PRIMERA ENTREGA
Sabemos que el Coyote no va a atrapar al Correcaminos. Pero también sabemos que él no lo sabe. Acaba de tomar un tónico muscular para las piernas, y su tronco flaco y enclenque está sostenido ahora por las potentes piernas de Schwarzenegger. Ha puesto su cuerpo, como siempre, a disposición de una adaptación tecnológica radical a las exigencias de la máquina de atrapar al pájaro. Una máquina que nosotros sabemos imposible, pero él no. Y es precisamente porque él no sabe de la imposibilidad que la máquina se convierte, en realidad, en una máquina de fracasar (nunca fue otra cosa, a decir verdad). Ahora, con la prótesis, logra una velocidad razonablemente buena. Ya está a punto de atrapar a su antagonista: estira los brazos en plena carrera, ya casi lo toma por el cuello. Pero el otro simplemente da vuelta su pequeña cabeza, saca su lengua burlona y en un golpe sobrenatural de aceleración instantánea desaparece del cuadro, poniendo las cosas en su lugar: el héroe y su objeto pertenecen a dimensiones distintas (o mejor: uno es sobrenatural o transdimensional, el otro no). Las piernas-prótesis del Coyote corren entonces tres, cuatro pasos más, inútiles. Pero él no parece acompañarlas ya. Él parece quedarse allí, comprendiendo con amargura que nunca se ha movido de esa dimensión, que el sadismo socarrón de su adversario le ha hecho su peor broma, la más humillante y destructiva. Y los pasos póstumos que han dado esas piernas que no son suyas van a resultar doblemente fatales. En ese trecho la planicie ha terminado y ha comenzado el precipicio. El coyote está corriendo en el vacío. Pero todavía no lo sabe y (por tanto) todavía no empieza a caer: es como si el mundo mismo hubiera olvidado voluntariamente su saber, como si se enlenteciera para solidarizarse con su ignorancia, concediéndole un par de segundos de piedad (o de crueldad extra) para que al fin entienda, se entere, se dé cuenta. Entonces ocurre otra disociación: su cuerpo —resulta hasta casi razonable pensarlo— comienza a caer, pero él no. Caen las piernas que arrastran enseguida al tronco, y por último el cuello comienza a estirarse, porque la cabeza, la cara y el gesto parecerían querer quedarse ahí un instante más. Como las piernas ACME, todo su cuerpo era una prótesis: infectado por las prótesis o poseído por el espíritu de las prótesis, todo su cuerpo se ha convertido siempre ya en una máquina (penosa, insuficiente) de atrapar al pájaro.
En ese preciso momento ocurre algo extraordinario. El coyote ha girado la cabeza hacia nosotros, los espectadores, los que estamos riendo en el cine o en la tele. Y nos mira fijamente, como cuando el actor mira a la cámara que lo enfoca y rompe el pacto de la ficción. Su cara es de decepción, de infinita tristeza. Ha entendido lo inevitable (va a morir). Pero también es de un amargo y sordo reproche lanzado a nosotros, sus verdaderos otros. “Ustedes sabían todo”, dice, “y no me dijeron nada”. “Ustedes ríen”, dice, “y yo muero”. Y por eso su cara demoró ese segundo extra en caer. Su cuerpo cae al abismo, pero su cara, su gesto, su alma, por un segundo, debía —primero— caer sobre nosotros, no menos pesadamente. “Ustedes siempre supieron que yo nunca iba a alcanzar al pájaro. Y mi fracaso es mi propia ignorancia. Siempre he sido una máquina compulsiva lineal de fracasar, pues cerraba ‘por fuera’ en una máquina transversal de hacer(los) reír, en una máquina de divertir(los).” Sin decir palabra, el Coyote ha atravesado la ficción. Ha entendido su vida y su realidad en tanto ficción. Ha entendido que el pájaro, la tecnología ACME y finalmente él mismo, no eran cosas (debo alcanzar al pájaro, debo para eso multiplicar mi velocidad y mi fuerza) sino signos (¿qué es eso que quiero alcanzar y que no parece ser sino mi propio deseo de darle alcance?, ¿por qué mi cuerpo y sus prolongaciones tecnológicas habrían de responder esa pregunta?, etcétera), buscaban un sentido que él se obstinaba en devolver a un funcionamiento de máquina, el funcionamiento mudo y continuo de la pulsión, de la vida, del apetito, del cuerpo y de las prótesis. Pues su fantasía sorda de atrapar al correcaminos no le pertenecía del todo (y, de hecho, no le pertenecía en absoluto): ya estaba inscripta objetivamente en su propia realidad, en la tecnología ACME y su amplia oferta de gadgets facilitadores, perfeccionistas, multiplicadores y prolongadores de las capacidades limitadas de su cuerpo para realizar la fantasía (así como el registro, el testimonio, la fotografía y los servicios del detective están ya ahí para mostrarle al celoso su mujer “tal cual es”, transparente y plena). No podemos cómodamente dividir, separar y distinguir la fantasía individual (patológica, delirante) “del paciente” por un lado, y la “realidad objetiva” por otro: es tonto partir de un punto en el que creemos saber dónde termina la fantasía individual y dónde empieza la realidad social. Una está siempre ya en la otra.
Notas
[1] Debo este ejemplo, en buena medida, a mi amigo Amir Hamed. Él lo utilizaba en sus clases en la Universidad para explicar la anagnórisis. En ese sentido, pero radicalizándolo un poco, es que yo lo tomo. Él decía algo así como que “el Coyote es un experto en anagnórisis”, y la expresión debe tomarse muy en serio: es un experto, y ése es el problema: es un experto, y no un sabio.
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