domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 134 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO QUINTO

7 (4)

-Recoge tu espada, Reginaldo, y no olvides tan fácilmente tu venganza. ¿Quién sabe? Acaso llegue el día en que ella te lo reproche-. Más tarde sentiste remordimientos que habrían de tener una existencia efímera; decidiste lavar tu culpa mediante la elección de otro amigo a quien bendecir y honrar. Con ese recurso expiatorio borrabas las manchas del pasado, volcando sobre el que fue tu segunda víctima, la simpatía que no habías sabido demostrar al otro. Vana esperanza; el carácter no se modifica de un día para el otro, y tu voluntad siguió idéntica a sí misma. Yo, Elsenor, te vi una primera vez, y desde entonces no pude olvidarte. Nos miramos unos instantes y tú sonreíste. Bajé los ojos porque vi en los tuyos un fulgor sobrenatural. Yo me preguntaba si, a favor de una noche oscura, te habrías dejado caer secretamente entre nosotros desde la superficie de alguna estrella, porque confieso, hoy que ya no es necesario fingir, que no te parecías a los jabatos de la humanidad, pues una aureola deslumbrante de rayos rodeaba la periferia de tu frente. Me hubiera gustado establecer una vinculación íntima contigo. Mi presencia no osaba aproximarse a la sorprendente novedad de esa nobleza extraña, y un terror pertinaz merodeaba a mi alrededor. ¿Por qué no escuché esas prevenciones de la conciencia? Presentimientos fundados. Al notar mi vacilación tú también enrojeciste y adelantaste el brazo. Puse animosamente mi mano en la tuya, y después de esta acción me sentí más fuerte; en adelante, una ráfaga de tu inteligencia había penetrado en mí. Con los cabellos al viento y respirando los soplos de las brisas, avanzamos por unos instantes a través de bosquecillos tupidos de lentiscos, jazmines, granados y naranjas, cuyos perfumes nos embriagaban. Un jabalí rozó nuestras ropas a toda carrera y derramó una lágrima al verme contigo; su conducta me resultó inexplicable. Llegamos al caer la noche frente a las puertas de una ciudad populosa. Los perfiles de las cúpulas, las flechas de los minaretes y las esferas de mármol de los belvederes, recortaban vigorosamente sus siluetas, a través de las sombras, sobre el azul intenso del cielo. Pero no quisiste reposar en aquel sitio, aunque estábamos agobiados por la fatiga. Bordeamos la parte baja de las fortificaciones exteriores como chacales nocturnos; evitamos el encuentro con los centinelas de guardia, y logramos alejarnos por la puerta opuesta de aquella solemne reunión de animales racionales, tan civilizados como los castores. El vuelo de la luciérnaga portalinterna, el crujido de las hierbas secas, los aullidos intermitentes de algún lobo distante, acompañaban la oscuridad de nuestra marcha incierta a campo traviesa. ¿Qué motivos plausibles tenías para rehuir las colmenas humanas? Me formulaba esta pregunta con cierta consternación; además, mis piernas comenzaban a negarme un servicio que se prolongaba ya excesivamente. Al fin llegamos a los límites de un espeso bosque, cuyos árboles se enlazaban entre sí mediante una maraña de altas lianas inextricables, de plantas parásitas y de cactus con espinas monstruosas. Te detuviste frente a un abedul. Me pediste que me arrodillara preparándome a morir; me concedías un cuarto de hora para dejar este mundo. Algunas miradas furtivas que me lanzaste a hurtadillas durante nuestro largo trayecto, en momentos en que no te observaba, ciertos ademanes que me llamaron la atención por la irregularidad de su medida y movimiento, se presentaron de pronto a mi memoria como las páginas de un libro abierto. Mis sospechas se habían confirmado. Demasiado débil para luchar contra ti, me derribaste, como el huracán abate la hoja del álamo temblón. Teniendo una de tus rodillas sobre mi pecho y la otra apoyada sobre la hierba húmeda, mientras una de tus manos encerraba la binaridad de mis brazos en su estuche, vi cómo la otra extraía un cuchillo de la vaina colgada de tu cinto. Mi resistencia era casi nula y cerré los ojos; se oyó el pataleo de una manada de vacunos a cierta distancia, traído por el viento. Avanzaban como una locomotora, azuzados por la vara del pastor y las quijadas de un perro. No había tiempo que perder, y así lo comprendiste; temiendo no cumplir tus propósitos, pues la llegada de un socorro inesperado había duplicado mi potencia muscular, comprendiendo que no podías inmovilizar más que uno de mis brazos por vez, te conformaste, imprimiendo un rápido movimiento a la hoja de acero, con cortarme la muñeca derecha. El trozo, nítidamente seccionado, cayó al suelo. Emprendiste la fuga, mientras yo quedaba aturdido por el dolor.

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