domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (45)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 10)


El estudiante se fue a pie desde el teatro hasta la calle nueva de Santa Genoveva haciéndose los más hermosos proyectos. Había notado la atención con que lo había examinado la señora de Restaud, ya en el palco de la vizcondesa, ya en el de la señora de Nucingen, y presumió que la condesa no le cerraría en adelante las puertas de su casa. Iba a adquirir así cuatro relaciones principales entre la elevada sociedad parisiense, puesto que contaba simpatizar también con la mariscala. Sin explicarse los medios, adivinaba de antemano que en el complicado juego de los intereses de este mundo tenía que agarrarse a una rueda para encontrarse en lo más alto de la máquina. “Si la señora de Nucingen se interesa por mí, yo le enseñaré a gobernar a su marido. Este hace negociar a la banca y tal vez pueda ayudarme a conseguir pronto una fortuna.” No se decía esto, precisamente, porque no fuera aun bastante político como para cifrar una situación, apreciarla y calcularla; pero estas ideas flotaban en su horizonte en forma de ligeras nubes y, aunque no tenían la aspereza de las de Vautrin, si hubiesen sido sometidas al examen puro de la conciencia, no hubieran dado de sí nada puro. Por una especie de transancciones de este género, los hombres llegan a esa moral relajada que profesa la época actual, donde se encuentran más raramente que nunca esos hombres rectos, esas hermosas voluntades que no se avienen nunca al mal, y que juzgan como un crimen la menor desviación de la línea recta; magníficas imágenes de la probidad que nos valieran dos obras maestras, Alceste de Molière, y recientemente Jenny Deans y su padre, (1) en la obra de Walter Scott. Puede ser que la obra opuesta, la descripción de las sinuosidades por donde hacer rodar su conciencia un hombre de mundo, un ambicioso, esquivando aparentemente el mal, para guardar las apariencias, no sería ni menos bella ni menos dramática. Al llegar a la puerta de su pensión, Rastignac se había enamorado de la señora de Nucingen, a la que encontraba fina y esbelta como una golondrina. La embriagadora dulzura de sus ojos, el delicado y sedoso tejido de su piel, bajo la cual creyó ver circular la sangre, el sonido encantador de su voz, sus rubios cabellos, todo lo recordaba; y tal vez la marcha, poniendo su sangre en movimiento, ayudaba a esa fascinación. El estudiante llamó con fuerza a la puerta de papá Goriot.

-Vecino -le dijo-, he visto a su hija Delfina.

-¿Dónde?

-En los Italianos.

-¿Se ha divertido mucho? Entre -dijo Goriot levantándose en camisa, abriendo la puerta y volviendo a acostarse-. Hábleme usted de ella -le pidió.

Eugenio, que entraba por primera vez en la habitación de papá Goriot, no pudo reprimir un movimiento de asombro al ver la pocilga que habitaba el padre después de haber admirado el lujo de la hija. La ventana carecía de cortinas. El papel pegado a las paredes estaba desprendido en algunos lugares por efecto de la humedad y dejaba ver el yeso ennegrecido por el humo. El buen hombre yacía en una mala cama, no tenía más que un cobertor y una manta corta hecha con pedazos de vestidos viejos de la señora Vauquer. El piso era húmedo y estaba lleno de polvo. Enfrente de la ventana se veía una de esas viejas cómodas de madera de hinchado vientre, con agarraderas de cobre torcido en forma de sarmientos decorados con hojas o flores, y una mesita vieja de madera y sobre ella un jarro de agua y todos los utensilios necesarios para afeitarse. En un rincón, los zapatos; a la cabecera de la cama una mesa de noche sin puerta ni mármol, y en el rincón de la chimenea, donde no había huellas de fuego, la mesa cuadrada de nogal, cuya pata había servido a papá Goriot para deformar el servicio de plata. Un maltrecho secreter, sobre el cual estaba el sombrero del buen hombre, un canapé de paja y dos sillas completaban aquel miserable mobiliario. El cortinaje de la cama estaba reemplazado por un roído trozo de tela con cuadrados rojos y blancos atado con un trapo a una de las vigas del techo. El aspecto del cuarto daba frío y oprimía el corazón, pues se parecía al más mísero albergue de una cárcel. Afortunadamente, Goriot no vio la expresión que se pintó en el rostro de Eugenio cuando colocó la vela sobre la mesa de noche. El buen hombre se volvió y permaneció tapado hasta la barba.

-Vamos a ver, ¿cuál le gusta más, la señora de Restaud o la señora de Nucingen?

-Prefiero a Delfina porque lo quiere a usted -le respondió el estudiante.

Al oír estas palabras, dichas con calor, el buen hombre sacó un brazo de la cama y estrechó la mano a Eugenio.

-Gracias, gracias -le dijo conmovido-. ¿Qué le ha dicho a usted de mí?

El estudiante repitió las palabras de la baronesa embelleciéndolas, y el anciano lo escuchó como si oyera la palabra de Dios.


Notas

(1) Personajes de la La prisión de Edimburgo, de W. S.

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