Las excentricidades del
pianista Glenn Gould son famosas y
se han interpretado como la manifestación de un presunto síndrome de Asperger. De aspecto
desaliñado, nunca prescindía del abrigo, la bufanda y los guantes. Cuando
llegaba el calor veraniego, mantenía su atuendo, casi como si desafiara al
mundo exterior, proclamando su independencia física y espiritual. Subía al
escenario con el frac arrugado, la garganta cubierta con una o varias bufandas,
y mitones en las manos. Siempre viajaba con un maletín repleto de medicamentos.
Su obsesión por la salud no impidió que muriera de una apoplejía a los
cincuenta años, mientras interpretaba las Variaciones Goldberg.
Nadaba con unos guantes negros de caucho hasta las axilas y evitaba estrechar
la mano, pues sentía aversión hacia el contacto físico. Dormía con la radio
encendida, pues no soportaba pasar ni un minuto sin música. Sus actuaciones en
público implicaban un complejo y extraño ritual. Sumergía las manos y los
brazos en agua caliente durante veinte minutos, imitando la forma de proceder
de los cirujanos. Después se sentaba en una silla vieja y con las patas tan
cortas que el teclado le quedaba a la altura de la nuez. Su postura le hacía
parecer un jorobado o un borracho desplomado sobre la barra de un bar. Muchas
veces se quitaba los zapatos y canturreaba con los ojos cerrados, asumiendo la
expresión de un místico en pleno éxtasis. ¿Era un excéntrico o
pretendía ocultarse detrás de una máscara, distanciándose de una realidad que
le desagradaba? ¿Se trataba sólo de manías patológicas o era su forma de
afrontar el reto de la música? “No, no soy en absoluto un excéntrico”,
declaró varias veces.
Thomas Bernhard se aventuró
en el mundo de Glenn Gould en El malogrado. El austríaco
enfurruñado, el escritor que hizo de la desesperanza un lema vital (o, si se
prefiere, letal), el enfermo crónico que nunca dejó de fantasear con
suicidarse, el hombre implacable consigo mismo (“Nadie es tan crítico con mis
cosas como yo. Podría actuar contra mí mismo como actúo contra mis
personajes”), convirtió a Glenn Gould en la fatal obsesión de dos pianistas de
indudable talento, pero incapaces de continuar con su incipiente carrera como
instrumentistas tras escuchar al canadiense interpretando las Variaciones
Goldberg. Publicada en 1983, El malogrado es la
historia de un trío espiritual donde no es posible la armonía, ni la amistad.
Cuando se ama demasiado, cuando se admiraba en grado superlativo hasta rozar la
idolatría, la ternura y el respeto resultan inviables. Sólo cabe odiar
ferozmente y consumirse por la dolorosa conciencia de una asimetría insalvable.
El argumento de la novela es sencillo y esquemático, una estructura mínima para
soportar un largo monólogo. Tres jóvenes acuden en el Mozarteum a
las clases de Vladimir Horowitz, el “dios del
piano”, el maestro de la emoción, el perfeccionista con una técnica impecable.
Uno es el narrador, otro Wertheimer, que más tarde se convertirá en “el
Malogrado” y, por último, el propio Glenn Gould, por entonces un virtuoso en
progresión ascendente. Gould destaca por su “obsesión artística”, por su
“radicalismo artístico”. Su innegable superioridad desanima mortalmente a sus
condiscípulos, que deciden renunciar a la música. Wertheimer se desprende de su
piano de cola Bösendorfer, y el narrador de su Steinway,
regalándolo a la hija sin talento musical de un maestro, con el enfermizo
propósito de que lo destroce: “Sabía que abandonaba mi instrumento a la
indignidad absoluta”. Wertheimer decide dedicarse a las ciencias del espíritu,
escribiendo aforismos. El narrador escoge la filosofía para llenar su futuro,
huyendo de Salzburgo, una ciudad que supuestamente aniquila los mejores
impulsos del ser humano. Thomas Bernhard es un artista del
resentimiento, un maestro del agravio, un frío apologista del nihilismo.
En El malogrado, muestra una vez más su virtuosismo para odiar y
execrar, sin ocultar la complacencia que le produce experimentar rabia,
aborrecimiento y despecho.
