CUADRAGESIMOPRIMERA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
III (7)
El cura se movió con brusquedad y roció el pavimento. El mestizo, con aquel tono suyo, machacón, demasiado familiar, le dijo:
-Aguarde un momento. No puede usted hacer eso aquí. -Explicó con orgullo-: Yo no soy un preso. Soy un huésped.
El cura hizo un movimiento de excusa (tenía miedo de hablar) y volvió a emprender la marcha.
-Aguarde un momento -volvió a ordenar el mestizo-. Venga aquí.
El cura permaneció vuelto de espaldas, cerca de la puerta.
-Venga aquí -repitió el mestizo-. Usted es un preso, ¿no es cierto?, y yo soy un huésped... de gobernador. ¿Quiere usted que llame a un policía? Entonces haga lo que le digo: venga aquí.
Al parecer, Dios decidía... por fin. Se acercó, cubo en mano, y permaneció al lado del gran pie achaparrado y desnudo, y el mestizo le miró desde la sombra de la pared, preguntándole con viveza y ansiedad:
-¿Qué hace usted aquí?
-Limpiando.
-Ya sabe lo que quiero decir.
-Me cogieron con una botella de aguardiente -manifestó el cura procurando hablar con aspereza.
-Le conozco a usted -repuso el mestizo-. No podía creer a mis ojos, pero al oírle hablar...
-No creo...
-Esa voz de cura -dijo el otro con repugnancia.
Era como un perro y no podía evitar que se le sublevara el cuerpo ante un perro de otra raza. El dedo gordo del pie se movía, rollizo y hostil. El cura dejó el cubo en el suelo. Arguyó, sin esperanza:
-Está usted borracho.
-De cerveza, cerveza -replicó el mestizo-, nada más que cerveza. Me prometieron de cada cosa lo mejor, pero no puede uno fiarse de ellos. ¿No sabe usted que el jefe tiene su propio aguardiente bajo llave?
-Tengo que vaciar el cubo.
-Si da usted un paso, gritaré. Tengo tantas cosas en que pensar... -se quejó el mestizo con amargura.
El cura esperó, no podía hacer otra cosa, estaba a la merced de aquel hombre. Frase tonta, porque aquellos ojos palúdicos no supieron jamás lo que fuese merced. De todos modos se salvó de la indignidad de suplicar.
-Ya ve usted -explicaba meticuloso el mestizo-, aquí estoy cómodo... -Los amarillos dedos de los pies se retorcían lozanos junto a la vomitona-. Buen alimento, cerveza, compañía y este techo sin goteras. No ha de decirme usted lo que ocurrirá después... me echarán de aquí de un puntapié, como un perro, ¡cómo a un perro! -Chillaba y se indignaba-. ¿Por qué le han traído a usted aquí? Eso es lo que necesito saber. Parece que para jorobarme. Mi trabajo era encontrarle a usted, ¿no es así? ¿Quién ha de cobrar el premio si ya lo tienen a usted? Me figuro que el jefe o ese sargento bastardo. -Rumiaba, desgraciado-: No puede uno fiarse de un alma hoy en día.
-Y hay también un “camisa roja” -indicó el cura.
-¿Un “camisa roja”?
-El que me cogió en realidad.
-¡Madre de Dios! -exclamó el mestizo-. ¡Y ésos son los que tienen al gobernador cogido por una oreja! -Alzó los ojos implorante al cura. Le rogó-: Usted es un hombre instruido. Aconséjeme.
-La delación es como un asesinato -contestó él-, un pecado mortal.
-No quiero decir eso. Hablo de la recompensa. Ya ve usted, mientras ellos no se den cuenta, pues... estoy aquí a gusto. Un hombre se merece unas semanas de descanso. Y usted no puede marcharse muy lejos, ¿verdad? Lo mejor sería cogerle a usted fuera de aquí. En alguna parte fuera de la ciudad. Para que ningún otro pudiese reclamar... -Añadió furioso-: ¡Un pobre ha de pensar en tantas cosas!
-Yo creo que cobrará usted algo aun sin salir yo de aquí.
-¡Algo! -exclamó el mestizo arqueándose contra el muro para incorporarse-. ¿Por qué no he de cobrarlo todo?
-¿Qué pasa aquí? -inquirió el sargento, de pie en la entrada, mirando adentro desde la parte soleada.
El cura respondió con lentitud:
-Quería que yo limpiase su vómito. Le dije que usted no lo había mandado...
-Oh, él es un huésped -explicó el sargento-. Hay que tratarle correctamente. Haga usted lo que dice.
El mestizo sonrió con afectación. Dijo:
-¿Otra botella de cerveza, sargento?
-Todavía no -contestó éste-. Primero tiene usted que explorar la ciudad.
El cura recogió el cubo y atravesó el patio, dejándolos en su discusión. Sentía como si una pistola le apuntase a la espalda; entró en los excusados y vació el cubo; luego salió al sol: la pistola le apuntaba al pecho. Los dos hombres permanecían hablando a la puerta de la celda. Anduvo por el patio y ellos le vieron acercarse. El sargento dijo al mestizo:
-Dice usted que tiene bilis esta mañana y no puede ver con claridad. Entonces limpie su
vomitona usted mismo. Si no cumple usted con su trabajo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario