por Eugenio Scalfaro
(La Repubblica, 6 de julio de 1996)
Mientras hablaban de la brevedad de la vida se me pasó por la cabeza esta pregunta: el oficio de actor les permite cierta ubicuidad; hoy son esto, mañana lo otro. La ubicuidad es uno de los atributos de la divinidad. ¿No buscará el actor de este modo robarles a los dioses uno de sus atributos?
M.: Lo que usted dice quizá sea cierto en el caso de un gran director de cine, pero no en el de un actor, por excelente que sea. El director vive todos sus personajes y todos a un tiempo. Me acuerdo de cómo trabajaba Fellini. Era fantástico: bailaba, lloraba, reía, prestaba su voz a la enamorada, al seductor, a la puta, se tiraba al suelo, mimaba todo y a todos. Mientras trabajabas tenías la impresión de que era un dios, en el sentido de que creaba. Visconti era lo mismo aunque sus métodos fueran distintos.
G.: ¿Y Strehler, Marcello?
M.: Lo he tratado poco.
G.: Ah, Strehler, fantástico, un actor nato también él. Aunque como hombre metía miedo. Una vez, hace muchos años, vino a Roma con Paolo Grassi para proponerme un triunvirato y dirigir juntos el Piccolo de Milán. La propuesta era muy atractiva y me la pensé dos días; después fui a ver a Grassi y le dije: «No, gracias.» Le dije: «Paolo, ese hombre es un fenómeno, pero me da miedo, me canso sólo con verlo trabajar. Mejor que no. »
M.: Yo conozco poco a Strehler, pero en cambio conocí muy bien a De Sica. Hice muchas películas con él, otro creador, otro excepcional hombre del espectáculo. No entiendo cómo no han hecho aún una película con un protagonista que sea una mezcla de Rossellini, De Sica y Fellini. A nadie se le ha ocurrido aún, ¿será posible?
G.: ¿Te acuerdas cómo trataba a los niños en sus películas? Siempre hubo muchos, y lo adoraban. ¿Sabe por qué? Porque era muy severo con ellos, los trataba como a adultos, y eso les encantaba. Una vez uno de ellos se equivocó en una frase y De Sica se puso furioso porque era la quinta o sexta vez que se la hacía repetir. Entonces lo llamó como hacía él, primero el apellido y después el nombre, tratándole de usted: «Gerolimoni Giuseppe, ¡es usted el peor gilipollas de todo el Napolitano.» A partir de entonces, el pequeño Gerolimoni se habría arrojado al fuego por él.
¿Y Sofía? Mastroianni, ¿y Sofía?
M.: Una espléndida actriz.
¿Sólo eso? Se lo pregunto, y disculpe, usted ha sido nuestro seductor nacional.
M.: ¡Por favor! Si hay un papel que nunca fue el mío, es justamente ese.
Oiga, no lo digo yo sólo y no repito tampoco un lugar común. También yo fui amigo de Fellini, y Fellini a usted lo conoció muy a fondo. Federico siempre habló de usted como de un seductor nato.
M.: Porque el verdadero seductor era él y adoraba vivir por persona interpuesta. Una de esas personas interpuestas fui yo, y por eso él me atribuía capacidades y aptitudes de las que yo carecía totalmente.
G.: Marcello, no nos vengas ahora con humildades...
M.: Tú no hables de la seducción, que la llevas en el alma.
¿Puedo preguntarles a ambos qué definición darían del amor...?
«¡Ah, el amor! ¡El amor! ¡El Amor!», me hubiera esperado que respondieran los dos, quizá sólo esa palabra declinada con muy diversos acentos. En el fondo se han contado entre aquellos que han hecho suspirar a miles de mujeres aunque sólo fuera viéndolos en el celuloide y con la cara embadurnada de maquillaje. Pues no, se han bloqueado ambos y me han devuelto la pelota. ¿El Amor (con mayúscula)?
Connais pas.
G.: Creo en el amor, es una de las fuerzas que sostienen el mundo y lo mueven: el amor a los hijos, a los padres, a los amigos, a las mujeres que han contado en tu vida.
Tal como lo describe es un sentimiento cósmico, pero yo le pedía una definición más concreta, una relación de pareja hombre-mujer como usted la ha vivido.
G.: Siempre deseé tener una relación serena, cosa nada fácil porque exige que cada uno se supere en cierto modo a sí mismo y se ponga en el lugar del otro, lo acepte, lo comprenda. Desde hace treinta años tengo esa relación. Es una relación entre iguales; nos peleamos con frecuencia, pero eso no hace sino cimentar esa relación y volverla más sólida.
M.: Si usted quiere saber qué pienso del amor-pasión, se llevará una desilusión: no lo conozco bien. A veces creí sentirlo, pero vete a saber si no era mi sufrimiento por el hecho de sentirme rechazado...
¿Me está diciendo que sólo ha sentido amor cuando ha terminado mal, cuando lo han dejado?
M.: Sentí sufrimiento. ¿De qué otro modo se siente la pasión? Cuando se sufre por su culpa. Si todo va bien se construye esa relación serena de la que hablaba Vittorio, aunque yo eso lo definiría más bien como cariño, querencias, estima, apoyo recíproco: sentimientos muy profundos que incluso pueden durar una vida entera, pero que yo no llamo amor.
G. (interrumpiéndolo y como si estuviera recitando): «Eros me ha mirado largamente con sus ojos almendrados, en mí hay soledad y en mi lecho permanezco sola...»
Safo.
G.: Exactamente.
Y cuando se sentía rechazado, Mastroianni...
M.: Sufría, ya lo he dicho. Una vez, cuando me lo dijo así, de improviso, al abrirme la puerta de casa, caí redondo al suelo, desmayado.
