PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO
NOVENA ENTREGA
4 / BEBO PEQUEÑAS CANTIDADES DE RÍO (1)
¿Qué imagen le acude cuando piensa en el río?
Cuando pienso en los ríos o en un río, en esa gran tortuosa vena otilina, como hubiese dicho (César) Vallejo, siempre me acude la imagen de un mismo inexplorado placer: cómo me gustaría remangar el pantalón y cruzar a la otra orilla por un vado transparente, rumoroso y añil. Sería el acto ejemplar e idílico de la ruralidad, además de una acción de criollísima prudencia y sensualidad.
El agua que lame el tobillo es la mansedumbre magnificada, dada la horrorosa longitud del lamedor y sus aletargadas potencias. Uno logra, el hombre logra domesticar alimañas, pequeñas o grandes, lineales o redondas, alejadas o próximas, pero que el perrito faldero y azul venga, agachado de ojo, suavemente áspero de lengua, sin ofensas ni colmillos, a besar la piel de tus extremidades inferiores, es una voluptuosidad demente. Es como poner los fundamentos de la razón en función de los vellos de tus piernas que, mellizas o rollizas, iguales o ligeramente asimétricas, son bien distintas y duplican la acción y el placer.
Al río de Heráclito el cambiante, los filósofos echaron millones de metros cúbicos de razonamientos. Resulta que a ellos inicialmente les pareció estático, inmutable, quieto, como a veces le parece al testigo conmigo. Pero el río inesperadamente insosegado siempre había sido insosegado, porque la ansiedad del agua no iba a aguardar por los descubridores. Lo que siempre fue, un día sorprendió a la boca inexperta del filósofo.
Sabemos ya, de sobra, que el líquido viaja, aunque todo viaja, sin cesar, igual que el río, y viaja el escaparate y viaja la ventana seguida de los ventanales, viajan los adoquines de Trocadero por los meandros del espacio, viajan los feligreses dentro de sus catedrales y, por supuesto, viajan mi sillón y su pasajero, que apenas logran apearse en las estaciones. He visto al puma beber en la ribera y luego levantar el ópalo de fuego de su mirar. Vi a la garza detener la potencia trasnochada del ala, para apurar y beber de la corriente. Observé a la golondrina cuando calmaba la sed, sin detener el incesante aleteo migratorio. Me he soñado a mí mismo barritando al pie de una larga exaltación de agua, agua añil, otilina como nunca, que quería pimplar de mi carne y mi sangre en movimiento. He pensado y pienso, siempre con algunas goticas de humedad perlándome el sudor, que el primero en abalanzarse será el que beba más, porque ambos somos deriva, agua o sangre insosegada, sin quietud posible, sin paciencias en las posibles aunque siempre aplazadas estaciones.
Como usted sabe, nuestro cerebro es agua, en más del ochenta por ciento. ¿Lo percibe de alguna manera cuando escribe el poema?
Soy agua, amigo, mas agua enamorada. Lo que me veo precisado a decir, oh santos de los cielos. Soy, sí, pues, agua sentada que escribe, mojo con agua teñida la pluma y escribo largos y húmedos poemas. Y ¿quién me impide respirar en la madrugada alta, antes de que cante el gallo, y quién después que canta el gallo, y quién cuando ya el gallo persigue alebestrado a la gallina? La humedad, que soy yo, es el enemigo de mis pulmones, que soy yo, que no pueden sino respirar agua, que soy yo. El agua escribe poemas y el agua martiriza al agua. Yo pregunto, amigo periodista, ¿tanta agua no terminará por mojar sus papeles y reblandecer la entrevista? ¿Percibe usted de alguna manera el agua cuando formula su pregunta?
Me contaba usted de un decimista que pasó una noche entera improvisando sobre el río.
Se trata de una experiencia de juventud. Me anunciaron como poeta a aquel hombre hinchado y enérgico, repentista. Yo debía rivalizar con él, pero nunca intenté hacerlo. Callé. El otro, el rival, gallo vencedor, se ensañó. Era el Cucalambé de la finca. Por la finca cruzaba un río con mañas de manguera. El repentista dijo maravillas de ese caudal. Lo llamó “orgullo rural”, lo llamó “manantial inagotable de hermosuras”, “prístino susurro”, “transparente ilusión”, que así rimaba con “rumorosa pasión”. Fue por demás una noche de lechones asados, trigueñas con rosas en el cabello, guitarras adolescentes y caderas de mujer.
Las metáforas del repentista, por supuesto, me mataban de la risa y fui risueño, sin contemplaciones ni agravios. Aunque algo quedó claro: el repentista amaba a su riachuelo con ardor que rimaba, con métrica inaudita. Por eso recojo su riíto en mi antología de recuerdos y llamo a no subestimar las dimensiones de la humedad, porque cualquiera, aun esa risible, despierta la inspiración.
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