viernes

MARIO LEVRERO - ALICE SPRINGS (EL CIRCO, EL DEMONIO, LAS MUJERES Y YO)



PRIMERA ENTREGA

I

EL CIRCO
Allí, donde nunca sucedía nada, era muy fácil llamar la aten­ción. El desfile inicial del Gran Circo Magnético de Oklahoma fue algo verdaderamente desproporcionado: atraído al principio por una música estridente y lejana, e inmediatamente después por la noticia que corría en los gritos de los niños, el pueblo entero, casi sin excepciones, se distribuyó en rigurosas mitades a lo largo de la calle principal, como cargas eléctricas polari­zadas. El carromato, o lo que fuese, parecía venir de muy lejos -y realmente no cabía otra posibilidad: Alice Springs está rodeada por un inmenso desierto.
Un hombre de aspecto robusto y sereno, de edad avanzada y mirada distante, conducía la enorme estructura de hierros entrecruzados, poblada de extrañas maravillas; pero el cortejo era encabezado por una gallina mecánica, a quien seguía una mujer de carne y hueso que hacía sonar una trompeta; una mujer demasiado alta, con cara de niña -amofletada y de labios pintados en forma de corazón- y un cuerpo que se sos­pechaba regordete bajo el largo sobretodo masculino que sólo dejaba al descubierto unos zapatos cuadrados, anchos, de tacos angostos y largos. Luego ese aparato, guiado por el hombre robusto, impávido, grave, que no miraba jamás hacia los costa­dos; y en el interior de la estructura los músicos monstruosos, con varios cuerpos que brotaban de un solo par de piernas, uno de ellos con cabeza de pájaro; y la cabeza de un gigante, que ocupaba la mayor parte de la estructura, una cabeza sin cuerpo y viviente con párpados que podían guiñar y una boca que podía sonreír. Detrás, gallinas y conejos mecánicos, un elefante enano, un payaso que distribuía volantes y luego todos los niños del pueblo, más una especie de adulto: Dante, con su figura alta y desgarbada, su sobretodo raído y ese sombrero blando que se quitaba en muy pocas ocasiones.
Después de traspasar los límites de la ciudad, dejando la calle principal llena de asombro y papeles de colores, los niños se cansaron pronto y se volvieron a sus casas con las manos llenas de volantes y un brillo febril en los ojos, a esperar el día y la hora de la función inaugural; Dante, sin embargo, siguió con su paso cansado la huella profunda de las ruedas metálicas hasta mucho después de haberse extinguido la música y perdido de vista el cortejo. Cuando llegó, la estructura metálica estaba quieta y cerrada, transformada en una especie de caja gigante o galpón; a un costado había una carpa, también muy grande, de lona, y lo único que se movía en los alrededores era una gallina mecá­nica que picoteaba incesantemente el pasto ralo y amarillento que preludiaba el desierto.
Dante dio algunas vueltas prudentes alrededor del Circo. Después, cuando intentaba acercarse a la gallina, asomó la cabe­za de la mujer-niña a través de una rendija en la lona. La boquita pintada en forma de corazón sonrió ante los esfuerzos cau­telosos de Dante por atrapar al animalito; por más que se aga­zapara o se arrastrara o intentara arrojar el sombrero como una red, el animal mecánico se ponía siempre fuera de su alcance con un exacto salto prodigioso. Después Dante se dio cuenta de que lo estaba observando y sintió vergüenza; pero al ver la son­risa en los labios en corazón consiguió arrancar a los suyos algo que logró acentuar esa impresión de total estupidez que solía producir en los demás. La mujer-niña desprendió algunos bro­ches más de la lona, que se abrió como una puerta, y salió al exterior. Dante retrocedió dos pasos, con el sombrero en las manos, tratando de conservar lo que él consideraba una sonrisa y de no salir corriendo. El miedo que le infundía la mujer no era tan grande como la curiosidad que le despertaba todo aquello -especialmente la gallina.