¿Faye Dunaway?
M.: Déjelo, no importa, ¡ha pasado tanto tiempo! Pero luego me dije: menos mal.
¿No será que el hombre, normalmente muy narciso, no consigue salir de sí mismo y entregarse? Por eso le resulta difícil amar.
M.: Creo que tiene usted razón, pero esa condición no atañe sólo al hombre; también la mujer puede ser narciso, y a veces lo es bastante más que el hombre. Mi experiencia -amores aparte- me lleva a la conclusión de que la mujer es muy superior a nosotros; de momento es más fuerte físicamente, y también es más inteligente, más sensible, más capaz de cariño y de amor. En mi opinión, las mujeres deberían gobernar el mundo; piense en la Thatcher o en Golda Meir.
Pero yo hablo de mujeres que gobiernen como mujeres. A propósito, ¿les interesa la política?
M.: Poquísimo. Quisiera, naturalmente, que estuviéramos bien gobernados. Amo la libertad y no toleraría verla limitada y ahogada.
G.: No me apasiona demasiado. Detesto esos partidos que vienen a buscarte para incluir en las listas un nombre famoso. Me parece deseducador.
Muchos nombres famosos, como usted dice, no pueden evitar morder el anzuelo con la excusa de que representan a la sociedad civil.
G.: Pues hacen muy mal, representan sólo su vanidad. También yo piqué una vez, y el seductor en ese caso fue Craxi, pero enseguida me di cuenta de su juego y lo dejé.
Vuelvo un instante más sobre el amor. Se me había olvidado una pregunta quizá trivial, e incluso ni siquiera es una pregunta, sino una constatación: ambos han tenido muchas mujeres en el curso de sus vidas...
Se quedan mudos y recelosos. Luego Gassman se lo toma a guasa:
G.: Usted piensa: actores de éxito, todas las mujeres encima.... y en cambio, ¿sabe quién folla mucho? ¡Los ayudantes de cámara!
M.: Muy cierto. Y los fotógrafos. Los fotógrafos follan sin parar porque ella, la actriz, sabe cuál es el poder de la imagen.
Los dos se ríen como críos, las arrugas se planchan, y el peso de los años parece esfumarse por un momento.
Quería preguntarles: al haber tenido muchas mujeres, habrán tenido también muchas rupturas. ¿Son capaces, pues, de romper una relación con facilidad?
M.: Por favor, mi caso es incluso proverbial. Si por mí fuera, nunca rompería con nadie y cargaría con todo.
¿Quiere decir con todas?
M.: Sí, con todas.
Eso significa también vivir en un mar de mentiras.
M.: Un océano de mentiras. Dichas, naturalmente, para bien.
¿Qué significa «para bien»?
M.: Significa que pienso: sin mí ella vivirá mal, no será lo bastante amada y protegida como conmigo, por tanto es mi deber preservar esta relación a toda costa, por amor a ella.
G.: Marcello, esa es otra mentira.
M.: ¿Y tú nunca te has visto en ésas?
G.: Claro que me he visto, más o menos como tú. También para mí las rupturas han sido difíciles, dificilísimas. Siempre intenté que fuera ella la que rompiese; cargas con menos responsabilidades, te da menos complejo de culpa. Mire, a todos nos devoran los complejos de culpa, ese es el verdadero problema de la vida. Si pudiéramos vivir con una completa inocencia...
M.: Y mucho tiempo...
G.: A lo mejor fundando una residencia, una casa de reposo para viejos actores y viejos directores, para charlar un poco entre nosotros...
M.: Para jugar entre nosotros al juego del actor, del director, de los que saben romper porque siempre lo querrían todo, porque quieren a toda costa seguir siendo niños.
¿Y a quién invitarían a esa casa de reposo? ¿Quiénes son sus amigos, sus modelos?
G.: ¿Vivos y muertos?
Por supuesto, vivos y muertos.
G.: Bueno, empezaría por De Sica, ¿quién mejor que él para jugar? Maestro en no romper nunca con nadie.
M.: Y Federico. Otro maestro en querer tenerlo todo.
G.: Quisiera a John Barrymore, actor mítico, soberbio. Charles Laughton. Lawrence Olivier...
M.: Y una chispa de Cary Grant, Gary Cooper, Clark Gable...
G.: Y Gabin.
M.: Y Montgomery Clift.
¿Querrían a Brando?
G.: Mejor no, es una casa de reposo.
¿Y a De Niro?
G.: No, por la misma razón.
¿Y a Sordi?
G.: Sordi sí, desde luego, aunque no creo que él quisiera. ¿Sabe que ya hacemos algo parecido? Nos reunimos a almorzar una vez a la semana en un reservado de un restaurante romano, una decena de amigos, para pasarlo bien. La semana pasada se abrió la puerta y asomó la cabeza Mario Monicelli (80 años cumplidos), nos miró uno por uno, dijo «todos viejos», cerró y se marchó.
¿Proyectos para el futuro?
G.: Queremos hacer una película juntos sobre una novela de Arpino, en la que hay dos personajes que parecen hechos a medida para nosotros. ¿Le parece una buena idea?
Me parece excelente. ¿Puedo hacer una última pregunta? ¿Cuál es el mejor lado de la vejez?
Responde Mastroianni por los dos, mientras el otro asiente:
Ser por fin libres. Libres de decir y hacer lo que sea, total ya nadie puede quitarnos nada.
¿Y los complejos de culpa? Ésos, si aún existen, limitarán su libertad.
G.: Créame, cuando se es realmente viejo los complejos de culpa ya se han ido. Aún más, su desaparición es la verdadera señal de que uno ha empezado a envejecer.
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