(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
TRIGESIMOPRIMERA ENTREGA
XII
EL PODER DEL CONOCIMIENTO (4)
¿Qué glorifican todos los sermones y todos los discursos edificantes de Kierkegaard? De nuevo nos vemos obligados a ponerlo de relieve: glorifican los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. ¿Cómo se ha producido este hecho? Porque antes nos había asegurado que la ética no constituía la realidad suprema, y que si la ética hubiese sido la realidad suprema, Abraham habría estado perdido. Y ahora resulta que Sócrates conocía la verdad, que la ética es la realidad suprema. Y también la serpiente bíblica, con su eritis sicut dii scientes bonum, conocía la verdad. ¡El padre de la fe fue un simple asesino!
“Mi dureza no procede de mí”, escribe Kierkegaard. Claro que no: si la decisión hubiese dependido de él, jamás habría condenado a quien sufre con sufrimientos todavía mayores. Pero, ¿de quién viene, pues, tal dureza? ¿Quién se atreverá a decir al desdichado que hay que multiplicar sus desdichas? Kierkegaard contesta: así habla el cristianismo. ¿Es cierto esto? ¿Es cierto que el cristianismo se dedica a agregar a los ya muy pesados sufrimientos de los hombres otros sufrimientos? ¿Es exacto que la Escritura no conoce palabras calmantes? Pedro ha curado a un paralítico. Jesús de Nazareth no se contentaba con curar a los paralíticos: resucitaba a los muertos. Y como, evidentemente, no preveía la crítica de la razón práctica, decía, en la simplicidad de su corazón, que curar a un paralítico es algo “más” que perdonarle sus pecados. Ahora bien, Jesús era la encarnación misma del amor y de la misericordia. ¿Hay que admitir, pues, que al realizar un milagro desvió nuestra atención de la misericordia y se hizo culpable frente a la ética? Dejemos que Dostoievski, uno de los escritores interiormente más cercanos a Kierkegaard, nos responda a esta pregunta: “Afirmo -nos dice- que la conciencia de nuestra impotencia para prestar auxilio o llevar el menor alivio a la humanidad sufriente, aun estando profundamente convencidos de este sufrimiento, puede transformar en nuestro corazón el amor a la humanidad en odio a la humanidad.” El amor débil, impotente, horrorizaba a Dostoievski. También Kierkegaard se sentía horrizado por él. ¿Y proclamaban otra cosa que un amor impotente los amigos de Job, contra quienes había empleado tanta violencia? No podían prestar ayuda a Job y le proponían lo único de que disponían: palabras misericordiosas. Y sólo cuando Job dio manifiestamente pruebas de “mala voluntad”, de “testarudez”, y se negó a recibir sus consolaciones “morales” y “metafísicas”, se decidieron a abrumarle con sus reproches. Y tenían razón: la ética obra de este modo y ordena a todos sus caballeros y a todos sus servidores que sigan su ejemplo. Es incapaz de devolverle sus hijos a Job, pero puede arrojar sobre el alma una serie de anatemas que hieren más dolororsamente que las torturas físicas. Job se hizo culpable ante sus amigos y ante la ética, porque, desdeñado los dones del amor y de la misericordia, exigió la “repetición”, in integrum restitutio, de lo que le había sido arrebatado. Y Kierkegaard había tomado partido a favor de Job y había declarado que la ética y sus “dones” no constituyen la realidad suprema. Ante los horrores que abruman a Job, el amor débil y la misericordia impotente hubiesen tenido que darse cuenta de su propia vanidad y hubiesen tenido que recurrir a otro principio. Los amigos de Job han cometido el mayor de los pecados: con sus miserables medios han querido triunfar sobre quien aguardaba y esperaba un muy distinto consolador. Si la ética es la realidad suprema, no sólo Job está perdido, sino que está también condenado. Y, a la inversa, si Job está justificado, si está salvado, es porque existe en el mundo un principio superior, y es porque la ética deberá contentarse con un lugar modesto y someterse a la realidad religiosa. Tal es el sentido del pasaje de Dostoievski antes citado; tal es también el sentido (esto puede por el instante parecer inesperado, pero espero que las páginas que siguen lo confirmen) de los discursos edificantes de Kierkegaard y de esa crueldad sin ejemplo o, como él mismo lo dice, de esa ferocidad que buscaba y encontraba, que introducía no tanto en el cristianismo -que, según él, había abolido a Cristo- como en las palabras de Cristo. Como lo veremos, es precisamente en este punto donde Kierkegaard aplica con particular insistencia su método de “expresión indirecta”.
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