por Beatriz Esquivel
Los inventos de los mayas no se limitan a las matemáticas o la
astronomía, también incursionaron en el desarrollo de pigmentos.
Ciertos colores han
sido trascendentes para la humanidad, ya sea porque son muy costosos, difíciles
de extraer o porque se mantienen vibrantes con el paso de los años. El púrpura
es uno de esos colores, que históricamente se ha relacionado con la nobleza, ya
que se trataba de un pigmento de difícil elaboración y por lo tanto usarlo en
telas u otros era muy costoso.
Otro ejemplo de un
pigmento muy preciado y exclusivo sólo para los pintores de renombre –de hecho,
solía utilizarse como método de pago– es el azul ultramarino, mismo que se
obtiene del lapislázuli, una piedra semipreciosa que costaba su peso en oro y
provenía de Asia. Su uso se puede rastrear en las obras de Rubens y Vermeer, de
quien se dice que llevó a su familia a la ruina pagando por este pigmento.
Sin embargo, a
pesar de lo preciado que el azul ultramarino pudo ser en Europa, en
América, los mayas desarrollaron
su propio pigmento azul hacia el siglo VIII. Al igual que el europeo, no se
desvanece con rapidez bajo el sol y ha probado ser muy vibrante.
El azul maya se encuentra en múltiples
murales y códices, así como en varias pinturas novohispanas que aparentemente
utilizaron este pigmento en lugar del azul ultramarino. Incluso se ha rastreado
el uso del azul maya en Cuba, parada obligada de todos los barcos que viajaban
de la Nueva España hacia España y Europa en general.
El azul maya se
obtiene con la mezcla de la arcilla palygorskita —y estudios recientes apuntan
a la sepiolita, que tiene una estructura similar— y el añil, incluso por un
tiempo fue conocido como “añil de roca”. El añil es el pigmento azul que se
obtiene de macerar los tallos y hojas de la planta del mismo nombre —Indigofera
suffruticosa— y se trata del pigmento más fino de nuestro continente.
El proceso exacto
que los mayas llevaron a cabo para obtener este azul aún es desconocido, aunque
existen ciertas aproximaciones. Una de ellas, es trabajar el pigmento y la
arcilla en húmedo. Algunos creen que este método fue un descubrimiento
accidental: primero se golpeaban las hojas con piedras y se exprimían, para
después macerarlas en agua arcillosa, después se filtraba y se oxigenaba, para
finalmente calentar la mezcla entre unos 100 y 110ºC.
Otra alternativa
era trabajar los materiales en seco, una vez se obtenía el añil en polvo,
también conocido como tlacehuilli, se agregaba a la arcilla
caliente antes de que se enfriara por completo, provocando una reacción que
tiñe toda la arcilla de un particular color turquesa.
«El
azul maya es extremadamente estable: pudiendo resistir al ataque de ácido
nítrico concentrado, álcali y disolventes orgánicos muy fuertes sin perder su
color». Afirma en un boletín el INAH.
La resistencia del
azul maya se debe a las reacciones químicas que ocurren en el momento en el que
se mezcla el añil con la arcilla. En pocas palabras, al calentar la mezcla de
la arcilla y el añil, el agua arcillosa se seca, permitiendo que el añil ocupe
los surcos que agua dejó de la palygorsikita. La absorción del añil hace que no
sea sencillo que otros elementos penetren la estructura de la arcilla, probando
así ser tanto o más resistente que el pigmento europeo.
Por mucho tiempo,
el uso del azul maya, tanto en nuestro continente como en Europa pasó
desapercibido, al grado que recientemente comenzó a analizarse puntualmente las
coloraciones azules de las pinturas para determinar si en algún momento se
utilizó esta invención de los mayas sin conocimiento.
(ARTE / 6-11-2018)
(ARTE / 6-11-2018)
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