-How work? -preguntó, señalando con un brazo estirado al animal que seguía picoteando sin cesar. La mujer-niña se llevó un dedo a los labios reclamando silencio, y le respondió luego en voz baja, en un inglés tan malo como el de Dante:
-Not noise! -dijo-. Father sleep -y señaló a su vez la construcción metálica, herméticamente cerrada como una lata de conserva.
Hubo un silencio prolongado, mientras Dante observaba alternativamente a la mujer y a la gallina; y cuando la mujer avanzó un par de pasos Dante resistió con firmeza sin moverse de su sitio, e insistió en su pregunta. La mujer siguió aproximándose, mientras explicaba que Dante no sería capaz de entender el funcionamiento del aparato. Luego abrió el puño derecho; en la palma extendida había un caramelo rojo, deste­llando al sol como una joya.
-Take -dijo ella, y Dante alargó temerosamente la mano y tomó el caramelo; pero no se lo puso en la boca, sino en el bol­sillo mugriento. Luego ella lo tomó de la mano y lo llevó traba­josamente al interior de la carpa. Dante se resistía a medias, como hechizado a medias; pero por fin entró a ese lugar en penumbras, lleno de objetos apenas ordenados en grandes blo­ques que dividían la carpa, como una casa, en varias habitacio­nes. Sus ojos, al acostumbrarse a la media luz -unos rayos de sol muy filtrados por el grosor de la lona- fueron descubrien­do multitud de aparatos y paneles, algo que su mente relaciona­ba en forma confusa con la electricidad. La mujer-niña seguía sonriendo, y no le había soltado la mano. Dante advirtió que esos ojos redondos y sin brillo podían tener siglos; y la piel de la cara, estirada y tersa, tenía una juventud demasiado sospe­chosa. Ella parecía haberse achicado, con relación a su figura en el desfile; apenas llegaba, con sus bucles dorados, a la mitad del pecho del gigante flaco. Tenía una blusa verde y una falda rosa­da; y luego Dante descubrió, en un rincón, el sobretodo marrón colgado de un perchero, junto a un par de zancos pequeños. Pero Dante tenía una idea fija.
-How work?-insistió, señalando vagamente al exterior de la carpa, donde se suponía que debía seguir picoteando la gallina.
-It´s a machine -dijo ella, alzándose de hombros-. All is a machine -fue hasta un panel y apretó un botón; una forma oscu­ra se agitó sobre el piso de tierra y comenzó a brincar sobre sus patas traseras; era uno de los conejos mecánicos. Luego volvió a apretar el botón y el conejo quedó quieto, inerte. Dante estiró una mano hacia otro botón, pero ella le pegó en los dedos-. Not touch nothing -le dijo severamente, y Dante guardó la mano en el bolsillo, donde sus dedos rozaron el caramelo. Por su imagina­ción desfilaban nuevamente los músicos monstruosos, la cabeza del gigante, los conejos; pero por algún motivo oscuro y especial, su preocupación se centraba en la gallina de allá afuera. Las expli­caciones no lograban satisfacerlo. La mujer-niña lo empujó sua­vemente hacia un sofá desvencijado-. Sit here -dijo, y ella se sentó a su lado-. What your name?
-Dante -dijo él, y comenzó a sentirse muy incómodo. Con un ademán nervioso volvió a colocarse el sombrero, y el cuer­po se le puso rígido, la espalda dura y derecha como una tabla. Al parecer, la mujer-niña comprendió que podían entenderse en español.
-Mi nombre es Mariarrosa -dijo, y Dante no supo qué decir; inclinó apenas la cabeza, para hacerle ver que había escu­chado-. O Rosemary, o Marie-la-Rose. As you like, como gus­tes.
Dante suspiró profundamente. Los objetos se distinguían cada vez con mayor nitidez. Le llamó la atención la ausencia de cables. Todo habría sido para él muy claro, o al menos así lo creía, si hubiese habido cables que unieran los paneles y apara­tos con los conejos y las gallinas; pero no había cables.
