Desde adolescente empezó a interesarse por la estética satánica, frecuentó fumaderos de opio y burdeles y vivió de manera desenfrenada. Murió a los 24 años, dejando algunos de los versos más desgarrados de la historia de la literatura y una aureola de misterio alrededor de su recuerdo,.
Rubén Darío definió con estas palabras a Isidore-Lucien Ducasse, conde de Lautréamont: “Vivió desventurado y murió loco. Escribió un libro que sería único si no existiera la prosa de Arthur Rimbaud: un libro diabólico y extraño, burlón y aullador, cruel y penoso; un libro en el que se oyen a un mismo tiempo los gemidos del dolor y los siniestros cascabeles de la locura”. Además, Los cantos de Maldoror y su exquisita loa al mal llevaron al genial André Breton a bautizarlo como “la figura resplandeciente de la luz negra”. “Mi poesía consistirá solamente en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no habría debido engendrar semejante basura”, escribe el conde de Lautréamont en el “Canto segundo” de su libro, una obra censurada y evitada, temida por los editores y, finalmente, elogiada y adorada.
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MALDOROR: LA ENCARNACIÓN DEL MAL
Primer asesino en serie de la literatura moderna, Maldoror, un joven de buena familia y magnífica educación, comete actos salvajemente crueles y despiadados, siempre sin motivos aparentes, y alentado por la visión de Dios, no como símbolo de la bondad, sino, al contrario, como un insaciable monstruo decidido a atormentar a los seres vivos durante toda la eternidad. Los cantos de Maldoror, la gran novela sobre la maldad, recoge prácticamente todas las formas de violencia y se anticipa a algunas de las más tristemente populares del siglo pasado y de este.
La mente y la pluma que crearon a esta endiablada criatura, las de Isidore Ducasse, no eran las de un loco, pero tampoco las de un perfecto cuerdo. El conde de Lautréamont, un poeta maldito que murió con sólo 24 años, representa el caso típico de una víctima que cae en la degeneración como consecuencia de la incomprensión que sufre y, especialmente, de su extrema sensibilidad ante la maldad humana, pues se mostró incapaz de entender a la sociedad oscura y podrida en la que le tocó vivir. Ahora, 145 años después de la primera edición de Los cantos de Maldoror, la editorial uruguaya ‘Nébula’ los recupera, traducidos por Jorge Berardi.
LLEGADA A UN MUNDO ATROZ
Nacido en Montevideo el 4 de abril de 1846, Isidore Lucien Ducasse padeció la historia de sus padres desde la infancia. Hijo de François Ducasse, secretario del Consulado General de Francia en Uruguay, y de Célestine-Jacquette Davezac, vivió un episodio terrible una noche de Navidad. Su madre, hundida en una depresión por la infidelidad de su marido, aficionada a los opiáceos, la belladona y el vino, se pegó un tiro en su habitación. El padre, agobiado por los problemas que cercaban a los países de América Latina, decidió enviar al niño a Francia. Isidore, con tan solo 13 años, se vio embarcado en el Pireus, donde antes de zarpar presenció cómo moría un marinero, al que sus compañeros no intentaron ayudar. “Más me valiera dormirme para siempre”, son las palabras que Ruy Cámara pone en boca del pequeño Ducasse esa primera noche de la travesía hacia un mundo en el que encontró escasos amigos, mucha decepción y un constante abandono y dolor.
Testigo ya en ese viaje a Francia del ambiente de los prostíbulos en los puertos, fue víctima de un marinero pedófilo que quiso abusar de él. “Sí, habría hundido mi verga, a través de su sangriento esfínter, destrozando, con mis impetuosos movimientos, las mismas paredes de su pelvis [...] Siempre he sentido una infame predilección por la pálida juventud de los colegios y por los niños demacrados de las manufacturas [...] Una última palabra… era una noche de invierno. Mientras la brisa soplaba entre los abetos, el Creador abrió su puerta en medio de las tinieblas e hizo entrar a un pederasta”, escribió años después en su “Canto quinto”.
