jueves

DOSSIER AUGUSTO TORRES / 4 - ANHELO HERNÁNDEZ

AUGUSTO


Captar su gesto y luego continuar.
CAVAILLES, citado por BACHELARD en El compromiso racionalista.

Muchas noches, muchas veces, usando de los privilegios de una larga amistad le pedí a Augusto que me mostrara lo que estaba haciendo.

Bajábamos entonces a su taller y él despaciosamente colocaba contra la pared, una por una, sus más recientes obras como si estuviéramos regresando a aquel tiempo, más de cuarenta años atrás, cuando cediendo a la fatiga y a la claudicación de la luz crepuscular nos concedíamos un rato más para considerar lo que nos había dado la jornada.

Nuestra conversación se iniciaba con el comentario sobre sus cuadros y luego como por una deriva natural encallábamos en la revisión de los principios y cuestionábamos las convicciones propias y ajenas acerca del arte de nuestro tiempo como si por esa ventana nos asomáramos al mundo…

Constatábamos la desaparición de las vanguardias y de sus programas y el regreso hesitante de algunos ismos, para inevitablemente verificar el cambio y la progresiva pérdida de valores que a nuestro entender el arte siempre salva.

Y si entonces le hubiera dicho, teorizando mi impresión en voz alta, que hasta por esa definición de las artes como visuales se inculca una teoría que por identificar mediación y finalidad deprecia lo que bulle en el espíritu humano más allá de los sentidos y las ideas, Augusto entonces me habría respondido por enésima vez, que al comulgar con eso se oponía el arte universal que nuestro maestro preconizara en la escuela del Sur y los desiertos de esta América.

Y yo sin saber si mirarlo o mirar sus trabajos, me hubiera guardado para luego pensarlo mejor, si no habría otras opciones que la pirotécnica colección de reacciones de la sensibilidad que hoy invade las galerías o una metafísica como la de su padre.

Con esto Augusto dejaba asentada su fidelidad connatural a un arte de esencias pero dejando en la penumbra que él mismo desde siempre exploraba nuevos caminos…

Tenía mi amigo un horror vacui propio, no el motivado por el silencio de los espacios, sino por el que provocaba en él la inanidad de las formas.

“No hay cosa más horrible -decía- que caer en la vaciedad de lo decorativo, en la oquedad de los academismos”.

Era consciente pues de que la densidad significativa de los simbólico podía extraviarse en lo geométrico, y que si en las obras mayores se da que geometría y significación coincidan las más veces se llega a lo esquemático y que cuando esto acontece la obra pierde, como los pecadores la de dios, aquel estado de gracia que sabe configurar el arte.

Me explico; en la medida en que la imagen quiere referirse a entidades espirituales y no a hechos palmarios, se despoja de las singularidades que lo convierten en signo de las cosas ausentes, y lo que sobreviene puede ser de dos órdenes: o un esquema que significa sólo lo convenido -y que precisamente por reiterar nociones adquiridas se inhibe de ser arte- o un milagro que atina, más allá de toda convención, a descubrir una deslumbradora “tierra ignota”.

Sortear lo imitativo y lo esquemático -Escila y Caribdis- no es fácil y Augusto, columbrando sus modos de vencer el vacío en medio de una lucha sin concesiones ni cuartel, los fue reconociendo -porque se ve lo que se busca- en la tradición de la pintura occidental.

Como quería restaurar la existencia de los objetos destruida por la estructura “geométrica” del cuadro, recurrió a la luz, (no a la exterior sino a la del propio cuadro) y a la síntesis visual y más aun, a la armonía de los acordes cromáticos; apelando al planismo, pero tentado por la profundidad del espacio volvió a encontrar aquella ambigüedad que equipara las formas y los fondos, la figuración de los objetos y sus sombras, sin ceder nada a la desatención.

Era ya suyo, estaba en su carácter, el rigor formal que preside la obra de los constructivistas y neoplasticistas.

Su admiración por Velázquez o por las obras de los “metafísicos” cuatrocentistas italianos, se comprende mejor cuando se acepta que en ellos encontró anticipadas sus preocupaciones y que sus obras eran para él coordenadas de que se valía para orientar su trabajo creador.

En su obra no hay trasplantes sino comunidad de premisas, afinidades espirituales y apropiación por el derecho de descubrimiento.

Augusto, como verdadero pintor de la pintura, que no fabricante de cuadros, sabía en sus huesos lo trabajoso e intrincado y esencial que es formar, libre de arrogancias y presunciones, al artista que hay detrás de cada obra.

En el rigor severo de la estructura y el tono de las suyas se advierte la intransigente obstinación que no le permitía reposar hasta que todo ello mostrase la doble vida de la forma y los objetos. En esta lucha por asimilar la enseñanza de su padre y la tradición de la pintura, desbrozó el camino hacia sí mismo.

Estaba en su carácter el asumirse asumiendo y esa era su forma de “recobrar el gesto (de los maestros) y continuar”.

Cuando Augusto se dijo que para poder pintar las cosas debía primero recobrarlas y no sólo reverlas, se apartaba de la herencia recibida de lo pitagórico y metafísico que entiende que las cosas en su ser son inmutables.

Por eso en cada cuadro volvía a tamizar las múltiples cualidades de lo vivido y reclutaba entre lo que quedaba en el tamiz sólo aquello que más allá de toda truculencia ilusionista, sin importarle las contradictorias consecuencias de sus actos, fuese capaz de evocar a la vez los objetos y el todo del que son parte.

Así en sus pinturas y dibujos conviven lo volumétrico y lo plano, lo opaco alcanza a ser traslúcido, la estructura planista proyecta sombra, el objeto es presentado entero o por sus partes, y el color descriptivo en un momento deja de serlo para revelarse como un arbitrio introductor del equilibrio, una línea inclinada que en un lugar describe la profundidad del campo visual convive con otra que sólo articula el conjunto, pero todo se enlaza y lo que al comienzo pareciera necesidad… y en la callada superficie de la tela, no importa si compuesta entre fragores, queda visible la luz no vista que compone el arte.


Marzo 1994.

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