-¿Cómo funciona? -insistió, mirándola ahora directamen­te a esos ojos lejanos, y su ademán fue amplio, incluyéndolo todo.
Mariarrosa suspiró y comenzó un largo discurso, mezclando palabras de distintos idiomas. A Dante, desde luego, se le per­día la mayor parte, pero iba surgiendo de todos modos una idea general que lentamente lo iba satisfaciendo. Era un circo elec­tromagnético. Nada era real allí, sólo ella y su padre (quien no podía morir). Lo demás consistía en aparatos mecánicos guia­dos por control remoto -y aquí había palabras que sonaban a “campos magnéticos”, “diferencia de potencial”, y otras difíci­les de recordar, y en ilusiones ópticas tridimensionales, como por ejemplo los músicos, que se lograban reproduciendo ópti­camente imágenes de ella misma y de su padre. Estas imágenes eran tan reales que se podían tocar, y también podían hacer cualquier cosa, como por ejemplo ejecutar un instrumento musical o repartir volantes de colores. Todo parecía muy sim­ple, y Dante estaba a punto de creer que había comprendido. Pero en el fondo seguía existiendo una oscura fuente de preo­cupación, algo que tenía que ver con los cables pero que ahora se había trasladado. Miró a la mujer-niña con desconfianza, moviendo la cabeza como si comprendiera pero mostrando en la mirada y en la dureza de la boca que no estaba convencido.
-Los niños se divierten y los adultos se maravillan -dijo ella, como resumiendo la explicación en una clara síntesis. Era uno de los slogans impresos en los volantes de propaganda.
Pero Dante había logrado localizar con exactitud el punto débil y desbarató el engaño con una sola frase:
-Aquí no hay enchufes -dijo, triunfalmente. Mariarrosa rió, por primera vez, con una risa tintineante que hacía juego con los bucles dorados.
-Toda la energía –dijo- proviene de esa cajita -y señaló una pequeña caja negra, muy parecida a las baterías de los auto­móviles, tal vez apenas un poco más grande. Estaba en el suelo, también sin cables, silenciosa, aparentemente inerte.
-¿Y no se gasta nunca? -preguntó Dante.
-Nunca -respondió ella enérgicamente. Luego, bajando la voz, adoptó un tono muy confidencial-. Es un secreto que nadie debe saber; si llegara a caer en manos que no correspon­den, entrañaría un grave peligro para la humanidad.
Ahora sí; Dante había llegado adonde quería llegar. Desde un primer momento, desde las primeras notas estridentes venidas desde lejos a la rutina de Alice Springs, había intuido que allí había algo muy poderoso, algo terrible, algo desesperadamente atractivo y peligroso. Ahora sí había llegado adonde quería.
-¿Qué hay en la caja? -preguntó vivamente.
Mariarrosa volvió a reír, con cierto nerviosismo.
-No debo decírtelo -respondió. Pero Dante había logrado invertir los papeles, y se sentía fuerte. Se puso de pie brusca­mente.
-Me voy -dijo.
-¡No! -Mariarrosa también se levantó y lo agarró de una manga del sobretodo. Dante se mantuvo rígido y firme, con la mirada fija en la rendija de la puerta. Mariarrosa se dio por ven­cida-. Está bien –dijo-. Prometo decírtelo.
-Ahora -dijo Dante.
-Después -dijo Mariarrosa, y lo empujó otra vez hacia el sofá-. Ahora voy a hacerte una demostración; después com­prenderás mejor.
Dante se sentó, en actitud de espera desconfiada. Mariarrosa se alejó unos pasos, dio unas vueltas entre bloques de aparatos y se ocultó tras un panel, en el otro extremo de la carpa.
-Quédate allí -se oyó su voz, contenida para no despertar al padre-. No te muevas de allí y enseguida verás.
