DUODÉCIMA ENTREGA
CAPÍTULO QUINTO (1)
EL FESTÍN DEL MIEDO
A primera vista, la vasta gradería de piedra pareció a Syme tan desierta como una pirámide; pero aun no llegaba arriba, cuando se dio cuenta de que había un hombre reclinado sobre el parapeto del muelle que miraba fijamente al río. Era una figura enteramente convencional; llevaba un sombrero de seda y una levita a la última moda; en su solapa se veía una flor roja. Syme siguió trepando grada a grada, y el hombre continuó impávido; y Syme logró acercarse lo bastante para darse cuenta, a la pálida y nebulosa luz de la mañana, de que aquel sujeto tenía una cara larga, descolorida, inteligente, completamente afeitada, salvo en la punta de la barba, donde remataba en una borlilla triangular y oscura. Estos pelillos parecían más bien efecto de un descuido, en el afeite total del resto de la cara; cara angulosa, ascética, y noble a su manera. Syme se acercaba cada vez más, observando al desconocido. Éste no pestañeaba.
El instinto le decía a Syme que aquel hombre estaba allí para recibirle. Viendo que permanecía inmóvil, pensó que se había equivocado. Pero un instante después se sintió seguro de que el desconocido tenía algo que ver con su descabellada aventura: el hombre, en efecto, afectaba mayor indiferencia de la que hubiera sido natural ante la aproximación de un extraño. Estaba tan inmóvil como un muñeco de cera y, como tal, atacaba los nervios.
Syme miraba una y otra vez aquella cara pálida, noble y delicada, pero aquella cara parecía absorta en la contemplación del río. Entonces sacó del bolsillo el documento de Buttons que acreditaba su elección, y lo puso frente a aquel hermoso y triste rostro. El hombre sonrió. Su sonrisa fue un choque eléctrico: era una sonrisa oblicua, que levantaba la mejilla derecha y hacía caer la izquierda.
Racionalmente hablando, esto no era para espantar a nadie. Mucha gente tiene este hábito nervioso de torcer la sonrisa, y, en muchos, hasta es un atractivo. Pero en las circunstancias de Syme, bajo la influencia de aquel amanecer, bajo el peso de su mortal embajada, bajo la emoción de aquella soledad entre las inmensas piedras chorreantes, aquella sonrisa le produjo un terrible efecto. El río silencioso, el hombre silencioso con aquella fisonomía casi clásica y, como último episodio de aquella extraña pesadilla, una sonrisa tan absurda...!
El espasmo de aquella sonrisa fue instantáneo, y la cara del hombre recobró al instante su armoniosa melancolía. Y el desconocido se puso a hablar sin entrar en explicaciones previas, como entre antiguos camaradas:
-Vamos directamente a Leicester Square, y llegaremos a tiempo para el desayuno. ¿Ha dormido usted?
-No -dijo Syme.
-Tampoco yo -siguió el otro con toda naturalidad-. Pienso meterme en cama después de desayunar.
Hablaba con mucha cortesía, pero con una voz tan muerta que contrastaba con la expresión fanática de su rostro; se diría que las palabras amistosas eran para él meros convencionalismos vacíos, y que su única vida era el odio. Tras breve pausa, continuó así:
-Supongo que el secretario de la sección lo habrá informado a usted de todo lo que puede saberse. Pero lo que nunca puede saberse es cuál será la última idea del Presidente, porque sus ideas se multiplican como una vegetación tropical. Así, por si usted lo ignora, le diré a usted que ahora ha tenido la idea de que nos ocultemos mediante el procedimiento de no ocultarnos para nada. Al principio, claro está, nos reuníamos en una cámara subterránea como la sección de usted. Después, Domingo nos trasladó al reservado de un restaurante. Porque, dijo, mientras menos nos ocultemos, menos nos perseguirán. Es un hombre como no hay otro; pero a veces me temo que su vigoroso cerebro comience, con los años, a perder el equilibrio. Porque ahora se empeña en que nos expongamos al público; ahora almorzamos en un balcón, figúrese usted: ¡en un balcón que cae sobre Leicester Square!
-Y la gente ¿qué dice? -preguntó Syme.
-Muy sencillo: dice que somos una alegre tertulia de caballeros que pretenden ser anarquistas.
-Me parece una idea muy ingeniosa -observó Syme.
-¿Ingeniosa? ¡Dios nos tenga de su mano! Conque ingeniosa ¿eh? -gritó el otro con una voz súbita y chillona, tan chocante y torcida como su sonrisa-. Cuando haya usted contemplado al Domingo, siquiera un milésimo de segundo, no le llamará usted ingenioso.
Con esto llegaron a la extremidad de una angosta calle, de donde se veía ya Leicester Square bañada en el sol matinal. Nunca se sabrá a ciencia cierta por qué esta plaza tiene un aspecto tan extraño y, en cierto modo, tan continental. Nunca se pondrá en claro si es su aspecto extranjero lo que atrae a los forasteros, o la afluencia de éstos lo que le comunica semejante aspecto. Aquella mañana, este aspecto parecía singularmente acentuado y brillante. La plaza abierta, las frondas iluminadas, la estatua, el contorno sarraceno de la Alhambra, todo hacía del lugar una como copia de alguna plaza pública de Francia o de España. Y esto acreció en Syme la extraña impresión, que ya varias circunstancias de la aventura le habían producido también, de haber sido transportado a un nuevo mundo. La verdad es que la plaza le era conocida porque, de niño, solía venir por allí a comprar mal tabaco; pero, al volver una esquina y ver los árboles y las cúpulas moriscas, hubiera jurado que estaba en alguna desconocida "Place de cualquier cosa", situada en cualquier ciudad extranjera.
En un ángulo de la plaza, aparecía un hotel rico pero no muy frecuentado, cuya fachada principal caía sobre otra calle. Una entrada espaciosa daba sin duda acceso al café; y arriba, materialmente suspendido sobre la calle en unos estribos formidables, salía un balcón lo bastante amplio para instalar en él una gran mesa. Y en torno a esta mesa, muy visible, a pleno sol, ostentado a la calle, había un grupo de hombres parlachines y ruidosos, todos vestidos con la mayor insolencia de la moda, con chalecos blancos y floridas solapas.
De tiempo en tiempo, se les oía reír desde el otro lado de la plaza. El grave secretario dejó ver su absurda sonrisita, y Syme comprendió que aquella escandalosa tertulia era el cónclave secreto de los dinamiteros de Europa.
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