Hijo ilegítimo, Thomas Bernhard nació
en 1931 en Heerlen, Países Bajos. Durante su niñez, conoció la escasez afectiva
y material. Su mala salud, que siempre le acompañaría, agravó sus carencias,
propiciando los sentimientos de amargura, tristeza y desencanto. Su situación
apenas mejoró en casa de sus abuelos maternos en Viena, pero en su nuevo hogar
descubrió la música y la literatura. Escritor aficionado, su abuelo le reveló
la existencia de un mundo que -con los años- se convertiría en su verdadera
patria. Durante el Tercer Reich, estudió como interno en un colegio
nacionalsocialista, que pasó a ser un centro católico al finalizar la Segunda
Guerra Mundial. Asqueado con el fervor nacional-católico de sus compatriotas,
abandonó las aulas y probó suerte como aprendiz de comerciante. El tiempo
acabaría devolviéndolo al terreno de las artes. Entre 1955 y 1957, estudió en
el Mozarteum de Salzburgo, preparándose para ser músico y
actor, pero finalmente se dedicaría a la literatura. Ya en vida, Thomas
Bernhard adquirió el prestigio de los clásicos y, desde su muerte, su estatura
artística no ha cesado de crecer. El malogrado contiene todos
los temas que le atormentaron: la vocación creadora, el miedo al fracaso, la
misantropía, la atracción por la muerte, un indomable pesimismo existencial, la
imposibilidad de amar y ser amado, la exaltación de la soledad, un desprecio
ilimitado hacia las ideas de salvación, fraternidad o comunión. Su estilo
denso, turbio, reiterativo, explora las emociones humanas, encadenando
sarcasmos y desengaños. No hay un claro en su umbrío bosque de palabras, ni un
rayo de luz que delate la presencia –o la inminencia- del sol. Thomas
Bernhard arremete con furor contra todo, movilizando una bilis ingeniosa que
transforma las palabras en proyectiles. El Mozarteum es “una mala escuela”
y sus profesores son “exorcistas del arte, […], asesinos de espíritus, verdugos
de estudiantes”; los mesones austriacos “están todos sucios y son asquerosos”;
el mundo “es repulsivo, desde el principio mismo”; las familias no se quieren:
se “aniquilan mutuamente”; las gentes sencillas no son bondadosas, sino
mezquinas y odian a los artistas: el mayor error consiste en creer que
cambiarán en el curso de la historia; el paisaje austriaco es horripilante: “El
viaje de Viena a Linz no es más que un viaje a través del mal gusto. De Linz a
Salzburgo las cosas no son mejores”; Suiza no es un destino mejor: “En Chur,
una persona, aunque duerma una sola noche, puede quedar destruida para toda la
vida”; la docencia musical y, en general, cualquier clase de magisterio,
implica transitar por “un camino deplorable y repulsivo”; la Naturaleza no es
hermosa, sino sucia, caótica y “perjudicial para la salud”. Thomas
Bernhard monologa sin interrupción, felizmente recluido en el círculo sin fin
de la desesperanza. Condena al mundo y se condena a sí mismo. Presumir que
la muerte es una ventana hacia la nada le resulta sumamente tranquilizador.
Nada merece perdurar, especialmente la especie humana, capaz de las mayores
abominaciones.
En una larga entrevista con el
escritor y crítico literario Peter Hamm, Bernhard confiesa que sólo le mantiene
vivo la curiosidad. Las cosas esenciales no cambian, pero sí la perspectiva con
que las observamos. Peter Hamm publicó póstumamente la entrevista con el
título ¿Le gusta ser malvado?, recogiendo las respuestas de un
escritor al que no le molestaba ser acusado de malicia y perversidad. La
realidad es algo limitado, vulgar y miserable, y, en cambio, un cerebro
malintencionado es infinito y prodigioso. El odio es una sima con un fondo
inalcanzable. Siempre puedes continuar descendiendo, adentrándote en un fango
espeso e inacabable. Para Thomas Bernhard sus personajes son “trozos de
color”, simple materia. No piensa en ellos como seres humanos. Su tormento
interior no le despierta ninguna compasión. Wertheimer el
Malogrado, el narrador y Glenn Gould se parecen en muchas cosas. Son
“fanáticos natos del parapeto”, individuos que han elegido libremente la
soledad, el aislamiento. Son maniáticos, inflexibles y despectivos. Gould cree
firmemente en la autodisciplina y aborrece el sentimentalismo. No aguanta al
público y desdeña los halagos. Cuando repara en un hombre, sólo ve en él a un
ser mutilado, deforme y gravemente enfermo. Siempre interpreta las Variaciones
Goldberg y el Arte de la Fuga, aunque aparentemente toque
una pieza de Brahms, Mozart, Beethoven o Schönberg. Su talento
matemático ha convertido su repertorio musical en una interminable aria
barroca, que se multiplica en todas las variaciones posibles.
