sábado

EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO - VIKTOR E. FRANKL


(Versión castellana de DIORKI)

UNDÉCIMA ENTREGA

SEGUNDA FASE: LA VIDA EN EL CAMPO (2)

Sexualidad

La desnutrición, además de ser causa de la preocupación general por la comida, probablemente explica también el hecho de que el deseo sexual brillara por su ausencia. Aparte de los efectos del shock. inicial, ésta parece ser la única explicación del fenómeno que un psicólogo se veía obligado a observar en aquellos campos sólo de hombres : que, en oposición a otros establecimientos estrictamente masculinos -como los barracones del Ejército- la perversión sexual era mínima. Incluso en sueños, el prisionero se ocupaba muy poco del sexo, aun cuando según el psicoanálisis "los instintos inhibidos", es decir, el deseo sexual del prisionero junto con otras emociones deberían manifestarse de forma muy especial en los sueños.

Ausencia de sentimentalismo

En la mayoría de los prisioneros, la vida primitiva y el esfuerce de tener que concentrarse precisamente en salvar el pellejo llevaba a un abandono total de lo que no sirviera a tal propósito, lo que explicaba la ausencia total de sentimentalismo en los prisioneros. Esto lo experimenté por mí mismo cuando me trasladaron desde Auschwitz a Dachau. El tren que conducía a unos 2000 prisioneros atravesó Viena. Era a eso de la medianoche cuando pasamos por una de las estaciones de la ciudad. Las vías nos acercaban a la calle donde yo nací, a la casa donde yo había vivido tantos años, en realidad hasta que caí prisionero. Éramos cincuenta prisioneros en aquel vagón, que tenía dos pequeñas mirillas enrejadas. Tan sólo había sitio para que un grupo se sentara en cuclillas en el suelo, mientras que el resto -que debía permanecer horas y horas de pie- se agolpaba en torno a los ventanucos. Alzándome de puntillas y mirando desde atrás por encima de las cabezas de los otros, por entre los barrotes de los ventanucos, tuve una visión fantasmagórica de mi ciudad natal. Todos nos sentíamos más muertos que vivos, pues pensábamos que nuestro transporte se dirigía al campo de Mauthausen y sólo nos restaban una o dos semanas de vida. Tuve la inequívoca sensación de estar viendo las calles, las plazas y la casa de mi niñez con los ojos de un muerto que volviera del otro mundo para contemplar una ciudad fantasma. Varias horas después, el tren salió de la estación y allí estaba la calle, ¡mi calle!

Los jóvenes que ya habían pasado años en un campo de concentración y para quienes el viaje constituía un acontecimiento escudriñaban el paisaje a través de las mirillas. Les supliqué, les rogué que me dejasen pasar delante aunque fuera sólo un momento. Intenté explicarles cuánto significaba para mí en este momento mirar por el ventanuco, pero mis súplicas fueron desechadas con rudeza y cinismo: "¿Que has vivido ahí tantos años? Bueno, entonces ya lo tienes demasiado visto."

Política y religión

Esta ausencia de sentimientos en los prisioneros "con experiencia" es uno de los fenómenos que mejor expresan esa desvalorización de todo lo que no redunde en interés de la conservación de la propia vida. Todo lo demás el prisionero lo consideraba un lujo superfino. En general, en el campo sufríamos también de "hibernación cultural", con sólo dos excepciones: la política y la religión: todo el campo hablaba, casi continuamente, de política; las discusiones surgían ante todo de rumores que se cazaban al vuelo y se transmitían con ansia. Los rumores sobre la situación militar casi siempre eran contradictorios. Se sucedían con rapidez y lo único que conseguían era azuzar la guerra de nervios que agitaba las mentes de todos los prisioneros. Una y otra vez se desvanecían las esperanzas de que la guerra acabara con celeridad, esperanzas avivadas por rumores optimistas. Algunos hombres perdían toda esperanza, pero siempre había optimistas incorregibles que eran los compañeros más irritantes.

Cuando los prisioneros sentían inquietudes religiosas, éstas eran las más sinceras que cabe imaginar y, muy a menudo, el recién llegado quedaba sorprendido y admirado por la profundidad y la fuerza de las creencias religiosas. A este respecto lo más impresionante eran las oraciones o los servicios religiosos improvisados en el rincón de un barracón o en la oscuridad del camión de ganado en que nos llevaban de vuelta al campo desde el lejano lugar de trabajo, cansados, hambrientos y helados bajo nuestras ropas harapientas.

Durante el invierno y la primavera de 1945 se produjo un brote de tifus que afectó a casi todos los prisioneros. El índice de mortalidad fue elevado entre los más débiles, quienes habían de continuar trabajando hasta el límite de sus fuerzas. Los chamizos de los enfermos carecían de las mínimas condiciones, apenas teníamos medicamentos ni personal sanitario.

Algunos de los síntomas de la enfermedad eran muy desagradables: una aversión irreprimible a cualquier migaja de comida (lo que constituía un peligro más para la vida) y terribles ataques de delirio. El peor de los casos de delirio lo sufrió un amigo mío que creía que se estaba muriendo y al intentar rezar era incapaz de encontrar las palabras. Para evitar estos ataques yo y muchos otros intentábamos permanecer despiertos la mayor parte de la noche. Durante horas redactaba discursos mentalmente. En un momento dado, empecé a reconstruir el manuscrito que había perdido en la cámara de  desinfección de Auschwitz y, en taquigrafía, garabateé las palabras clave en trozos de papel diminutos.

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