Estaba sentado y
contemplativo en el porche de mi casa, cuando una sombra sobre el rabillo del ojo me desconcentró;
era el vuelo de una avispa, de las que llaman arañera, que van en busca de una
clase de bicho que espantados solemos matar sin piedad. Ella lo caza para suministrar
el alimento a la prole, y lo inmoviliza sin matarlo con su terrible aguijón anestesista.
Justamente, pensaba yo de manera artesanal y fortuita en las formas de alimentarse
del hombre, en cómo aprovecha la energía y medra con la riqueza del planeta. La
producción y sus relaciones con el destino humano fue el objeto de estudio de Karl
Marx, cuyas ideas aparecen hoy bajo otra vestimenta y diferente ideología en Ian
Morris, quien pone en el lugar de las relaciones de producción “la manera concreta de
capturar la energía del mundo que nos rodea”[i].
Aparece sin menoscabo la apropiación de la vida ajena
para favorecer la propia, porque ¿qué moral o qué derecho artrópodo le dio a la
avispa el derecho de inmolar a la araña? Todo responde a la necesidad de menguar
el hambre de unos en detrimento de los demás, que en buen castellano quiere
decir ¡que gane el mejor!, ¡que sobreviva el más fuerte!, proclama equívoca atribuida
a Darwin. Se trata de la vieja lucha por la supervivencia, de la que surge la
tendencia a remitir todo lo que pasa en el mundo al mito que entre nosotros
fascinó a Carlos Reyles: la metafísica del oro. El encanto de los patrimonios y
rentas, la producción de bienes y el poder que conduce al culto de la materia,
animada o inanimada y que satisfacen inmejorablemente las filosofías
correspondientes, utilitarismos y neoliberalismos, fascismos y comunismos, mecanicismos
y fenomenismos.
Parece que todo queda allí, en la eterna lucha que
sólo conoce el desenlace del perdedor y el ganador. ¿Cómo se llega a esta situación?
Para la naturaleza no hay valores ni moral, asuntos inherentes al hombre. ¿Qué
hay tras la escena de la avispa que arrastra a su víctima con obstinación? De
hechos como este, ¿se origina todo lo demás, la ecología, las leyes de la biología,
entre los humanos la conciencia, la sociedad, la cultura y los sentimientos? El
brutal arrastre de la avispa esparce la superestructura; no la que se
corresponde con la paz y la dicha sino la que supura angustia, horror y muerte.
Todo en aras de la supervivencia. Somos una entelequia: el resultado de la vieja
amistad entre la vida y la feracidad de la tierra, la existencia consciente y
la energía acumulada a través de los eones, vuelta gas y petróleo.
Hoy se quiere trazar esta pintura con los colores de
la época, el algoritmo, el circuito integrado y el sensor que actualiza los
cómputos a la medida de la circunstancia[ii].
La avispa ha sido reemplazada por un dispositivo autopoiético que responde a
las necesidades de la supervivencia sin que medie araña alguna y, entre los
humanos, el dispositivo funciona sin que genere (¿?) superestructura ideológica
ni creencia. La escena es helada y en ella la conciencia es sólo rastro, huella
inútil, fósil para estudio de la antropología. Si la cultura era un fleco
desprendido de la economía, para los materialistas actuales es un fleco
desprendido del algoritmo, que desplaza la fe, las ideas y el espíritu. Que el cuadro
haya sido mil veces contemplado con otros colores, pero efectos igualmente predecibles,
no disminuye el interés de los observadores que caen ante él rendidos y deslumbrados.
El desborde de curiosidad y el asombro produce un subliminal sentimiento de abandono:
¿qué se va a hacer si ya está todo hecho en el genoma y evolucionará solo? He
aquí la nueva filosofía, el descubrimiento de los pirrónicos del siglo XXI, el neomaterialismo
y la ética posmoderna.
Pero se ha omitido un fragmento del cuadro. Corresponde
a lo desplazado por la fuerza de las ideas, los efectos indeseados que saltan
como viruta y se infiltran solapados permitiendo que aparezcan los fantasmas del
sistema: los sentimientos, las emociones, la pasión. Los ingenieros ponen en
los parlantes de sus robots, antes que nada, el reconocimiento de que no pueden
sentir emociones; en ellos el fantasma es una aspiración superior. Al mismo
Marx se le apareció este fantasma y, aunque se haya dicho, creyendo explicarlo,
que “para estudiar la sociedad no se debe partir de lo que los hombres dicen,
imaginan o piensan, sino de la forma en que producen los bienes materiales
necesarios para su vida”[iii],
sin embargo, no hizo eso exactamente el autor del más famoso materialismo, cuya
inteligencia iba más allá de lo que han supuesto panegiristas y detractores.