Manipuló en los controles del panel, y junto a las llaves se encendían lucecitas verdes y rojas. Dante aguardaba, con la expresión del que tiene la firme voluntad de no dejarse engañar. Advirtió, a su izquierda, otro perchero, del cual pendía la jaula de un pájaro; era un pájaro negro, una especie de mirlo. Su cabecita negra era la misma cabeza, aunque mucho más pequeña, de uno de los violinistas monstruosos. Dante comenzó a hacerse una idea de cómo se fabrican ciertas maravillas.
Insensiblemente, la atmósfera se había ido cargando a su alre­dedor, haciéndose más pesada, más tangible.
-¿Ves algo? -se oyó la voz de Mariarrosa.
-No -dijo Dante, pero de inmediato debió corregirse- Sí, como una nube -y tragó saliva, porque estaba empezando a asustarse. La materia se condensaba cada vez más, formando como grandes moléculas que se arremolinaban y aglutinaban a su lado, hasta producir incluso una depresión en el lugar vacío del sofá. Luego la especie de nube fue cobrando una forma más precisa, de contornos humanos, como un fantasma ectoplasmático. Dante no podía moverse y tragaba saliva cada vez con mayor frecuencia, los ojos casi desorbitados mirando de reojo aquella cosa que se iba perfilando con mayor claridad; y el fan­tasma era el fantasma de Mariarrosa. El gigante flaco transpira­ba intensamente y buscaba y rebuscaba los resortes de su volun­tad para dar un salto y alejarse corriendo de allí; pero se sentía pegado al sofá, incapaz del menor movimiento. Hasta que el fantasma fue cobrando nitidez y colorido, mientras Mariarrosa seguía maniobrando los controles del panel, que a veces produ­cía pequeños chasquidos.
-¿Ya está? -preguntó ella, y Dante no podía responder. A su lado había una réplica exacta de Mariarrosa, que le sonreía. La mujer-niña interpretó correctamente el silencio de Dante y la réplica separó los labios y le habló-. Tócame -dijo. Dante no se movió, aunque el miedo iba aflojando lentamente. Respiró hondo. Los controles volvieron a producir chasquidos leves, y la mirada de la réplica de Mariarrosa adquirió una intensidad que su original habitualmente no poseía; Dante comenzó a per­derse en aquella profundidad brillante, de un color verde que parecía fosforecer, y los músculos se le fueron aflojando.
-Tócame -volvió a decir la réplica de Mariarrosa, y tam­bién la voz era distinta ahora; una voz cálida, como surgiendo desde el centro mismo de su femineidad. Dante levantó tímidamente un brazo y apuntó con un dedo índice hacia el hombro de la réplica; luego lo acercó lentamente, y el dedo se hundió en una carne elástica hasta tocar hueso. De esa especie de mujer que estaba a su lado surgía ahora un suave aroma de violetas; y la mirada era muy intensa, y la boca sonreía de otra manera, con generosidad sin límites. Por primera vez en su vida, el hombre flaco y largo acercó su boca a la boca de una mujer. Mariarrosa dejó momentáneamente los controles del panel mientras Dante, ya totalmente abandonado a la voluntad de ese placer descono­cido, desabrochaba torpemente los botones de la blusa de la mujer fantasma que había a su lado.
Después, mientras la Mariarrosa auténtica, con las mejillas enrojecidas, volvía tras el panel a mover apresuradamente algu­nos controles, Dante, como borracho, manoteaba asombrado ese aire denso que nuevamente comenzaba a disgregarse y a volver­se intangible, ese fantasma sonriente de Mariarrosa que se disol­vía y se alejaba sin moverse de su sitio, y veía con inquietud cómo una pequeña masa líquida suspendida en el aire iba cayendo pul­verizada y dejaba sobre el sofá una leve mancha de humedad. La imagen de Mariarrosa había desaparecido definitivamente; el aire era nuevamente aire, transparente, incoloro; sólo flotaba un lige­ro olor de ozono y un perfume desleído de violetas, mezclado con otro, no desagradable, de transpiración y de esperma.
Al cabo de unos instantes reapareció la mujer-niña con su expresión habitual, apenas un tanto ruborizada y haciendo unos arreglos innecesarios en los pliegues de su falda. Dante la miró con una mezcla de ternura y desconcierto.
