sábado

ERNEST HEMINGWAY - PARÍS ERA UNA FIESTA (A MOVEABLE FEAST)


PRIMERA ENTREGA

Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas adonde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue.
De una carta de Ernest Hemingway a un amigo (1950).

NOTA

Ernest empezó a escribir este libro en Cuba en el otoño de 1957, lo trabajó en Ketchum (Idaho) en el invierno de 1958-59, se lo llevó a España en nuestro viaje de 1959, y siguió con el libro de vuelta a Cuba y luego a Ketchum, a fines de otoño. Lo terminó en la primavera de 1960 en Cuba, después de una interrupción para escribir otro libro, El verano peligroso, que trataba de la violenta rivalidad entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín en las plazas de toros españolas en 1959. Retocó el libro en el otoño de 1960 en Ketchum. El libro trata de los años que van de 1921 a 1926, en París.
Mary Hemingway

PREFACIO

Por razones que al autor le bastan, a muchos lugares, personas, observaciones e impresiones no se les ha dado cabida en este libro. Hay secretos, y hay cosas que todo el mundo sabe y sobre las que todo el mundo ha escrito y sin duda volverá a escribir.

No se encontrará mención del Stade Anastasie, donde los boxeadores servían de camareros a las mesas entre árboles, y el ring estaba en el jardín. Ni de los entrenamientos con Larry Gains, ni de los grandes combates a veinte asaltos en el Cirque d'Hiver. Ni de buenos amigos como fueron Charlie Sweeney, Bill Bird y Mike Strater, ni de André Masson ni de Miró. No se dice palabra de nuestros viajes a la Selva Negra, ni de las exploraciones de un día por los bosques que tanto nos gustaban, alrededor de París. Sería estupendo que todo hubiera cabido en el libro, pero por ahora nos quedamos con las ganas.

Si el lector lo prefiere, puede considerar el libro como obra de ficción. Pero siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que fueron antes contadas como hechos.

ERNEST HEMINGWAY

San Francisco de Paula, Cuba, 1960.


I


UN BUEN CAFÉ EN LA PLACE SAINT-MICHEL

Para colmo, el mal tiempo. Se nos echaba encima en un solo día, al acabarse el otoño. Teníamos que cerrar las ventanas de noche por la lluvia, y el viento frío arrancaba las hojas a los árboles de la place Contrescarpe. La lluvia pudría las hojas caídas, y el viento empapaba al gran autobús verde en la terminal, y el Café des Amateurs se llenaba y el calor y el humo empañaban los cristales. Era un café tristón y con mala onda, lleno de borrachos del barrio y yo no entraba nunca porque olía a mugre humana y a borrachera fétida. Los hombres y mujeres que frecuentaban el Amateurs andaban curdas casi siempre, o sea siempre que el dinero les alcanzaba; generalmente pedían vino, litros o medios litros. Había anuncios de aperitivos con nombres raros, pero casi nadie era bastante rico, o en todo caso echaban un cimiento de aperitivo para después encurdarse con vino. A las borrachas las llamaban poivrottes, que quiere decir alcohólico, pero en mujer.


El Café des Amateurs era la sentina de la rue Mouffetard, aquel encanto de callejuela con tiendas y puestos de mercado que iba a la place Contrescarpe. En las viejas casas de vecindad, había una letrina en cada piso dando a la escalera, con los dos promontorios de cemento con forma de zapato y con una cuadrícula para que el locataire no resbalara; se vaciaban en sentinas a las que vaciaban de noche con una bomba y volcaban en la cuba de un carro de caballos. En verano, con todas las ventanas abiertas, oíamos la bomba y el olor era fuerte. Los carros con las cubas iban pintados de marrón y azafrán, y rue Cardinal-Lemoine arriba, a la luz de la luna, los cilindros con ruedas tras sus caballos parecían cuadros de Braque. Pero nadie vaciaba el Café des Amateurs, y el aviso amarillo de la pared que anunciaba los horarios y las sanciones para la embriaguez pública estaba cagado de moscas y nadie lo miraba porque los propios clientes eran permanentes y hediondos.

Toda la tristeza de la ciudad se nos echó encima de pronto con las primeras lluvias frías de invierno, y al pasear no se les veía remate a los caserones blancos, sólo el negro húmedo de la calle y las puertas cerradas de las tienditas, los herbolarios, las papelerías donde se vendían los periódicos, la comadrona (de segunda clase), y el hotel donde Verlaine murió y yo tenía alquilado un cuarto en el último piso y allí trabajaba.