“Marx hace en su libro exactamente lo contrario: parte justamente de lo que los hombres ‘dicen, imaginan o piensan’.
No olvidemos que la obra se titula, justamente, Contribución a la crítica de la economía
política y no es otra cosa que la lectura crítica
del discurso (en cierto modo científico y, a partir de cierto punto,
ideológico) de la economía política.”[iv]
Horacio Tarcus ha observado que esa “lectura en clave
de determinismo económico irritaba a Marx (‘Todo lo que sé es que yo no soy
marxista’, declaró) y llevó al viejo Engels a ciertas matizaciones. En las
cartas de los últimos años advirtió que el proceso de determinación económica
no es directo, sino mediado por instancias diversas, que las superestructuras
también reaccionan sobre la estructura económica, que debe estudiarse cada
proceso histórico y no aplicar modelos abstractos, y que los ‘factores’ en
juego en los procesos sociales son muchos, de modo que lo económico sólo es
determinante ‘en última instancia’”[v].
En la Introducción al libro de Marx La lucha de clases en Francia, edición
de 1895, Federico Engels se refirió a la “concepción materialista” de Marx, que
parte “de la situación económica dada”. Añade que “se trataba de demostrar en
el curso de un desenvolvimiento causal interno, es decir, en el espíritu del
autor, de reducir los acontecimientos políticos a los efectos de las causas, en
último análisis, económicas”[vi].
Aquí, ya Engels se refiere a las causas, “en último análisis, económicas”,
admitiendo con esa expresión que puede haber otras. En realidad, y refiriéndose
a los acontecimientos de 1848 en Francia, dice Marx que “dos acontecimientos
económicos mundiales precipitaron la explosión del malestar general y maduraron
el descontento hasta la rebelión”. Estos acontecimientos
fueron “la enfermedad de la papa y las malas cosechas de 1845 y 1846”, así como
“la carestía de la vida en 1847”, causas que causaron “conflictos sangrientos”[vii].
Seguramente, la
pérdida del alimento y las malas cosechas debieron causar el malestar de los campesinos y el malestar general, así como la carestía de la vida y otros
inconvenientes. Si bien es clara esa causa del descontento, ¿es la principal
causa de la rebelión? Lo principal, ¿es lo primero que aparece? ¿Cuántas veces
se pudrieron las cosechas y encareció la vida sin que nadie se levantara en
armas ni en nada variara la historia? Eso sí: se interpuso la voluntad de los
hombres, la elección que los llevó a rebelarse, a manifestar en los hechos el
malestar y disponerse a hacer algo. De poco sirve apelar a la casuística
cronológica. Lo económico es una causa y está detrás de la rebelión, de los
hechos decisivos, incluso de la historia, como quiso Engels. Pero están también
las otras causas y los otros factores de parecida y determinante importancia.
Febrero de 2019.
(1) Ian Morris, Cazadores, campesinos y
carbón. Historia de los valores de las sociedades humanas, Barcelona, Ático de
los Libros, 2016.
(2) Yuval Noah Harari, Homo Deus. Breve
historia del mañana, Barcelona, Debate, 2016.
(3) Ian Morris, Cazadores, campesinos y
carbón. Historia de los valores de las sociedades humanas, Barcelona, Ático de
los Libros, 2016.
(4) Yuval Noah Harari, Homo Deus. Breve
historia del mañana,
Barcelona, Debate, 2016.
(5) Marta
Harnecker, citada por Horacio Tarcus.
(6) Horacio
Tarcus, “Leer a Marx en el siglo XXI”, introducción en Karl Marx, Antología, Buenos Aires, Siglo XXI,
2014, traducción de Pedro Scaron, p. 16.
(7) Horacio
Tarcus, obra y lugar citados.
(8) Friedrich
Engels, Introducción a Karl Marx, La
lucha de clases en Francia, Buenos Aires, Claridad, 2007, traducción de
Tristán Suárez, p. 7.
(9) Karl
Marx, La lucha de clases en Francia,
obra citada, p. 58.
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