DUODÉCIMA ENTREGA
V (5)
Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores, asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados. Ella consagra, como las aristocracias, la distinción de calidad; pero la resuelve a favor de las calidades realmente superiores -las de la virtud, el carácter, el espíritu- y sin pretender inmovilizarlas en clases constituidas aparte de las otras, que mantengan a su favor el privilegio execrable de la casta, renueva sin cesar su aristocracia dirigente en las fuentes vivas del pueblo y la hace aceptar por la justicia y el amor. Reconociendo, de tal manera, en la selección y la predominancia de los mejor dotados una necesidad de todo progreso, excluye de esa ley universal de la vida, al sancionarla en el orden de la sociedad, el efecto de humillación y de dolor que es, en las concurrencias de la naturaleza y en las de las otras organizaciones sociales, el duro lote del vencido. «La gran ley de la selección natural», ha dicho luminosamente Fouillée, «continuará realizándose en el seno de las sociedades humanas, sólo que ella se realizará de más en más por vía de libertad». - El carácter odioso de las aristocracias tradicionales se originaba de que ellas eran injustas, por su fundamento, y opresoras, por cuanto su autoridad era una imposición. Hoy sabemos que no existe otro límite legítimo para la igualdad humana que el que consiste en el dominio de la inteligencia y la virtud, consentido por la libertad de todos. Pero sabemos también que es necesario que este límite exista en realidad. - Por otra parte, nuestra concepción cristiana de la vida nos enseña que las superioridades morales, que son un motivo de derechos, son principalmente un motivo de deberes, y que todo espíritu superior se debe a los demás en igual proporción que los excede en capacidad de realizar el bien. El anti-igualitarismo de Nietzsche -que tan profundo surco señala en la que podríamos llamar nuestra moderna literatura de ideas- ha llevado a su poderosa reivindicación de los derechos que él considera implícitos en las superioridades humanas, un abominable, un reaccionario espíritu; puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre a quien endiosa, un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles; legitima en los privilegios de la voluntad y de la fuerza el ministerio del verdugo; y con lógica resolución llega, en último término, a afirmar que «la sociedad no existe para sí sino para sus elegidos». - No es, ciertamente, esta concepción monstruosa la que puede oponerse, como lábaro, al falso igualitarismo que aspira a la nivelación de todos por la común vulgaridad. ¡Por fortuna, mientras exista en el mundo la posibilidad de disponer dos trozos de madera en forma de cruz -es decir: siempre- la humanidad seguirá creyendo que es el amor el fundamento de todo orden estable y que la superioridad jerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar!
Fuente de inagotables aspiraciones morales, la ciencia nueva nos sugiere, al esclarecer las leyes de la vida, cómo el principio democrático puede conciliarse, en la organización de las colectividades humanas, con una aristarquia de la moralidad y la cultura. - Por otra parte -como lo ha hecho notar, una vez más, en un simpático libro, Henri Bérenger- las afirmaciones de la ciencia contribuyen a sancionar y fortalecer en la sociedad el espíritu de la democracia, revelando cuánto es el valor natural del esfuerzo colectivo; cuál la grandeza de la obra de los pequeños; cuán inmensa la parte de acción reservada al colaborador anónimo y oscuro en cualquiera manifestación del desenvolvimiento universal. Realza, no menos que la revelación cristiana, la dignidad de los humildes, esta nueva revelación, que atribuye, en la naturaleza, a la obra de los infinitamente pequeños, a la labor del nummulite y el briozoo en el fondo oscuro del abismo, la construcción de los cimientos geológicos; que hace surgir de la vibración de la célula informe y primitiva, todo el impulso ascendente de las formas orgánicas; que manifiesta el poderoso papel que en nuestra vida psíquica es necesario atribuir a los fenómenos más inaparentes y más vagos, aun a las fugaces percepciones de que no tenemos conciencia; y que, llegando a la sociología y a la historia, restituye al heroísmo, a menudo abnegado, de las muchedumbres, la parte que le negaba el silencio en la gloria del héroe individual, y hace patente la lenta acumulación de las investigaciones que, al través de los siglos, en la sombra, en el taller o el laboratorio de obreros olvidados, preparan los hallazgos del genio.
Pero a la vez que manifiesta así la inmortal eficacia del esfuerzo colectivo, y dignifica la participación de los colaboradores ignorados en la obra universal, la ciencia muestra cómo en la inmensa sociedad de las cosas y los seres, es una necesaria condición de todo progreso el orden jerárquico; son un principio de la vida las relaciones de dependencia y de subordinación entre los componentes individuales de aquella sociedad y entre los elementos de la organización del individuo; y es, por último, una necesidad inherente a la ley universal de imitación, si se la relaciona con el perfeccionamiento de las sociedades humanas, la presencia, en ellas, de modelos vivos e influentes que las realcen por la progresiva generalización de su superioridad.
Para mostrar ahora cómo ambas enseñanzas universales de la ciencia pueden traducirse en hechos, conciliándose, en la organización y en el espíritu de la sociedad, basta insistir en la concepción de una democracia noble, justa; de una democracia dirigida por la noción y el sentimiento de las verdaderas superioridades humanas; de una democracia en la cual la supremacía de la inteligencia y la virtud -únicos límites para la equivalencia meritoria de los hombres- reciba su autoridad y su prestigio de la libertad y descienda sobre las multitudes en la efusión bienhechora del amor.
Al mismo tiempo que conciliará aquellos dos grandes resultados de la observación del orden natural, se realizará, dentro de una sociedad semejante -según la observa, en el mismo libro de que os hablaba, Bérenger- la armonía de los dos impulsos históricos que han comunicado a nuestra civilización sus caracteres esenciales, los principios reguladores de su vida. - Del espíritu del cristianismo nace, efectivamente, el sentimiento de igualdad, viciado por cierto ascético menosprecio de la selección espiritual y la cultura. De la herencia de las civilizaciones clásicas, nacen el sentido del orden, de la jerarquía y el respeto religioso del genio, viciados por cierto aristocrático desdén de los humildes y los débiles. El porvenir sintetizará ambas sugestiones del pasado, en una fórmula inmortal. La democracia, entonces, habrá triunfado definitivamente. ¡Y ella, que, cuando amenaza con lo innoble del rasero nivelador, justifica las protestas airadas y las amargas melancolías de los que creyeron sacrificados por su triunfo toda distinción intelectual todo ensueño de arte, toda delicadeza de la vida, tendrá, aun más que las viejas aristocracias, inviolables seguros para el cultivo de las flores del alma que se marchitan y perecen en el ambiente de la vulgaridad y entre las impiedades del tumulto!
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