lunes

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (25)


VI (2)

Se sorprendieron al ver que llegaban tan pronto. Se vieron en el camino del indio Ita. Un sendero viboreante, entre matas de miomío y cola-de-zorro. Al fondo del potrero, un rancho de totora, raído por el tiempo, sin un árbol, chato y rodeado de maleza; de esos yuyos que se forman robustos al crecer en tierra abonada por los desperdicios. Los cardos de metro y medio de alto; el maíz desarrollado hasta el vicio.

Había entrado la noche y los perros no salieron a ladrarlos.

-¿Qué habrá pasau? -interrogó el muchacho-. Tengo enyegau muchas veces y nunca dejó e’ladrarme “El Sentencia”…

“El Sentencia” era un mastín cimarrón, propiedad del indio Ita, conocido en veinte leguas a la redonda por su tamaño. Tan “mentau” era que aparecía en las pesadillas del paisanaje.

El indio Ita vivía con su mujer, una china esquelética a la cual le quedaba pelo apenas para hacerse un par de trencitas de cuadro dedos de largo.

“La Pancha”, así se llamaba la mujer, era experta en yuyos y milagrega. No había enfermedad conocida que ella no curase, desde “la paletiya caída” hasta el “grano malo”. Como no salió “El Sentencia” a rezongar, Chiquiño comprendió que algo grave pasaba en el rancho del indio Ita.

Avanzaron unos pasos más, y, cuando estaban a cincuenta metros, ambos se apearon, rienda en mano, y siguieron silenciosos por el sendero.

Cacarearon unas gallinas, que dormían entre las zarzas. Al enfrentar la puerta entreabierta, por donde salía un chorro de luz, Chiquiño golpeó las manos.

Nadie chistó. Se miraron sin comprender lo que pasaba. La luz escasa del candil que humeaba dentro del exiguo rancho no les permitía ver el desorden de bancos de ceibo, cajones vacíos y trastos viejos que se hallaban diseminados a la entrada. Sin duda, habían estado varias personas reunidas.

No se oía ni un murmullo.

-¡Andarán por el campo, siguro! -dijo un tanto fastidiado Chiquiño.

-Tengo miedo, viejo… Aquí se güele el tufo que deja el diablo al pasar…

-Cayate, vieja: me tenés cansau con tus sustos. Ta con las mujeres!

Y, sobre las palabras de su compañera, golpeó sus manos con violencia.

Al instante, se abrió la puerta y apareció en la semiclaridad la silueta inconfundible de Chaves, el tropero enlutado de la noche de Tacuaras. Tuvo que agacharse para trasponer el umbral.

-Güenas noches.

-Güenas, Chiquiño… Yegás justo en las boquiadas de “la Pancha”… ¡Entregó  su alma a Dios, la disgraciada!

-¡Dios me perdone! ¡Qué mala seña! -exclamó Leopoldina.

-Y ¿qui hay con eso? -corrigió desafiante Chiquiño-. Alguna brujería.

-Es malo yegar a un lugar en el momento de morir algún cristiano…

Salieron del rancho, sollozando, una vieja y dos muchachas. En seguida les siguió un paisano de pelo largo, sobre la nuca, con el sombrero en la mano.

Las mujeres gemían. El paisano de los largos cabellos sacudía de un lado a otro la cabeza. Chiquiño se asomó a la puerta y vio al indio Ita, arrodillado al lado de la cama de “la Pancha”.

-Mató al “Sentencia” de una puñalada -dijo Chaves-, pa conseguir la vida de su hembra… Y ahí lo tiene, solo, tirau al lado de la cama. ¡Qué enjusticia!

Leopoldina empezó a llorar. Gimió de golpe, al punto de asustar a su caballo, del cual no había largado la rienda. Chaves se encargó de atarlo al palenque, y entonces Leopoldina se entregó a un llanto sin medida, quejumbroso, al lado de la vieja y las muchachas.

-De nada le sirvieron sus yuyos -dijo el hombre de los largos cabellos-, ni el sacrificio del “Sentencia”. ¡Pobre la Pancha!

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