TRIGESIMOCTAVA ENTREGA
CAPÍTULO DÉCIMO
EL DUELO (6)
El segundo padrino del Marqués, un joven de pequeña estatura y bigotes negros, se inclinó cortésmente, y dijo:
-Acepto desde luego las excusas que usted tan amablemente nos ofrece; pero, a mi vez, pido a ustedes que me dispensen de seguirles más adelante en sus difíciles trabajos, y me permitan desearles aquí mismo muy buena suerte. El espectáculo de ver por el aire los fragmentos de un conciudadano conocido y particularmente eminente, como éste, es muy desusado para mí y, en suma, es mucho para un solo día. Coronel Ducroix: no quiero influir en sus decisiones, pero si usted opina, como yo, que nos encontramos en un ambiente algo anormal, le advierto que regreso ahora mismo a la ciudad.
El Coronel Ducroix se volvió mecánicamente: pero de pronto atusó sus bigotes canos y exclamó:
-¡No, por San Jorge! ¡No quiero! Si realmente estos caballeros están en lucha con esa pandilla de bribones que dicen, quiero acompañarlos hasta el fin. Yo he combatido ya por Francia; no sé qué pueda impedirme combatir por la civilización.
El Dr. Bull se descubrió y agitó el sombrero, gritando como en un mitin.
-No haga usted mucho ruido -dijo el inspector Ratcliffe-. El Domingo puede oírle.
-¿Domingo? -exclamó Bull dejando caer el sombrero.
-Sí -replicó Ratcliffe-. Puede venir con los otros.
-¿Con quiénes? -preguntó Syme.
-Con los que bajen de ese tren -dijo el otro.
-Es desconcertante lo que usted dice -confesó Syme-. Pero vamos a los hechos... -Y de pronto, como el que presencia de lejos una explosión-: Pero ¡Dios mío! ¿De modo que todo el Consejo Anarquista estaba contra la anarquía? Todos éramos detectives menos el Presidente y su Secretario personal. ¿Qué significa esto?
-¿Qué significa? -dijo el descubierto policía con increíble violencia-. Significa que somos hombres muertos. ¿Acaso no conoce usted al Domingo? ¿No sabe usted que sus golpes son siempre tan sencillos y enormes que nunca se los espera? ¿Hay nada más conforme a la táctica de Domingo que el poner a sus enemigos más poderosos en el Supremo Consejo, y después cuidarse de que este consejo no pueda ser supremo? Les aseguro a ustedes que ha comprado todas las confianzas, ha cortado todos los cables, tiene en su mano todas las líneas del ferrocarril, y ésta especialmente.
Y señalaba con tembloroso índice a la pequeña estación.
-Todo el movimiento está regido por él. Medio mundo está dispuesto a levantarse en su nombre. Pero quedaban cinco desdichados que podían habérsele resistido... Y el demonio del viejo los metió en su Consejo Supremo para que se pasaran el tiempo acechándose mutuamente. ¡Somos unos imbéciles, y nuestra imbecilidad se conduce de acuerdo con las previsiones de ese hombre! Domingo comprendía que al Profesor se le había de ocurrir perseguir a Syme en Londres, y a Syme batirse conmigo en Francia. Y en tanto que él combinaba grandes masas de capitales y se apoderaba de las líneas telegráficas, nosotros, como buenos idiotas, andábamos uno tras otro como los nenes jugando al escondite.
-¿Y bien? -dijo Syme con cierta calma.
-Y bien, nada -dijo el otro tranquilizándose como por encanto-. Que ahora el Domingo nos encuentra jugando al escondite en un campo lleno de belleza rústica y de extremada soledad. Tal vez es dueño ya del mundo: sólo le falta apoderarse de este campo y de los locos que quedan en él. Y para que ustedes sepan cuál era mi temor respecto a la llegada del tren, helo aquí: a estas horas, Domingo o su Secretario acaban de bajar de ese tren.
Syme lanzó un grito involuntario, y todos volvieron la vista a la estación. Parecía que estaba bajando mucha gente, y que comenzaba a moverse en dirección a ellos. Pero no era fácil darse cuenta: estaban todavía muy lejos.
-El difunto Marqués de San Eustaquio -dijo el Inspector sacando un estuche de cuero- tenía la costumbre de llevar siempre consigo unos gemelos de teatro. A la cabeza de esa muchedumbre, es seguro que viene el Presidente o el Secretario. En buen sitio nos cogen: aquí no hay riesgo de que caigamos en tentación de romper nuestras promesas llamando a la policía. Dr. Bull: se me figura que verá usted mejor con estos gemelos que con esas decorativas gafas negras.
Y le alargó los gemelos. El Doctor, quitándose las gafas, aplicó a sus ojos los gemelos.
-No, no hemos de tener tan mala suerte -dijo el Profesor, no muy seguro de lo que hablaba-. Parece que baja mucha gente, pero bien pueden ser turistas.
-Pero -preguntó Bull sin dejar de ver con los gemelos- ¿acaso los turistas acostumbran a usar antifaces negros?
Syme le arrancó los gemelos y se puso a mirar. La mayoría de ellos recién venidos no tenía nada de extraordinario; pero dos o tres de los que parecían conducirlos llevaban unos antifaces negros casi hasta la boca. El disfraz, a esa distancia sobre todo, era completo.
Syme no pudo identificar aquellas mandíbulas, aquellas barbas afeitadas. Los disfrazados hablaban entre sí y sonreían. Uno de ellos, sólo sonreía con media cara.
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