jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


(Vox clamantis in deserto)

traducción de José Ferrater Mora

CUADRAGÉSIMOPRIMERA ENTREGA

XIV

LA AUTONOMÍA DE LA ÉTICA (4)


Espero que el lector no me guarde rencor por esta larga cita. Ella nos muestra con la mayor claridad posible en qué se convierte lo religioso cuando sucumbe a la tentación de lo ético o, si se quiere, a qué artificios sabe recurrir lo ético cuando intenta “desviar nuestra atención” de lo religioso. Kierkegaard, que compuso ardientes himnos en honor del sufrimiento, que rechazó con desprecio los bienes terrenales, no consiguió, ni siquiera en el otro mundo, liquidar sus cuentas con Münster respecto a esas mismas alegrías terrenales y a esos sufrimientos. Aun en el otro mundo, donde ha sido otorgada la felicidad eterna, el “testigo de la verdad” no puede olvidar las desdichas terrenales que él mismo se había buscado ni las alegrías a las cuales “de buen grado” había renunciado. Ni la inmortalidad ni la bienaventuranza ni la eternidad son capaces de borrar el recuerdo de la vergüenza que tuvo que soportar en el curso de su existencia finita, y menos todavía pueden sustituir las alegrías de que fue privado. Se diría que repite las palabras del Diablo de Lermontof: “a pesar mío he envidiado las incompletas alegrías de los hombres”. Estas alegrías incompletas son más bellas que la inmortalidad, que la eternidad, que la bienaventuranza paradisíaca que nos reserva la ética. Falta poco para que diga: vale más ser jornalero en la tierra que rey en el mundo de las sombras. Lo úncio que consigue tranquilizarlo es el hecho de que “allá abajo” lo ético siga conservando su poder. Tampoco allá puede, evidentemente, agregar nada ni a la bienaventuranza de Kierkegaard ni a la de su compañero: los frutos del árbol de la vida no están en su poder; solamente dispone de los frutos del árbol de la ciencia. Y hace ya mucho tiempo que Falstaff nos ha enseñado que la ética no puede recompensar, que solamente puede castigar. Por consiguiente, aun cuando el Todopoderoso “abra por igual” las puertas del paraíso al que ha testimoniado ante la verdad y al que no ha rendido tal testimonio, la ética no cederá nada de sus prerrogativas. Envenenará la bienaventuranza del que no sufrió, llegará a transformar para él el paraso en infierno, y el testigo de la verdad podrá decir con toda franqueza, mientras contemple a su desdichado compañero de la felicidad: “te doy gracias, Señor, de no parecerme a un publicano”.


Debemos decor que Kierkegaard no se expresó de un modo tan categórico. Sin embargo, cuando, cierto que de paso, tuvo ocasión de referirse a la parábola del fariseo y del publicano, no pudo evitar dirigir una buena reprimenda al fariseo. Era, en efecto, imposible actuar de otro modo. En esta parábola Jesús ha “exagerado” realmente su amor a los pecadores. Si la ética se mezcla en el asunto, hay que dejarla en libertad de regir como mejor le parezca el destino de los hombres. De ordinario los hombres no se atreven a corregir esa parábola al modo de Kierkegaard, pero, en todo caso, la virtud obtiene lo que es debido: después de haber leído la historia del publicano, el hombre dijo: “te doy gracias, Dios mío, de no parecerme a este fariseo”. Y, en efecto, si el camino que conduce a la bienaventuranza pasa pore la ética, si la bienaventuranza viene de los frutos del árbol de la ciencia y no de los del árbol de la vida, si no es Dios, sino la serpiente, la que reveló la verdad al hombre, hay otra salida: el hombre no sólo puede, sino que debe salvarse por sus propias fuerzas, como los antiguos lo enseñaban. Sólo esa salvación es eficaz. Por lo tanto, hay que corregir una vez más la Escritura: allá donde había initium peccati superbia, nosotros diremos: el principio de la virtud reside en la “diabólica sober

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