seguirá siendo? Simplemente verlo alborota los ánimos,
infunde seguridades. Y así, por lo menos entre los que asisten a aquella
pequeña cruzada, llueven las especulaciones, algo trascendente está ocurriendo.
Algo incontenible. ¿Será un símbolo de lo que vendrá, una clarinada de la
historia?
A esta altura todos
en Capilla de Mercedes complotan. Unos reclutan a otros, y a su vez estos
intentan reclutar a los que reclutan. La región es un manojo de intrigas. El
vecino de Mercedes y Sargento de Milicias de Colonia, Don Martín Brocal, es un
hombre de prestigio, tiene gran partido en toda la jurisdicción y es un apasionado
de Buenos Aires. Por eso, confiado, Correa en persona le cuenta en lo que anda.
Y agrega:
-Entusiasme a
cuantos pueda… Actúe como un verdadero apóstol, para toda laya de gente.
El sargento cumple
con creces el encargo, pero no con discreción. La noche del veintiuno de
febrero nunca se borrará de su memoria, porque ese día, aquel período
turbulento, desintegra a su familia. El error fue confiar en su hermano,
Alférez de su misma compañía. Deseoso de traerlo a su partido, mientras matean,
le cuenta sus planes, pero resulta ser adicto a los españoles. El Alférez se muestra
indeciso y ni bien se despiden, corre a precaver a su concuñado, un portugués, para
que oculte sus bienes, porque están por atacar al pueblo. Y el portugués corre
a informarle a otro portugués, llamado Don Pedro, quien inmediatamente da parte
al Alcalde. Todo ocurre con extrema rapidez, en ese momento no son más de las
diez de la noche. Y, como no puede ser de otra manera, se alarman los españoles,
que colocan en las bocacalles cinco plazas de artillería y lanzan sus patrullas
por las calles de Mercedes.
Por la infidencia,
no será posible tomarlos por sorpresa.
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