martes

EL SECRETO DE LA FLOR DE ORO - C. G. JUNG / RICHARD WILHELM



SEGUNDA ENTREGA

EN MEMORIA DE RICHARD WILHELM (1)

por C. G. JUNG

DAMAS Y CABALLEROS: No es tarea fácil hablar de Richard Wilhelm y de su obra, pues nuestros caminos, partiendo de la lejanía, se han cruzado a la manera de los cometas. Ustedes probablemente conocieron a Wilhelm antes de que yo trabara relación con él, y la obra de su vida tiene una extensión que no he sondeado. Tampoco he visto nunca esa China que lo formó primero y luego duraderamente lo colmara, ni me es corriente su lengua, la manifestación espiritual viviente del Este chino. Ciertamente, me hallo como un extraño en las afueras de ese enorme campo del saber y la experiencia donde Wilhelm cooperara como maestro de su profesión. Él como sinólogo y yo como médico jamás habríamos tenido contacto si hubiésemos permanecido especialistas. Pero nos encontramos en la tierra de los hombres, que comienza más allá de los hitos limítrofes académicos. Ahí se halló nuestro punto de contacto, ahí cruzó la chispa que encendió esa luz que había de conducirme a uno de los sucesos más significativos de mi vida. Es, pues, en razón de esa vivencia que me permito hablar de Wilhelm y de su obra, recordando con agradecido respeto a ese espíritu, que creó un puente entre Este y Oeste para legar al occidente la preciosa herencia de una cultura milenaria destinada quizás a declinar.

Wilhelm poseía la maestría que adquiere sólo quien supera su especialidad, y de ese modo su ciencia llegó a ser para él un asunto que concernía a la humanidad -no, no llegó a ser; lo era ya desde el principio, y lo fue siempre. Pues, ¿qué otra cosa lo hubiera podido alejar de tal modo del horizonte estrecho de los europeos, y aun de los misioneros, para que, apenas impuesto todavía del secreto del alma china, presintiera en ella tesoros ocultos para nosotros, y en pro de esta preciosa perla inmolara su prejuicio europeo? Sólo pudo haber sido un sentimiento humanitario que todo abarcase, una grandeza de corazón que presintiese la totalidad, lo que le posibilitó abrirse incondicionalmente a un espíritu hondamente foráneo y poner al servicio de su influjo las múltiples dotes y capacidades de su alma.

Su comprensiva dedicación, más allá de todo resentimiento cristiano, más allá de toda arrogancia europea, es ya por sí sola testimonio de un espíritu raramente grande, pues en contacto con civilizaciones extrañas los mediocres se pierden, ya en ciego desarraigo de sí mismos, o en celo crítico tan falto de comprensión como presuntuoso. Tanteando las desnudas superficies y externalidades de la cultura foránea, no comen de su pan ni beben de su vino, y así nunca entran en la communio spiritus, esa muy íntima trasfusión e interpretración que prepara el nuevo nacimiento.

Por regla, el erudito especializado es un espíritu únicamente masculino, un intelecto para el que la fecundación es un proceso extraño y antinatural; por lo tanto, una herramienta especialmente inapropiada para dar a luz a un espíritu foráneo. Un espíritu más grande, empero, lleva el signo de lo femenino, y le es dada una matriz receptiva y fructífera que posibilita la re-creación de lo foráneo bajo forma conocida. Wilhelm poseía en medida plena el raro charisma de la maternidad espiritual. A ése debía su empatía, hasta aquí inalcanzada, del espíritu del Oriente, que lo capacitó para sus incomparables traducciones.

Considero, como mayor entre sus logros, la traducción y comentario del I Ging. Hasta el momento de conocer la traducción de Wilhelm, me había ocupado durante años con la insuficiente traducción de Legge; en consecuencia, estuve en posición de apreciar la extraordinaria diferencia de la manera más completa. Wilhelm ha logrado hacer resucitar bajo una viviente forma nueva esa vieja obra, en la que no sólo muchos sinólogos, sino también los mismos chinos modernos, no perciben más que una colección de absurdos ensalmos mágicos. Esa obra encarna, como por cierto ninguna otra, el espíritu de la cultura china; los mejores espíritus de la China han colaborado en ella y le han aportado, durante miles de años. No ha envejecido a pesar de su edad legendaria, sino que vive y opera siempre, al menos para aquellos que comprenden su sentido. Y que nosotros pertenezcamos también a esos favorecidos lo debemos a la creativa proeza de Wilhelm. Él nos ha aproximado a esa obra, no sólo merced a un cuidadoso trabajo de traducción, sino también mediante su experiencia personal, por un lado como discípulo de un maestro chino de antigua escuela y, por el otro, como iniciado en la psicología del yoga chino, para quien la aplicación práctica del I Ging era una vivencia continuamente renovada.

