UNDÉCIMA ENTREGA
CAPÍTULO CUARTO (2)
LA HISTORIA DE UN DETECTIVE
Intrigado y deslumbrado a la vez, Syme se dejó conducir hasta una puerta lateral del edificio de Scotland Yard. Antes de darse cuenta, ya había pasado por las manos de cuatro oficiales intermediarios, y fue de pronto introducido en una cuarto cuya absoluta oscuridad le impresionó casi como un relámpago. No era oscuridad ordinaria, que siempre permite adivinar vagamente las formas, sino una oscuridad como la de una ceguera súbita.
-¿Es usted el nuevo recluta? -preguntó una voz penetrante.
Y, de cierto modo inexplicable, aunque en el cuarto no se distinguía nada, Syme comprendió dos cosas: la primera, que aquella voz salía de un cuerpo voluminoso; la segunda: que aquel hombre estaba de espaldas.
-¿Es usted el nuevo recluta? -dijo el invisible jefe, que parecía estar al tanto de la reciente conversación de Syme-. Está bien. Queda usted aceptado.
Syme sintió que se le doblaban las piernas, y, a duras penas, trató de defenderse de aquel compromiso irrevocable.
-Sólo que yo, realmente, no tengo experiencia... -comenzó a decir.
-Nadie tiene experiencia de la Batalla de Armagedón -dijo el otro.
-Es que no me creo capaz...
-Tiene usted voluntad, y eso basta -dijo el desconocido.
-Pero -observó Syme- yo no conozco oficio alguno para el cual baste la buena voluntad.
-Yo sí -le contestó la voz-. El de mártir. Yo no hago más que condenarlo a usted a muerte. Adiós.
Y así fue como Gabriel Syme salió de nuevo a la luz del día, con su pobre sombrero negro y su pobre capa anticuada, convertido en miembro del nuevo cuerpo de policía que había de combatir la gran conspiración social. Siguiendo los consejos de su amigo el guardia, que era profesionalmente inclinado al aseo, se hizo arreglar pelo y barba, compró un sombrero decente, un elegante traje de verano azul-gris, pálido, se puso una flor amarilla en la solapa y, en suma, se transformó en ese sujeto impecable y casi insoportable que Gregory había encontrado por vez primera en el jardincillo del Saffron Park. Antes de abandonar los cuarteles de policía, su amigo le proporcionó una tarjetita azul con un número, en la cual se leía: "La Última Cruzada", signo de su autoridad oficial. Se la guardó cuidadosamente en un bolsillo del chaleco, encendió un cigarrillo, y se lanzó a buscar y acombatir al enemigo en todos los salones de Londres. Adonde le condujeron finalmente sus aventuras, ya lo hemos visto. Hacia la una y media de la mañana de un día de febrero, se encontró deslizándose sobre el silencioso Támesis, en un remolcador, armado con un bastón de verduguillo y un revólver, y electo solemnemente para el puesto de Jueves en el Consejo Central de Anarquistas.
Al embarcar en el remolcador, Syme tuvo la sensación singularísima de encontrarse en un nuevo ambiente: no sólo en una nueva tierra, sino en un nuevo planeta. Esto se debía sin duda, en mucho, a la imprudente aunque irrevocable decisión de aquella noche, pero también se debía un poco a un cambio "del tiempo y del cielo, cambio sobrevenido durante las dos horas transcurridas desde que penetró en la equívoca taberna. Los fantásticos plumones del brumoso crepúsculo habían desaparecido por completo, y ahora la radiante luna flotaba en un cielo desnudo. La luna brillaba tanto y estaba tan llena que, por una paradoja que habréis observado muchas veces, parecía un sol palidecido. No daba la impresión de una fulgurante noche de luna, sino de algo como un día de luz mortecina.
Sobre el paisaje flotaba una palidez luminosa e irreal, como ese crepúsculo de desastre que, dice Milton, produce el eclipse de sol. Syme se confirmaba en la idea de que había caído en algún planeta más vacío que el nuestro, que gravitara en torno de una estrella más triste. Pero a medida que esta desolación rutilante la embargaba el ánimo, su propia locura caballeresca parecía arder más en la noche como inmensa hoguera. Aun los objetos vulgares que llevaba consigo -las provisiones, el Brandy, la pistola cargada-, adquirían ese carácter poético, concreto y material, que les da el niño cuando lleva un fusil a paseo o se va a la cama con un bollo. El bastón con alma de acero y el frasco de Brandy, aunque por sí mismos no eran más que utensilios de la perversa conspiración, vinieron a ser como la expresión de su generosa aventura. El bastón de verduguillo se convirtió en la espada del caballero, y el Brandy en el trago de estribo. Porque las fantasías modernas, aun las más "deshumanizadas", se refieren siempre a algún símbolo más antiguo y más simple. La aventura podrá ser loca, pero el aventurero debe ser cuerdo. El dragón, sin San Jorge, no sería ni siquiera grotesco. Así, aquel escenario inhumano sólo era fantástico por la presencia de un ser humano. Para la mente exaltada de Syme, las casas, blanquecinas y frías, y las terrazas de la margen del Támesis, parecían tan deshabitadas como las montañas de la luna; pero la misma luna sólo es poética por el "hombre" que hay en la luna.
Dos hombres manejaban la embarcación; a pesar de sus muchos esfuerzos, la embarcación iba con cierta lentitud. El claro de luna que había brillado sobre Chiswick se había extinguido ya al pasar por Battersea, y al llegar a la enorme mole de Westminster el día comenzaba a romper. Y rompió al fin como en un estallido de rayos de plomo que descubren vivos de plata. Y éstos estaban ya al rojo blanco, cuando el barco, torciendo el rumbo, viró hacia una ancha escalinata de desembarque que está más allá de Charing Cross. Las grandes piedras del muelle aparecieron a los ojos de Syme oscuras y gigantescas. Negras y enormes, se destacaban sobre el grandioso albor del cielo. Syme sintió como si desembarcara sobre la gradería colosal de un palacio egipcio. La idea no era inoportuna. ¿No iba Syme a atacar los sólidos tronos de unos herejes y abominables monarcas? Saltó del bote a una grada resbalosa, y permaneció un instante inmóvil, sombra oscura y delgada entre aquel vasto amontonamiento de piedras. Los dos bateleros se alejaron con el bote, y volvieron contra la corriente. No habían pronunciado una sola palabra.
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