sábado

LAUTRÉAMONT (11) - GASTON BACHELARD


II. EL BESTIARIO DE LAUTRÉAMONT


IV (1)


Ahora se va a comprender la entrada en escena del animal privilegiado por la imaginación energética de Lautréamont: se trata del cangrejo, más particularmente del gran cangrejo. El cangrejo prefiere perder la pata que abandonar su presa. Es menos voluminoso que sus garras. Exagerando en el sentido teratológico de Lautréamont, se enunciaría así el lema del cangrejo: Hay que vivir para pinchar, y no pinchar para vivir.

Como sólo el acto biológico es decisivo en el tipo de imaginación que describimos, he aquí que se vuelven posibles súbitas substituciones: El cangrejo es un piojo, el piojo es un cangrejo. “¡Oh, piojo venerable! Fanal de Maldoror, ¿adónde guías tus pasos?”. Entonces, continúan las páginas fogosas. En medio del segundo canto, aparecen esas páginas consagradas al piojo, páginas que se han tomado como apuntes de mal gusto, producidos por un frenesí de originalidad malsana y pueril, y que, de hecho, son totalmente incomprensibles en una teoría de la imaginación estática, de la imaginación de las formas acabadas. Pero un lector que acceda a seguir la fenomenología animalizante, leerá con otro ojo; allí reconocerá la acción de una fuerza especial, el surgimiento de una vida característica. En efecto, la animalidad en su virulencia llega a su máximo: surge, crece, domina. El piojo que adora la sangre “sería capaz, por un poder oculto, de volverse tan grande como un elefante, de aplastar a los hombres como espigas”. Por eso, hay que situarlo en “alta estima por encima de los animales de la creación” (p. 185). “Si encuentra un piojo en su camino, siga adelante” (p. 186). “El elefante se deja acariciar, el piojo no.” “¡Oh piojo!, de pupila arrugada, en tanto los ríos expandan la pendiente de sus aguas en los abismos del mar…, en tanto el mudo vacío carezca de horizonte…, estará asegurado tu reino en el universo, y tu dinastía extenderá sus anillos por los siglos de los siglos. Te saludo, sol levante, liberador celeste, tú, el enemigo invisible del hombre” (p. 187). “Suciedad, reina de los imperios, conserva ante los ojos de mi odio el espectáculo del crecimiento insensible de los músculos de tu progenitura hambrienta” (p. 188). En su barbarie, no puede resumirse la página entera. Tiene uno verdaderamente la impresión de que se atraviesan “los reinos de la cólera”: “Si la Tierra estuviera cubierta de piojos, como de granos de arena la ribera del mar, la raza humana se vería aniquilada, presa de terribles dolores. ¡Qué espectáculo! ¡Yo, con alas de ángel, inmóvil en los aires, contemplándolo!”.

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