QUINTA ENTREGA
PRIMERA PARTE
II
La capital (4)
El anciano estaba sentado sobre un cajón de embalaje en el sórdido patiecito. Era muy gordo y corto de aliento; con el calor, jadeaba un poco como después de un esfuerzo. En otro tiempo tuvo algo de astrónomo, y ahora trataba de distinguir las constelaciones, mirando arriba, al cielo nocturno. Vestía tan sólo camisa y pantalón, llevaba los pies desnudos; pero en sus modales quedaba algo inequívocamente clerical. Cuarenta años de sacerdocio le habían marcado a fuego.
Reinaba un silencio completo sobre la ciudad: todo el mundo dormía. Los mundos rutilantes en el espacio eran como una promesa: la tierra no era todo el universo. Acaso en alguna parte Cristo no hubiera muerto. No podía creer que para un observador de allá, este mundo resplandeciera con tal brillo: rodaría pesadamente por el espacio, envuelto en niebla como un barco encendido y abandonado. El globo entero iba envuelto en su propio pecado.
Una mujer llamó desde el único cuarto que poseía:
-José, José.
Pensó con envidia en los que habían muerto: acabó todo tan temprano... Los habían llevado al cementerio y fusilado contra el muro; en dos minutos extinguióse la vida. Y a eso le llamaban martirio. Aquí la vida seguía y seguía... No tenía más que sesenta y dos años. Acaso viviera noventa: veintiocho más... el mismo período inconmensurable que transcurrió desde su nacimiento hasta su primera parroquia...; toda la infancia, la juventud y el seminario estaban comprendidos en él.
-¡José! ¡Vente a la cama!
Se estremeció; sabia que era un bufón. Un viejo que se casa ya es grotesco; pero un cura viejo... Se examinó fríamente y pensó que ni siquiera era digno del infierno: no era sino un viejo impotente, ridículo y vituperado entre las sábanas. Pero entonces recordó el don que recibiera y que nadie le podía quitar. Aquello era lo que le hacia digno de condenación: el poder que conservaba de convertir la hostia en carne y sangre de Dios. Era un sacrílego. Dondequiera que fuere, hiciera lo que hiciese, profanaba a Dios. Cierto católico renegado, engreído con la política del gobernador, irrumpió una vez en la iglesia (cuando aún había iglesias) y se apoderó de la Hostia consagrada. La escupió, la pisoteó, y entonces el pueblo lo cogió y lo ahorcó en el campanario, como hacían con el figurón de Judas en Jueves Santo.
“Aquél no era tan mal hombre”, pensaba el Padre José; sería perdonado, no era más que un político; pero él... él era peor que el otro; era como una pintura obscena colgada de continuo allí para corromper a los niños.
Eructó sobre su cajón de embalar, sacudido por el flato.
-José, ¿qué estás haciendo? Ven a la cama.
Nunca había nada que hacer en absoluto. Ni rezo diario, ni misas, ni confesiones, y tampoco había ya oraciones útiles: una oración pide un efecto y él no se proponía ninguno. Hacía dos unos que vivía en pecado mortal continuo, sin que nadie le oyera en confesión: nada que hacer más que comer, comer con exceso, pues ella lo cebaba, lo engordaba y lo conservaba como a un verraco de concurso.
-¡José!
Entróle un hipo nervioso al considerar que iba a encararse la vez número setecientos treinta y ocho con su áspera ama de llaves: su mujer. Allí estaría ella acostada en el amplio lecho de la ignominia que llenaba medio cuarto: una silueta huesuda debajo del mosquitero, una quijada larguirucha, una coleta gris raquítica y un gorro absurdo. Ella creía un deber conservar su posición: era pensionista del Gobierno, era la esposa del único cura casado. Estaba orgullosa de serlo.
-¡José!
-Ya voy, ¡hip!, amor mío -dijo, levantándose del cajón. Alguien se reía por allá dentro. Alzó los ojuelos rojizos como los de un cerdo consciente de que va al matadero. Una voz aguda de niño gritaba:
-¡José!
Miró con extravío alrededor del patio. Desde una ventana con reja, unos chiquillos le observaban con profunda gravedad. Les volvió la espalda y dio un paso o dos hacia la puerta, moviéndose muy despacio a causa de su corpulencia.
-¡José! -chilló alguien de nuevo-. ¡José!
Miró atrás por encima del hombro y sorprendió las caras infantiles expresando un gozo salvaje. Los ojuelos encarnados del Padre José no mostraron cólera; no tenía derecho a enfadarse. Intentó una sonrisa atontada, rota, dislocada, y cual si aquella prueba de flaqueza les diera la licencia necesaria, se pusieron a berrear sin miramientos:
-¡José! ¡José! ¡Ven a la cama!
Las vocecitas desvergonzadas llenaban el patio y él sonreía humilde, iniciaba leves ademanes pidiendo silencio; pero no quedaba respeto para él en ninguna parte: ni en su hogar, ni en la ciudad, ni en el abandonado planeta.
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