Calculé que eran seis u ocho tramos hasta el último piso y que hacía mucho frío, y me acordé de lo que valían unas cuantas ramitas de pino, más tres haces de teas atadas con alambre y largas como medio lápiz, y cuando el fuego de las ramitas prende en las teas hay que tener uno de aquellos haces de leña medio húmeda, y con menos no se enciende una chimenea como para calentar el cuarto. De modo que pasé a la otra vereda y miré al tejado aguantando lluvia, para ver si había chimeneas con humo y qué tal salía el humo. Pero no se veía ningún humo y pensé que la chimenea estaría fría y el tiro iba a ser un problema, y a lo mejor el cuarto se me llenaba de humo y desperdiciaba la leña y la plata se me iba en nada, y empecé a caminar bajo la lluvia. Pasé por el costado del Lycée Henri-Quatre y aquella iglesia antigua de Saint-Etienne-du-Mont y por la place du Panthéon que el viento barría, y doblé a la derecha para guarecerme y al fin alcancé el lado de sotavento del boulevard Saint-Michel, y aguanté caminando más allá del Cluny en la esquina del boulevard Saint-Germain, hasta que llegué a un buen café que ya conocía, en la Place Saint-Michel.

Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche. El camarero me lo trajo, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuento que pasaba allá en Michigan, y como el día era crudo y frío y resoplante, en mi cuento también hizo un día así. A esa altura cargaba con los fines de otoño vividos en la niñez y en la adolescencia, y los podía describir mejor en algunos lugares que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en mi cuento los amigos se tomaban unas copas y me entró sed y pedí un ron Saint James. Me cayó como una maravilla entre aquel frío y seguí escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corría, cálido, por el cuerpo y por el espíritu.

Una muchacha entró en el café y se sentó sola al lado de la ventana. Era muy linda, con la cara fresca como una moneda recién acuñada, en el caso de que se acuñen monedas con un cutis fresco y humedecido por lluvia, y tenía el pelo negro como un ala de cuervo que le cortaba el rostro formando una diagonal nítida.

La miré y me calentó hasta trastornarme. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había sentado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. Así que seguí escribiendo.

El cuento se estaba escribiendo solo y me costaba mucho seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y lo único que me distraía era la muchacha, cuando aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.

Ya sos mía, bombón, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Ya sos mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.

Después seguí escribiendo y me metí tan adentro del cuento que me perdí. Ahora lo escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni pedí otro ron Saint James mientras perdía la noción de la hora y del lugar adonde estaba. Estaba harto de ron Saint James sin darme cuenta de que estaba harto. Al final el cuento quedó terminado y yo cansado. Leí el último párrafo y después levanté los ojos y busqué a la muchacha pero se había ido. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza.

Cerré la libreta con el cuento adentro y me la metí en el bolsillo, y le pedí al camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco de la casa. Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento, aunque para saber cómo era de bueno había que esperar a releerlo al otro día.

Comiendo las ostras con su fuerte sabor a mar y su regusto metálico que el vino blanco fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa, y chupado el frío líquido de cada concha penetrado por la espesura del vino, superé la sensación de vacío y empecé a ser feliz y a hacer planes.

Ya que el mal tiempo había llegado, nos convenía cambiar un poco París por un lugar donde aquella lluvia fuera nieve cayendo entre pinos y cubriendo la carretera y las laderas empinadas, a una altura suficiente para hacerla crujir mientras volvíamos a casa de noche. Al pie de Les Avants había un chalet con un hostal estupendo, donde estaríamos juntos y con los libros y calientes en la cama juntos por la noche con las ventanas abiertas hacia las estrellas. Era el lugar que nos convenía. Viajar en tercera no es caro. Y el hostal costaba muy poco más de lo que gastábamos en París.

Dejando el cuarto de hotel donde escribía me quedaba sólo el alquiler de 74 rue Cardinal-Lemoine. Tenía trabajo hecho para periódicos de Toronto que todavía no había cobrado. Las notas para los periódicos las podía escribir en cualquier lugar y con cualquier humor, y el dinero del viaje ya lo teníamos. A lo mejor, lejos de París, podría escribir sobre París tal como en París era capaz de escribir sobre Michigan. Pero no me daba cuenta de que eso era prematuro, porque todavía no conocía bien París. Aunque llegó un día en que pude. En todo caso, la cosa entonces era marcharnos si mi mujer quería, y terminé las ostras y el vino y pagué la cuenta, y tomé el camino más corto para subir a la Montagne Sainte-Geneviève atravesando la lluvia de todos los días que ya no nos estropeaba la vida como antes y llegué al piso en la cumbre de la loma.

-Me parece muy buen idea, Tatie -dijo mi mujer. Tenía una cara de modelado suave y los ojos y la sonrisa se le iluminaban como si mis ideas fueran regalos-. ¿Cuándo nos vamos?

-Cuando quieras.

-Vos ya sabés que yo querría que fuera ahora mismo.

-A lo mejor se pone precioso y claro cuando volvamos. Muchas veces se pone maravilloso por más frío que haya.

-Sí -dijo ella-. Me encanta la idea.

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