VI (2)
Y acto seguido galoparon hasta la
estación. Una vez allí, el señor Otis preguntó al jefe si no habían visto en el
andén de salida a una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia,
pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual, el jefe de la estación
expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y
le prometió ejercer una vigilancia minuciosa. En seguida, después de comprar un
sombrero para el duquesito en una tienda de novedades que se disponía a cerrar,
el señor Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y
que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos. Hicieron levantarse
al guardia rural, pero no pudieron conseguir ningún dato de él. Así es que,
después de atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez el camino de
casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el
corazón desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los
gemelos, esperándolos a la puerta con linternas, porque la avenida estaba muy
oscura. No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron
alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos.
Explicaron la prisa de su marcha diciendo que habían equivocado el día en que
debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde
los obligó a darse prisa. Además, parecieron desconsolados por la desaparición
de Virginia, pues estaban agradecidísimos al señor Otis por haberles permitido
acampar en su parque. Cuatro de ellos se quedaron atrás para tomar parte en las
pesquisas. Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en
todos los sentidos, pero no consiguieron nada. Era evidente que Virginia estaba
perdida, al menos por aquella noche, y fue con un aire de profundo abatimiento
como entraron en casa el señor Otis y los jóvenes, seguidos del criado, que
llevaba de las bridas al caballo y al caballito. En el salón se encontraron con
el grupo de criados, llenos de terror. La pobre señora Otis estaba tumbada
sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de espanto y de ansiedad, y la vieja
ama de llaves le humedecía la frente con agua de colonia. Fue una comida
tristísima. No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían
despavoridos y consternados, pues querían mucho a su hermana. Cuando
terminaron, el señor Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo
el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día
siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios
detectives a su disposición. Pero he aquí que en el preciso momento en que
salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre. Apenas acababan de
extinguirse las vibraciones de la última campanada, cuando se oyó un crujido
acompañado de un grito penetrante. Un trueno formidable bamboleó la casa, una
melodía, que no tenía nada de terrenal, flotó en el aire. Un lienzo de la pared
se despegó bruscamente en lo alto de la escalera, y sobre el rellano, muy
pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando en la mano un cofrecito.
Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella. La señora Otis la estrechó
apasionadamente contra su corazón. El duquesito casi la ahogó con la violencia
de sus besos, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra salvaje alrededor
del grupo.
-¡Ah...! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías
metido? -dijo el señor Otis, bastante enfadado, creyendo que les había querido
dar una broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos registrado toda la comarca en
busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a
dar bromitas de ese género a nadie.
-¡Menos al fantasma, menos al fantasma!
-gritaron los gemelos, continuando sus cabriolas.
-Hija mía querida, gracias a Dios que te
hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -murmuraba la señora Otis,
besando a la muchacha, toda trémula, y acariciando sus cabellos de oro, que se
desparramaban sobre sus hombros.
-Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba
con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayan a verlo. Fue muy malo, pero
se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho, y antes de morir me
ha dado este cofrecito de hermosas joyas.
Toda la familia la contempló muda y
aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y muy serio. En seguida, dando
media vuelta, los precedió a través del hueco de la pared y bajaron a un
corredor secreto. Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió
de la mesa. Por fin llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos.
Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se
hallaron en una habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía
una ventanita. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la
cual estaba encadenado, se veía un largo esqueleto, extendido cuan largo era
sobre las losas. Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar
a un plato y a un cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no
pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente,
pues tenía su interior tapizado de moho verde. Sobre el plato no quedaba más
que un montón de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo
sus manitas, se puso a rezar en silencio, mientras la familia contemplaba con
asombro la horrible tragedia cuyo secreto acababa de ser revelado.
-¡Miren! -exclamó de pronto uno de los
gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar de qué lado
del edificio caía aquella habitación-. ¡Miren! El antiguo almendro, que estaba
seco, ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna.
-¡Dios lo ha perdonado! -dijo gravemente
Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito,
ciñéndole el cuello con los brazos y besándola.
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