LUCES Y SOMBRAS DE PARÍS
El pequeño Ducasse no encontró el refugio necesario en el liceo Imperial de Tarbes donde cursó sus primeros estudios. Introvertido, tímido, despreciado por muchos compañeros y asustado ante la férrea disciplina del centro, Isidore-Lucien comenzó a construir una extraña personalidad que se acentuaba cuando se dejaba llevar por las sensaciones conseguidas con los pétalos opiáceos, los mismos que había consumido su madre. El encuentro con el profesor Lataste fue una de las pocas bendiciones que recibió en su infancia. Este maestro fue quien lo alentó a que insistiera con la escritura, en la que ya se había iniciado. A pesar de este beneficioso encuentro, la concepción de la vida del niño se volvía cada vez más trágica e insoportable. Su afición al opio, una obsesiva lectura de Las flores del mal de Baudelaire, el pesimismo constante y la sensación de abandono fueron labrando el temperamento del muchacho, que ya se enfrentaba violentamente con algunos compañeros y vivía enredado en una permanente pelea con el celador del liceo.
La primera visita que recibió de su padre fue en 1861. Ducasse era ya un joven espigado de pelo largo que se fingía adorador de Satán, comenzaba a descubrir los secretos del sexo y se había transformado en un empecinado rebelde. Dos años después finalizó sus estudios en Tarbes, de donde salió para ingresar en el liceo Louis Barthou de Pau. Existen varios testimonios de sus escasos amigos de esa época, entre los que destaca uno de Soupault. “La imaginación desenfrenada de Ducasse se reveló por completo en un discurso en francés donde aprovechó la oportunidad para acumular, con escalofriante lujo de epítetos, las imágenes más atroces en relación a la muerte –escribió su compañero–. Allí no había más que huesos rotos, entrañas colgantes, carnes sanguinolentas o deshechas. Fue el recuerdo de ese discurso lo que, años después, me hizo reconocer la mano del autor de Los cantos de Maldoror, por más que Ducasse nunca me hubiese hablado de sus proyectos poéticos”.
Pero esos proyectos habían nacido ya en esa época y para ellos el joven Isidore Ducasse había buscado un seudónimo apropiado: conde de Lautréamont. Todavía hoy los expertos no se han puesto de acuerdo sobre el significado del apodo. Unos defienden la teoría de que el sobrenombre se debe a un personaje del folletinista Eugéne Sue, autor de Los misterios de París. Otros creen que esconde alguna frase como “El laureado de Montevideo” o “El otro de Montevideo”. De una u otra forma, Ducasse se convertía en Lautréamont para metamorfosearse, a su vez, en el malvado Maldoror. El poeta de Montevideo, como lo llamaban sus compañeros, indagaba en la escritura y en el camino del mal en esos años, cuando conoció a Beatriz, una española de la que se enamoró locamente y cuya ausencia lo torturó bastante tiempo.
DESCENSO A LOS INFIERNOS
Cada vez más apegado al opio, se hizo asiduo a un prostíbulo de la ciudad, donde descubrió a Isabelle Didier, la otra mujer de su vida. Isidore Ducasse avanzaba sin descanso hacia la oscuridad. Tabernas, putas y enfermedades venéreas lo acompañaron en una rutina de decepción que se agravó al conocer el sórdido secreto de su amada Beatriz, consentidora de los abusos de su padrastro y prometida a un italiano rico alcoholizado y con antecedentes de maltrato. Descreído del amor, Isidore Ducasse decidió desaparecer y marcharse a vivir a París.
El alcohol, las drogas, los problemas económicos, la falta de comida en muchas ocasiones y la incomprensión de los demás lo fueron sumiendo en el mundo tenebroso donde se perfeccionaron sus Cantos. Fragmentos de glorificación del mal en el que caben el asesinato, el suplicio, la tortura psicológica, el desdoblamiento de la personalidad, la pedofilia, la violación… Avatares instigados por la imaginación y por su propia experiencia, magnificados por el terror y la desconfianza que le produjeron siempre la naturaleza y la maldad humanas. Los escalofriantes episodios del libro hicieron muy difícil su publicación. De hecho, los primeros ejemplares del “Canto primero” los hizo editar corriendo personalmente con los gastos.
Su incursión en el ambiente intelectual de París y en los círculos más próximos a Baudelaire y el elogio a sus textos de Victor Hugo hicieron posible por fin la salida de Los cantos de Maldoror. Todavía hoy, la obra ha permanecido sutilmente apartada, tan incómoda para algunos editores como los textos del marqués de Sade. Maligno, siniestro, macabro, brutal, sanguinario, sádico, despiadado cuando se trataba de perfilar las aventuras de Maldoror, Lautréamont impidió, sin embargo, cualquier agresión a su inmensa libertad creativa. En opinión de muchos expertos, nadie aún ha podido entender la pureza del mal como lo hizo él.
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