Glenn Gould dio su último concierto
el 10 de abril de 1964. Escogió Los Ángeles para despedirse de la música en
directo. Hasta su muerte en 1982, vivió en su Toronto natal en una casa situada
a orillas de un lago, rompiendo sólo su aislamiento para realizar grabaciones
en estudio, dirigir y presentar programas de radio o colaborar con el cine,
seleccionando piezas para las bandas sonoras. Podía hablar durante horas por
teléfono, pero le molestaba recibir visitas. Cuando divisaba pequeñas
embarcaciones de pesca, se subía a su lancha motora para espantar a los peces y
desmoralizar a los presuntos intrusos. Su conducta puede confundirse con fobia
social o con una antipatía vocacional, semejante a la de Pío Baroja, “el hombre malo
de Itzea”, pero había un motivo de fondo más serio: “La llamada disciplina –aclaró
Gould- […] es una manera de excluirse de la sociedad” y, para desarrollar con
rigor una actividad artística, como tocar el piano o escribir, resulta
“absolutamente indispensable”. Glenn Gould adoptó una vida ascética para
exacerbar sus grandes cualidades: una memoria prodigiosa que le permitía
prescindir de las partituras; una extraordinaria capacidad de concentración y
un oído absoluto, gracias al cual podía escuchar la música mentalmente,
pues “el piano se toca con el cerebro” y no con los dedos, simple
prolongación de una experiencia espiritual. Su famosa silla no era un
capricho, sino la culminación de su educación musical. Hijo de una profesora de
piano, su padre recortó las patas de una silla para adaptarla al pequeño Glenn,
que sólo tenía ocho años. Por entonces, Gould era alumno del chileno Alberto
Guerrero, pianista y director de orquesta. Guerrero ideó complejos ejercicios
de dedos y, para asegurar una correcta ejecución, presionaba la espalda de su
alumno cuando tocaba. Glenn se acostumbró a tocar con el teclado a la altura de
sus ojos, casi como si se hubiera colgado del instrumento. Con un pequeño
respaldo adornado con una hoja tallada, la silla se convirtió en un rasgo de
estilo, creando una relación muy peculiar con el piano. Situado veinte
centímetros por debajo que el resto de los intérpretes, no podía lanzar el
ataque de brazo, antebrazo y muñeca que requiere el fortísimo. Sólo podía
atacar con los dedos, logrando un sonido limpio, claro y sereno, opuesto al
estilo romántico. Su forma de articular la frase y pulir el sonido, evitando
los contrastes dinámicos y restringiendo al mínimo el uso del pedal, era la más
idónea para las audacias polifónicas de Bach, el último Beethoven, Webern o
Schönberg.
Gould empezó a tocar el piano con
tres años. No aporreaba las teclas con las palmas abiertas, como otros niños,
sino que las pulsaba lenta y suavemente. Se familiarizó con las partituras
mucho antes que con los libros: “Supe leer música antes que palabras”. Estudió
piano, órgano y composición en el conservatorio. A los diecinueve años ya no le
quedaba nada que aprender. Según Bruno Monsaingeon, con Gould
“desaparece la distinción entre creación e interpretación”. El intérprete
deja de ser un simple ejecutante para convertirse en un creador que se enfrenta
con libertad y autonomía a la partitura. En 1955, realiza su primera grabación
de las Variaciones Goldberg, consagrándose mundialmente. En 1981
repitió la grabación para aprovechar los avances tecnológicos, que siempre le
apasionaron, no tanto por la posibilidad de corregir errores, sino por su
capacidad de engendrar un todo coherente. En su primera versión del Aria
con variaciones diversas para clave con dos teclados (nombre original
de la famosa composición de Bach), Gould afirmó que
la obra desplegaba una música sin principio ni fin, exenta de clímax o
resolución. Lejos de cualquier afectación, poseía una intensidad espiritual que
podía pasar desapercibida, pero que se revelaba luminosamente durante una
escucha atenta y creativa. Su segunda -y otoñal- versión, grabada un año antes
de su muerte, es más introspectiva. Sus frases y ornamentos profundizan en su
equilibrio apolíneo, rompiendo definitivamente con los flecos románticos que se
habían colado en la variación nº 25, donde Gould, afligido, sólo apreciaba una
especie de “Chopin nocturno”.
Conviene señalar que las opiniones del pianista eran sumamente subjetivas. Le
agradaba Petula Clark, pero no soportaba a los Beatles. Despachó a Verdi con un
enfático “me pone enfermo”, y Puccini, con un colérico
“me indigna”.
Gould tuvo una infancia complicada.