-Ahora debes irte -susurró ella-. Papá está por despertar.
Dante se levantó blandamente, se dirigió a la puerta de lona, se detuvo un instante para estirar un brazo y acariciar la mejilla de la mujer; luego volvió a enderezar sus pasos hacia la puerta, pero de nuevo se detuvo. Le cambió por completo la expresión. Se dio vuelta y la miró fijamente.
-¿Qué hay adentro de la caja? -preguntó con severidad.
Mariarrosa apretó los labios.
-Luego te diré.
-Ahora.
-Papá no debe encontrarte aquí.
-Ahora.
Mariarrosa suspiró.
-No debe saberlo nadie. Pero nadie -insistió, mirándolo a los ojos. Dante sacudió la cabeza, y aguzó el oído-. En la caja hay un demonio de Maxwell.
Dante la miró con incredulidad. En su vida había oído hablar de Maxwell, pero tenía una idea muy concisa de qué cosa eran los demonios.
-Abre y cierra continuamente una tapita que hay adentro de la caja, para dejar pasar las partículas…
-Me estás mintiendo -dijo fríamente Dante.
-Ven, acércate a la caja -respondió la mujer-niña con aire ofendido-. Más -Dante tuvo que agacharse, y tenía el oído casi pegado a la caja. Entonces oyó una voz en falsete, que muy bien podría haber sido la voz fingida de Mariarrosa pero que talmente parecía salir, lejana y medio ahogada, del interior de la caja: “¡Quiero salir de aquí!”. “¡Quiero salir de aquí!”. La voz tenía el tono exacto que podría esperarse de un pequeño demo­nio encerrado y rabioso. Dante no se convenció del todo, pero comprendió que las cosas habían llegado a un punto límite; si todo aquello era mentira, al menos el espectáculo había sido completo y coherente. Mariarrosa lo acompañó unos pasos fuera de la carpa, y todavía agregó:
-¿Te das cuenta de lo terrible que sería que alguien conocie­ra el secreto de la caja, y lo usara para hacer el mal, en su propio provecho? Terremotos, explosiones, ciudades enteras destrui­das… La energía contenida allí es incalculablemente poderosa. O que alguien dejara escapar al demonio… Entonces sí… -su voz tembló y aun su cuerpo tuvo un ligero estremecimiento-. Entonces sí que la humanidad no tendría salvación.
La gallina seguía picoteando vanamente el suelo de tierra reseca.
-Bueno -dijo Dante-. Hasta pronto.
-Espera -Mariarrosa lo tomó una vez más de la manga del sobretodo, y caminaron unos pasos hacia la gallina-. Pon la mano allí -dijo, señalando un lugar en el suelo. Dante, de rodi­llas, puso la mano allí. La gallina se acercó y con un movimien­to ligero y emitiendo un sonido electrónico que parecía más un rebuzno que un cacareo, dejó caer un reluciente huevito de oro en la palma extendida del gigante-. Con eso podrás comer unos días -dijo ella-. Y comprarte un sobretodo y un som­brero nuevos. Pero que no se entere mi padre.
Dante echó a andar hacia la ciudad. Tenía demasiada cantidad de cosas en qué pensar, y no estaba acostumbrado. Tenía, ade­más, en las manos y en las ropas un suave aroma de mujer y de violetas; y tenía un sentimiento nuevo, desconocido, algo que le recordaba quizás vagamente la infancia; una infancia distante y olvidada que ahora comenzaba a revolverse peligrosamente en su memoria. Demasiado para pensar y para sentir. La mano derecha se introdujo en el bolsillo del sobretodo raído y sin que Dante se diese cuenta los dedos largos y finos limpiaron el cara­melo rojo de las hebras de lana y de tabaco, y del polvo del de­sierto que se le habían adherido, y al llegar al pueblo la capa exterior del caramelo se disolvía en su boca y un licor meloso y fuerte le acariciaba la garganta.

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