ÚLTIMA ENTREGA
SEIS: CREER O REVENTAR (2)
NO ESTABA demasiado pelado, pero tío Jorge pareció ver el sufrimiento brillándome en el cuero cabelludo. “Mirá vos, te jodiste. Saliste a mí” sonrió ambiguamente, con los labios cerrados: “Che, ¿cómo es que hacen los pobres cantores pasaplatos para terminar sacándose fotos con la Brigitte Bardot? Contame, que me tiene intrigadísimo. Mi padre estaba metiendo la camioneta en la senda del jardincito-quinta. El Aparicio Saravia es un barrio que te obliga a buscar las estrellas. Esa noche se veían.
“No jodas, vo” murmuro: “Fue un accidente. No me quise lucir”. “Imaginate lo que hubiera sido si te hubieses querido lucir” carcajea Jorge: “Gusto de verte, sobrino”. Y me refugié en sus ojos del color de los de mi hermana y tuve necesidad –por primera vez en tres días- de llorar agachado. “¿Y Ma-Sa?” disimuló la alarma mi tío: “Hace meses que no la veo”. “Allá quedó: peleada con el mundo” llegó a tiempo para retorizar mi padre. “No es para menos” suspiró Jorge, invitándonos a pasar al caserón a medio terminar donde ya funcionaba un hogar para adolescentes.
El olor a cal y a pintura te resultaba una bendición, después de haber cruzado el cantegril. “Hay una caña con nísperos para las visitas” dice tío Jorge, y recién me doy cuenta que está lastimosamente vestido. Dos muchachos con las facciones talladas en carne viva se asoman y nos saludan en silencio, antes de traer la botella y unas tazas. “Salud” propone mi tío: “Por la vuelta al hogar”. “Y por la revolución uruguaya” agrego.
Mi padre miró a mi tío. “Perdón” ironicé: “Todavía no me acostumbro a la clandestinidad”. “Mucho peor es que sigas acostumbrado a hablar de una revolución que nunca tuvo miras de existir” dijo Jorge. “Bueno” chistó mi padre, fumando como una locomotora: “No se van a trenzar a los cinco minutos de verse”. “Yo volví para militar” me emperré: “Aunque no le guste a nadie. Empezando por los milicos”. “Lo que les gusta más a los milicos -o al diablo, como quieras- es el odio en vano y el amor injusto. O al revés” retrucó Jorge: “No me acuerdo bien cómo es que dice San Juan de la Cruz.
“¿San Juan de la Cruz?” salta mi padre, y aprovecha para rellenarse la taza: “¿Vos sabés que en realidad vine a visitarte por San Juan de la Cruz, y no para verlos agarrarse de los pelos con el nene?”. “Darle lustre a las calvas, querrás decir” lo corrige mi tío. “¿Que viniste a visitarlo POR QUIÉN?” pregunto. “Esperá. Ahora les explico” muestra una intrigante sonrisa musgosa mi padre: “Oíme, Jorge. ¿Sabés que Chela y yo tenemos ganas de ver a la Asistente Social que colabora contigo? La que fue vecina nuestra, ¿te acordás?”. Nos miramos con mi tío, y yo liquidé mi taza y la rellené.
“Yo no sé si a María Sara le va a convenir revivir todo aquello, dijo Jorge, parándose para buscar un libro en una biblioteca-botiquín que parecía espolvoreada con azúcar impalpable: “¿Así que vos también te pasaste para la copa, Abel? Escuchá. Escuchen esto aunque suene latoso”. Y se sentó y leyó: Resta, pues, ahora saber que el alma no habrá de poner los ojos en aquella corteza de figuras y objeto que se le pone delante sobrenaturalmente, ahora acerca del sentido exterior, como son locuciones y palabras al oído, y visiones de santos a los ojos, y resplandores hermosos, y olores a las narices, y gustos y suavidades en el paladar, y otros deleites en el tacto, que proceden del espíritu, lo cual es más ordinario a los espirituales; ni tampoco ha de poner en cualesquier visiones del sentido interior, cuales son las imaginarias; antes renunciarlas todas. Sólo ha de poner los ojos en aquel buen espíritu que causan, procurando conservarle en obrar y poner por ejercicio lo que es de servicio de Dios ordenadamente, sin advertencia de aquellas representaciones ni de querer algún gusto sensible.
