CANTO TERCERO
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El águila acaba de preparar un nuevo plan estratégico de defensa, sugerido por las alternativas aciagas de esa contienda memorable; demuestra qué prudente es. Se acaba de sentar sólidamente en una posición inexpugnable sobre el ala restante y sus dos muslos, así como sobre la cola que antes le servía de timón. De ese modo desafía esfuerzos más extraordinarios que los que hasta ahora ha resistido. Tan pronto gira con la rapidez del tigre sin demostrar ningún cansancio, tan pronto se acuesta sobre el lomo con sus dos poderosas patas en el aire, y, con sangre fría, observa a su adversario irónicamente. Tendré que llegar a saber, de una vez por todas, quién será el vencedor; el combate no puede eternizarse. Pienso en las consecuencias que tendrá. El águila es terrible, y ejecuta enormes saltos que sacuden la tierra, como si fuera a emprender vuelo; sin embargo, bien sabe que eso es imposible. El dragón no se fía: sospecha que el águila lo atacará por el lado en que le falta el ojo… ¡Desventurado de mí! Es justamente lo que sucede. ¿Por qué el dragón se ha dejado agarrar por el pecho? Aunque emplee toda su astucia, y su fuerza, advierto que el águila, adherida a él con la totalidad de sus miembros, como una sanguijuela, hunde más y más su pico, a pesar de las nuevas heridas que recibe, hasta la raíz del cuello, en el vientre del dragón. Sólo queda afuera el cuerpo. Parece estar cómoda y no tiene prisa de salir. Sin duda busca algo, mientras el dragón con cabeza de tigre lanzan bramidos que despiertan a los bosques. Ahí está el águila que sale de esa caverna. ¡Águila, qué horrible te veo! ¡Más roja que una charca de sangre! Aunque tienes en tu pico un corazón palpitante, estás tan cubierta de heridas que apenas puedes sostenerte sobre tus patas emplumadas, y te bamboleas, sin abrir el pico, al lado del dragón que muere entre sufrimientos espantosos. La victoria fue difícil; no importa, es tuya: hay que resignarse a la verdad… Procedes, de acuerdo con las normas de la razón, a despojarse de la forma de águila, al tiempo que te alejas del cadáver del dragón, Pues bien, Maldoror, ¡resultaste vencedor! Pues bien, Maldoror, ¡venciste a la Esperanza! ¡En adelante, la desesperación se alimentará de tu más pura sustancia! ¡En adelante entrarás, con paso medido, por el camino del mal! A pesar de que estoy, por así decir, embotado para el sufrimiento, tu último golpe contra el dragón no ha dejado de hacer sentir sus efectos en mí. ¡Juzga tú mismo si sufro! Pero me das miedo. Mirad, mirad allá lejos, ese hombre que huye. Sobre él, tierra sin par, la maldición hace brotar su espeso follaje; es maldito y maldice. ¿Adónde llevas tus sandalias? ¿Adónde vas, titubeando como un sonámbulo, por sobre los techos? ¡Que tu destino perverso se cumpla! ¡Adiós, Maldoror! ¡Adiós, hasta la eternidad, en que ya nos volveremos a encontrar justos!”.
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