(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
CUADRAGÉSIMA ENTREGA
XIV
LA AUTONOMÍA DE LA ÉTICA (3)
El paganismo enseñaba que el sabio puede ser dichoso inclusive en el toro de Falaris. El cristianismo metamorfoseado en ética “va todavía más lejos”, pero siempre en la misma dirección: sólo en el toro de Falaris hallará el hombre la verdadera felicidad. El que imite a Sócrates no tendrá miedo del todo de Falaris. Pero el que imite a Jesús estará desesperado si el toro de Falaris le es perdonado. Pascal descubre en Epicteto la “soberbia diabólica”. Ahora bien, Epicteto no quería hacer otra cosa que igualar a Sócrates, el más sabio de los hombres, pero, en todo caso, sólo un hombre. ¿Cómo calificar entonces la pretensión de igualar, mediante la imitación, a Cristo, es decir, a Dios?
Una vez más debemos comprobar que Kierkegaard fue lo bastante perspicaz para reparar en la dificultad que aquí se escondía. En uno de sus discursos edificantes se plantea la cuestión siguiente: Para defender la verdad, ¿tiene derecho el hombre a arriesgarse a que sus prójimos le despedacen y se hagan de este modo culpables del mayor de los pecados? Y responde: no, no tiene derecho a ello, aun cuando Jesús haya obrado de tal modo. Jesús obró de este modo porque tenía el poder de perdonarlo todo, de perdonar incluso a quienes le habían crucificado. Pero el hombre que no posee este poder no debe, aun en el caso de que sea un testimonio ante la verdad, salir de los límites que su mediocridad le impone. No obstante, aunque Kierkegaard se da perfectamente cuenta de que el hombre no debe intentar ser igual a Dios, canta en sus discursos edificantes y en sus obras himnos apasionados a la gloria del sufrimiento y exige imperiosamente que los hombres busquen el martirio durante su vida terrenal. A medida que pasan los años, su predicación se hace más violenta, más desenfrenada. No se atreve a atacar abiertamente a Lutero, pero la sola fide de Lutero lo pone a veces fuera de sí. Imaginad, dice dirigiéndose a sus lectores, dos creyentes (1): uno goza una vida dichosa en la tierra, no ha conocido ni la pobreza ni la enfermedad; respetado por todos, es un esposo feliz y un feliz padre de familia. El otro, por el contrario, ha sido perseguido durante toda su vida porque defendía la verdad. Ambos son cristianos y ambos esperan obtener en la otra vida la bienaventuranza. Yo no tengo autoridad, prosigue, y no afirmaré lo contrario, “pero si encontrara alguien que poseyera autoridad, hablaría probablemente en un tono muy distinto, y te declararía, con gran espanto tuyo, que tu cristianismo no es otra cosa qure imaginación, que irás derechamente al infierno. Estoy lejos de pretender calificar de excesivo a este juicio… Pero yo, que no tengo autoridad, no puedo hablar así; creo que alcanzarás la misma bienaventuranza que cualquiera de los testigos de la verdad o de los héroes de la vida. Pero en seguida te diría: imagina por una vez la vida del uno junto a la vida del otro. Piensa en lo que ha tenido que sacrificar el que se ha decidido a sacrificarlo todo, inclusive lo que en el primer minstante es más difícil de sacrificar y, a la larga, es estimado como un sacrificio aun más oneroso. Piensa en lo que ha debido de sufrir, cuán dolorosamente y durante cuánto tiempo. Durante este tiempo tú vivías en el seno de mi familia, acaso dichoso; tu mujer estaba unida a ti con todo su corazón, con toda su alma; tus hijos constituían tu alegría… Y piensa que esa era tu vida a lo largo de toda tu existencia en esta tierra. Piensa luego en el testigo de la verdad. Tú no vivías en la ociosidad (en modo alguno pienso tal cosa), pero tu actividad no ocupaba todo tu tiempo y todas tus fuerzas, podías descansar agradablemente de vez en cuando y tu mismo trabajo no era a veces para ti más que un consolador pasatiempo. No vivías tal vez en la opulencia, pero disponías de todo lo que hace falta para asegurar tu existencia… En suma: tu vida era un disfrute cotidiano y apacible. En cambio la vida del otro no era sino sufrimiento y trabajo. Y he aquí que, al morir, tanto el uno como el otro obtienen la bienaventuranza”. Acto seguido cuenta Kierkegaard con muchos detalles lo que tuvo que soportar el “testigo de la verdad”, cómo fue acosado y perseguido, y termina diciendo: “luego mueren los dos y obtienen la misma bienaventuranza. ¡Piensa en esto! ¿No dirás entonces conmigo: ¡oh!, qué irritante injusticia que sea reservada a ambos la misma bienaventuranza?”.
Notas
(1) Probablemente no erraremnos si decimos que estos dos creyentes eran el obispo Münster y Kierkegaard: algunos detalles de las meditaciones de Kierkegaard sobre este tema parecen demostrarlo cumplidamente.
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