domingo

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON



VIGESIMOTERCERA ENTREGA


CAPÍTULO OCTAVO (2)


EL PROFESOR SE EXPLICA (3)


Syme lo miraba sorprendido y encantado.

-Ahora lo entiendo -exclamó-, usted no es viejo.

-Aquí no puedo cambiar de cara -repuso el Profesor de Worms-. Es algo complicado el disfraz. Si soy viejo, no seré yo quien lo diga: tengo treinta y ocho cumplidos.

-Bien está -dijo Syme con impaciencia-, pero quiero decir que no está usted enfermo de nada.

-Sí -dijo el otro con flema-, soy propenso a coger uno que otro catarro.

La risa de Syme tenía toda la emoción de un desahogo. Se reía de pensar que el paralítico profesor no era más que un actor joven disfrazado como para salir a escena. Y sentía, a la vez, que su risa era la misma risa que puede provocar un tarro de mostaza volcado sobre la mesa.

El falso profesor apuró la cerveza y, acariciando sus falsas barbas, interrogó:

-¿Sabía usted que Gogol era de los nuestros?

-¿Yo? No por cierto -dijo Syme sorprendido-. ¿Acaso lo sabía usted?

-¡Qué había yo de saber! -replicó el llamado Worms-. ¡Si yo creía que el Presidente se refería a mí, y estaba temblando de pies a cabeza!

-¡Y yo creía que a mí! -completó Syme, mientras seguía derrochando su risa-. Y no apartaba la mano del revólver.

Lo mismo yo -dijo el Profesor agitado-. Y yo creo que Gogol hacía lo mismo. Syme lanzó una exclamación, dio un golpe en la mesa:

-¡Y pensar que éramos tres! Tres de donde hay siete es buen número de combate. ¡Si hubiéramos sabido que éramos tres!...

El Profesor de Worms, contestó, sombrío, sin alzar la vista:

-Tres éramos; y trescientos que hubiéramos sido daba igual.

-¿Igual, de haber sido trescientos contra cuatro?- preguntó Syme con jactancia.

-Igual -repuso sombríamente el Profesor-. Ni trescientos valen contra el Domingo.

Esta sola palabra puso a Syme serio y desanimado. Antes de morir en sus labios, la risa se le murió en el corazón. La inolvidable cara del Presidente se le representó al instante como en una fotografía en colores; y advirtió que, entre el Domingo y sus satélites, había una diferencia esencial: mientras que las caras de éstos, por feroces o siniestras que fuesen, parecían irse desvaneciendo en el recuerdo como las de todos los hombres, la del Domingo parecía fijarse más con la ausencia, a modo de un retrato que fuera transformándose en un ser vivo. Permanecieron silenciosos unos instantes, después de los cuales Syme lanzó estas palabras como un espumarajo de Champaña:

-¡Profesor, es intolerable! ¿Le tiene usted miedo a ese hombre?

El Profesor levantó sus pesados párpados y, dirigiendo a Syme una mirada franca, azul, llena de una honradez casi etérea, contestó con dulzura:

-Sí, le tengo miedo. Y usted también.

Syme permaneció mudo un instante. Y levantándose después cuan largo era, como hombre injuriado, arrojó el asiento y dijo con voz indescriptible:

-Sí, tiene usted razón, le tengo miedo. No obstante esto, juro a Dios que he de buscar a ese hombre a quien temo hasta no dar con él y romperle la boca. Si el cielo mismo fuera su trono y la tierra su escabel, juro que he de arrancarlo de allí.

Y el Profesor, asombrado:

-¿Y cómo? ¿Para qué?

-Porque le tengo miedo. Y el hombre no debe consentir que en el Universo subsista lo que le causa temor.

De Worms contemplaba absorto. Quiso hablar, pero Syme le interrumpió con sorda y exaltada voz:

-¿Quién había de permitirse atacar al ser que no le asusta? ¿Cómo rebajarse al papel del simple bravucón, como cualquier luchador alquilado? ¿Ni quién ha de pretender ignorar el miedo, como un árbol inconsciente? Hay que combatir contra lo que nos infunde temor. Acuérdese usted del cuento de aquel clérigo inglés qué prestaba los últimos auxilios a un bandido siciliano. Éste en su lecho de muerte, le dijo: "Yo no tengo dinero con que pagarle; pero puedo darle un buen consejo para toda la vida: el pulgar en la hoja, y herir para arriba". Yo también le digo a usted: herir para arriba, y a las estrellas si es preciso.

El otro, en uno de los movimientos habituales de su disfraz, se había puesto a mirar al techo.

-El Domingo -contestó- es una estrella fija.

-Ya lo verá usted caer como una estrella errante -le dijo Syme poniéndose el sombrero. 

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