Pero con todos esos ricos dones, Wilhelm nos ha también sobrecargado con una tarea cuya magnitud quizás podamos intuir con el tiempo, pero no seguramente abarcar de una ojeada todavía. A quien, como yo, haya tenido la rara fortuna de experimentar, en intercambio espiritual con Wilhelm, la fuerza adivinatoria del I Ging, no le puede a la larga quedar oculto que tocamos acá un punto de Arquímedes a partir del cual puede ser desgoznada nuestra posición espiritual occidental. Ciertamente, no es pequeño mérito esbozarnos un cuadro tan prolijo y colorido de una cultura para nosotros extraña, como el realizado por Wilhelm, pero eso va a significar algo menos comparado también con el hecho de que nos haya inoculado, por encima y más allá de aquello, con un germen viviente del espíritu chino, apropiado para modificar nuestra imagen del universo. No hemos quedado en espectadores únicamente admirativos o únicamente críticos, sino que participamos del espíritu del Este en la medida en que hayamos logrado experimentar la eficacia viviente del I Ging.

La función en que se basa la práctica del I Ging -si se me permite expresarme así- está de hecho, según todas las apariencias, en la más aguda contradicción con nuestra manera occidental, científico-causal, de considerar al mundo. Es, en otras palabras, extremadamente acientífica, sencillamente prohibida, y por ende, apartada de nuestro juicio científico e incomprensible para él.

Hace algunos años me preguntó el entonces presidente de la British Anthropological Society cómo podía yo explicar que un pueblo espiritualmente tan elevado como el chino no hubiese materializado ninguna ciencia. Le repliqué que eso debía muy bien ser una ilusión óptica, pues los chinos poseían una "ciencia" cuyo standard work era precisamente el I Ging, pero que el principio de esta ciencia, como tantas otras cosas en China, es por completo diferente de nuestro principio científico. La ciencia del I Ging, en efecto, no reposa sobre el principio de causalidad sino sobre uno, hasta ahora no denominado -porque no ha surgido entre nosotros- que a título de ensayo he designado como principio de sincronicidad. Mis exploraciones de los procesos inconscientes me habían ya obligado, desde hacía muchos años, a mirar en torno mío en busca de otro principio explicativo, porque el de causalidad me parecía insuficiente para explicar ciertos fenómenos notables de la psicología de lo inconsciente. Hallé en efecto primero que hay fenómenos psicológicos paralelos que no se dejan en absoluto relacionar causalmente entre sí, sino que deben hallarse en otra relación del acontecer. Esta correlación me pareció esencialmente dada por el hecho de la simultaneidad relativa, de ahí la expresión "sincronicidad". Parece, en realidad, como si el tiempo fuera, no algo menos que abstracto, sino más bien un continuum concreto, que contiene cualidades o condiciones fundamentales que se pueden manifestar, con simultaneidad relativa, en diferentes lugares, con un paralelismo causalmente inexplicable como, por ejemplo, en casos de la manifestación simultánea de idénticos pensamientos, símbolos o estados psíquicos. Otro ejemplo sería la simultaneidad, destacada por Wilhelm, de los períodos estilísticos chinos y europeos, que no pueden ser causalmente relacionados entre sí. Si dispusiera de resultados generalmente confirmados, la astrología sería un ejemplo de sincronicidad de máxima importancia. Pero hay al menos algunos hechos suficientemente verificados y confirmados mediante extensas estadísticas, que hacen aparecer el planteo astrológico como digno de la consideración filosófica. (La valoración psicológica está sin más asegurada, pues la astrología representa la suma de todas las nociones psicológicas de la antigüedad.) La posibilidad, de hecho existente, de reconstruir un carácter de modo suficiente a partir de una natividad, prueba la relativa validez de la astrología. Pues la natividad no reposa, empero, de ninguna manera sobre las posiciones estelares astronómicas reales, sino sobre un sistema temporal arbitrario, puramente conceptual, ya que, debido a la precesión de los equinoccios, hace mucho que el punto vernal se ha desplazado del 0° de Aries. En consecuencia, en tanto haya diagnósticos astrológicos efectivamente correctos, no descansan sobre las acciones de los astros, sino sobre nuestras hipotéticas cualidades del tiempo; es decir, en otras palabras, que lo que ha nacido o sido creado en este momento del tiempo, tiene la cualidad de este momento.

Ésa es, al mismo tiempo, la fórmula fundamental de la práctica del I Ging. Como se sabe, se obtiene el conocimiento del hexagrama, que es imagen del momento, mediante una manipulación, basada en el azar más puro, de las varillas del milenrama o de las monedas. Los palillos rúnicos caen tal cual es el momento. La cuestión sólo es: ¿lograron el antiguo rey Wen y el duque de Dschou, nacidos alrededor del año 1000 a. C., interpretar o no correctamente la imagen casual de los palillos rúnicos arrojados?
Sobre eso decide únicamente la experiencia.

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