DECIMOQUINTA ENTREGA
Viajaban por dinero y negocios, iban a bodas y romerías; el río se interponía en su camino y el barquero estaba allí para pasarlos rápidamente sobre ese obstáculo. Pero para algunos entre miles, para muy pocos, el río dejaba de ser un obstáculo; ellos han oído su voz, la han escuchado, y el río se ha convertido para ellos en algo sagrado, igual que para mí. Y ahora vámonos a descansar, Siddharta.
Siddharta se quedó con el barquero y aprendió a manejar la barca; y si no tenía trabajo con la barca, ayudaba a Vasudeva en el campo de arroz, recogía la madera, cosechaba los frutos del bananero. Aprendió a construir un remo, y a reparar la embarcación, y a trenzar cestos. Estaba alegre por todo lo que aprendía y los días y los meses pasaban con rapidez.
Pero, más de lo que podía enseñarle Vasudeva, le instruía el río. De él aprendía continuamente. Sobre todo le enseñó a escuchar, a atender con el corazón tranquilo, con el alma serena y abierta, sin pasión, sin deseo, sin juicio ni opinión.
Le gustaba vivir al lado de Vasudeva, y a veces cambiaba unas palabras, pocas, pero bien pensadas. Vasudeva no era amigo de palabras: pocas veces lograba hacerle hablar.
-¿También has aprendido tú -le preguntó una vez-, has aprendido del río el secreto de que no existe el tiempo?
El rostro de Vasudeva se iluminó con una radiante sonrisa.
-Sí, Siddharta -contestó-. ¿Quieres decir esto: que el río está en todas partes a la vez? ¿En su fuente y en la desembocadura, en la cascada, en la balsa, en la catarata, en el mar, en la montaña, en todas partes a la vez? ¿Y que para él sólo existe el presente y desconoce la sombra del futuro?
-Eso es -repuso Siddharta-. Y cuando lo conocí, descubrí mi vida, que también era un niño, y el niño Siddharta, el hombre Siddharta, el viejo Siddharta sólo estaban separados por sombras, por nada real. Y tampoco los nacimientos anteriores de Siddharta eran pasado, ni su muerte y su renacimiento al Brahma han sido futuro. Nada fue, ni será; todo es, todo tiene esencia y presente.
Siddharta hablaba encantado: la inspiración le había producido una profunda felicidad. Mas, ¿no era tiempo todo el sufrimiento? ¿No era todo él temor y tortura, el tiempo? ¿No se superaba y alejaba todo lo difícil y hostil en el mundo, si se superaba el tiempo, si se lo anulaba? Había hablado gozoso. Pero Vasudeva le sonrió con el rostro iluminado e hizo un gesto de afirmación. En silencio pasó su mano por el hombro de Siddharta y regresó a su trabajo.
Y otra vez, cuando en la estación de las lluvias el río crecía y el rugido aumentaba poderoso, manifestó Siddharta:
-¿Verdad, amigo, que el río tiene muchas, muchísimas, voces? ¿No posee la voz de un rey y de un guerrero, la de un toro y la de un pájaro nocturno, la de una pantera y la de un hombre que suspira, y otras voces más?
-Así es -declaró Vasudeva-. Todas las voces de la creación están en el río.
-Y puedes descifrar lo que dicen -continuó Siddharta- cuando oyes sus diez mil tonos a la vez?
El rostro de Vasudeva sonreía feliz, se inclinó hacia Siddharta y le dijo al oído lo que el sagrado Om le había comunicado: lo mismo que antes había dicho a Siddharta.
La sonrisa de Siddharta se parecía cada vez más a la del barquero; era casi igual de brillante, expresaba casi la misma felicidad, brillaba igual en sus mil pequeñas arrugas; era equivalente en inocencia y en madurez.
Muchos de los viajeros, al ver a los dos barqueros, los tenían por hermanos. A menudo se sentaban por la noche en el tronco, junto a la orilla; en silencio escuchaban el susurro del agua, que para ellos ya no era la corriente, sino la voz de la vida, de la existencia, de lo que siempre será. Y a veces ocurría que al escuchar ambos al río, pensaban en las mismas cosas, en una conversación de anteayer, en un viajero cuya cara y destino les interesaba, en la muerte, en su niñez; y los dos, en el mismo instante que habían escuchado del río algo bueno, se miraban mutuamente, pensando ambos exactamente igual, se sentían felices ante la misma contestación por idéntica pregunta.
Algunos de los viajeros percibían que de la barca y de los barqueros emanaba algo especial. A veces ocurría que un viajero, después de haber observado la cara de los barqueros, empezaba a narrar su vida, sus pesares, confesaba sus pecados y terminaba pidiendo consuelo y consejo. En otras ocasiones, les pedían permiso para quedarse una noche con ellos y así poder escuchar la voz del río. También sucedía que llegaban curiosos a los que les habían contado que en ese lugar vivían dos sabios, o magos, o santos. Los curiosos preguntaban entonces, pero no recibían ninguna contestación; y tampoco encontraban que fueran magos ni sabios, y sólo hallaban a dos ancianos amables, que parecían mudos, extraños y seniles. Los curiosos se reían y comentaban entre sí la buena fe y la necedad de la plebe, que propagaba rumores sin fundamento.
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