Amor en casa, maltrato en la escuela por parte de sus compañeros, que le
consideraban raro e inquietante. Wertheimer creció en un hogar enrarecido por
la neurosis. No puede perdonar a sus padres, pues “todos los padres saben muy
bien que prolongan en los hijos la infelicidad que son ellos”. Su crimen se
duplica al engendrar nuevas vidas. Wertheimer considera que su hermana sólo nació
para ser testigo de su desgracia, para humillarle con su mirada, para ser el
espejo de su infortunio. Nacer es una fatalidad, pero se puede amar esa
catástrofe. Wertheimer ama su infelicidad, la cuida como si fuera una flor que
necesita una atención permanente. Esa extraña pasión le impulsa a quemar sus
aforismos, dispersos en miles de páginas manuscritas. El narrador también
arroja al fuego su ensayo sobre Gould, después de pasar dos décadas trabajando
en la obra. Ambos se enamoran de su fracaso.
Wertheimer terminará suicidándose. No
lo hace durante un arrebato, sino después de pasar años especulando con la
muerte. El narrador descarta hacer lo mismo, pero sabe que su vida ha perdido
cualquier atisbo de sentido. “Glenn nos aniquiló”, concluye, sin absolverlo ni
condenarlo. La perfección mata. Gould no era una persona, sino “una máquina
artística”. Glenn era un genio; Wertheimer sólo era ambición. Su suicidio era
previsible, pero la causa última no fue Gould, sino su deslumbrante
interpretación de las Variaciones Goldberg. El descarnado
pesimismo que circula por las páginas de Thomas Bernhard evoca el aire mórbido
de la prosa de Cioran, donde se postula “amar la ceniza, cual ave fénix que
desprecia la resurrección…” (Extravíos). Menos lírico que el rumano,
pero tal vez más profundo, Bernhard dibuja un paisaje desolador, donde el ser
humano deambula como un enfermo desahuciado. No hay esperanza, ni mañana. Sólo
una reiteración absurda de una rutina abocada a disiparse en la
insignificancia. ¿Hay algún motivo para vivir? “Sólo una curiosidad
primitiva, animal”, apunta Bernhard en su diálogo con Peter Hamm.
¿Compartía Gould esa interpretación de la existencia? En una entrevista
telefónica con Elyse Mach celebrada en 1981, el pianista afirma: “Toda mi vida
he tenido la sensación de que existe un más allá; la transformación del
espíritu es algo que hay que tener en cuenta y debemos esforzarnos por conducir
la existencia pensando en esa posibilidad. Por eso aborrezco las filosofías del
aquí y ahora”. Gould admite que la idea del más allá aplaca nuestros miedos,
pero descarta que sea un simple artificio de la conciencia para combatir la
angustia. El más allá le parece “intuitivamente verdadero” y “mucho más
plausible que la nada o el olvido”. Gould es un místico que se apoya en la
tecnología de los estudio de grabación para definir mejor la música y acceder a
una experiencia estética trascendente. Esa actitud explica que llegara a decir
algo tan sorprendente como “la música para piano apenas me interesa”. Se
habla mucho de la excentricidad de Gould, pero sería más correcto hablar de
intensidad. Su aislamiento no es un síntoma autista, sino una elección
espiritual.
Los personajes de Thomas Bernhard se
parecen a las figuras de Francis Bacon: carne rota, casi descuartizada. Los tres
protagonistas de El malogrado sufren una desintegración
sistemática que refleja unas identidades rotas, quebradas, desfiguradas. En
realidad, Bernhard habla de sí mismo. Siempre habla de sí mismo, reconoce a
Peter Hamm. Es el tema central de su literatura. No lo hace por apego a su yo,
sino por el deseo de destruirlo, de borrarlo. Quizás por eso dejó dispuesto que
sus restos descansaran bajo una lápida sin nombre. ¿Por qué sucumbió
Thomas Bernhard al hechizo de Glenn Gould? Tal vez porque advirtió la misma
grandeza en la perfección que en el fracaso. En ambos casos, se trata de
una búsqueda febril, incansable, obsesiva, eternamente insatisfecha. Wertheimer el
Malogrado sólo cosechó olvido. Gould vive en la gloria. Los dos
ardieron en el altar del absoluto, revelando que el hombre nunca se
conformará con el aquí y ahora. Somos espíritu y el espíritu siempre quiere
llegar más allá.
Nota bibliográfica:
Thomas Bernhard, El malogrado.
Traducción de Miguel Sáenz. Madrid, Alfaguara, 1985.
Peter Hamm, ¿Le gusta ser malvado? Conversación con
Thomas Bernhard. Traducción de Miguel Sáenz. Madrid, Alianza, 2013.
Sería injusto no destacar las
excelentes traducciones de Miguel Sáenz, que borran
cualquier rastro de la violencia ejercida para volcar un texto literario a otro
idioma, demostrando que el buen traductor, lejos de ser un mero intérprete o un
potencial traidor, pertenece al linaje de los creadores.
(El Cultural 20-11-2018)
(El Cultural 20-11-2018)
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