Jorge besó su taza y yo pensé en la foto perdida de Bénédicte. “Pará” dice mi padre: “A mí me importan los versos de San Juan de la Cruz. Doctrina no, por Dios”. “¿No quiere sopa? Dos platos” chasquea la lengua Jorge, dando vuelta una página: Y así, si el alma se quisiere asir siempre a ellas, nunca dejaría de ser pequeñuelo niño, y siempre hablaría de Dios como pequeñuelo; porque asiéndose a la corteza del sentido, que es el pequeñuelo, nunca vendría a la sustancia del espíritu, que es el varón perfecto. Y así, no ha de querer el alma admitir las tales revelaciones para ir creciendo, aunque Dios se las ofrezca; así como el niño ha menester dejar el pecho para hacer su paladar a manjar más sustancial y más fuerte. Ahí tenés a San Juan de la Cruz, Pepe. Buen provecho”.
Entonces mi padre agarró la botella y tomó dos tragos bukowskisnos y al rato declamó (no exactamente con voz de borracho): “¡Tetas de Dios! ¡blancos muslos de Dios! ¡lechosos! ¡leche de Dios! gritaba por los techos de toda la ciudad. Así que lo quemaron. Pobre Gurvich. Pobre ciervito blanco. EL PAPALOTE ERA COMO SAN JUAN DE LA CRUZ, MANGA DE DEGENERADOS!!!! LE CANTABA A DIOS!!!! LA VERDADERA ESPOSA DEL NEGRO ERA DIOS, LANGOSTAS ALIMENTADAS CON CAMPOS DE ESPITIRU!!!! Y lo que tocó el visitante ilustre en el piano de Manolita quería decir: ¿Y si Dios moviera sus pechos dulcemente? ¿Y si Dios fuera una mujer? Pobre Gelman. Pobre pequeñuelo niño. PERO TENGO QUE PROBARLO, CARAJO, O REVIENTO!!!! Y María Sara es la única que sabe lo que pasó en el club. ¿Me comprendiste, Jorge?”. “Che: ¿vos sabés manejar, no?” me preguntó mi tío.
AL OTRO día fuimos al cine con mi hermana y mi padre -que apenas tenía la orina cargada, pero se tanteaba el páncreas cada cinco minutos- y al volver encontramos a mamá tomando el té con una escultural muchacha pelirroja. La primera que se dio cuenta que era la otra Ma-Sa fue Ma-Sa. La muchacha usaba la esclava de oro que le regaló mamá pero seguía cortándose el pelo casi al rape, y su vestuario era mucho más triste que el de una monja. La mirada de bambi humeaba humildemente más acá del horror. Igual que la luz de un quilombo.
Conversamos de todo un poco hasta que oscureció y mi padre se ofreció a llevarla. Mamá y mi hermana se despidieron más sosegadas que encantadas. Entonces María Sara sube a la camioneta y le pregunta a mi padre si puede bajar por Grito de Gloria y doblar en dirección a la cantera. El reenganche estaba cerrado. “¿No se puede estacionar un momento aquí a la izquierda, don Pepe?” pide la muchacha al pasar frente al terreno (todavía baldío) donde el Papalote nos construyó el club. Ella está sentada atrás y tiene la misma voz ronca y aterciopelada de siempre cuando dice: “Yo al final le pedía que me acariciara donde me dolía. Nada más. Y él cerraba los ojos y recitaba siempre la misma copla, antes de apoyar la mano. Y después cantábamos”.
“Y vos no te acordás de algún verso de la copla, aunque sea” murmura Isabelino Pena, fumando con los ojos clavados en el estrellerío que sobrevuela la cantera. ¡Oh criatalina fuente silabeó la muchacha, como una exiliada que reza un arrorró en su lengua natal: si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados! Tácate -pienso, mientras mi padre abre una gran sonrisa y dice: “Cántico espiritual. Canciones entre el alma y el esposo. San Juan de la Cruz. ¿Vos sabés quién es San Juan de la Cruz, María Sara?”. Ella contestó que sí y ninguno agregó nada.
LA LLEVAMOS hasta una comunidad que quedaba en el Cerro. “Se portó bien el tío Jorge” digo cuando arrancamos ciudad abajo. Y de golpe recuerdo nítidamente la historia de los versos rezados por el farero de Lobos frente al manantial. Y la primera bachata que largó el Negro Jefe. Entonces siento que la Gárgola me espera vaya donde vaya y que voy a seguir tratando de meter el reino en la patria triste hasta el final, aunque no emboque nunca. Hay héroes y héroes, mamá.
“Bueno. Ahora podés volver a cantar en paz, por lo menos. Detective de poca fe” se autoconsuela Isabelino Pena, después de dejar atrás el hedor del Pantanoso.
1991 / 92
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